Hawks asintió.
—Barker, se halla usted en el receptor. Recobrará el conocimiento total casi de inmediato. ¿Siente algún dolor?
—¡No! —restalló Barker—. ¿Ya han terminado de jugar?
—Ahora voy a encender las luces de la cámara. ¿Puede verlas?
—¡Sí!
—¿Puede sentir todo su cuerpo?
—Perfectamente, doctor. ¿Puede sentir usted todo el suyo?
—Muy bien, Barker. Ahora vamos a sacarle de la cámara.
El equipo de la Marina comenzó a empujar la mesa hacia el receptor al tiempo que Latourette cortaba los imanes de delante y de atrás y los técnicos empezaban a abrir la puerta de la cámara. Weston y Holiday se adelantaron para comenzar el examen de Barker tan pronto como se hallara fuera del traje.
—Asegúrese de comunicarle su nombre —le dijo Hawks con voz tranquila al alférez mientras se dirigía a la consola de control—. Muy bien, Sam —comentó cuando vio que la mesa se deslizaba debajo de la armadura de Barker y se alzaba sobre sus patas hidráulicas hasta establecer contacto con el traje—. Puedes empezar a disminuir la potencia de los imanes primarios.
—¿Crees que está bien? —inquirió Latourette.
—Dejaré que me lo garanticen Weston y Holiday. Ciertamente, sonó tan funcional como siempre.
—Eso no indica gran cosa —gruñó Latourette.
—Es… —Hawks respiró hondo y volvió a empezar con suavidad—. Es lo que necesito para hacer el trabajo. —Pasó el brazo alrededor de los hombros de Latourette—. Vamos, Sam, demos un paseo —dijo—. Dispondremos de los informes preliminares de Weston y de Holiday en un minuto. Ted puede comenzar a preparar la emisión de mañana.
—Quiero hacerlo yo.
—No… No, deja que él se haga cargo del asunto. Está bien. Y…, y tú y yo podremos subir y salir un poco al sol. Hay algo que he de decirte.
Hawks estaba sentado con la espalda apoyada en el ángulo del sofá en el estudio de Elizabeth Cummings. Sostenía blandamente la copa de brandy con ambas manos y observaba el cielo nocturno a través del cristal que había detrás de ella. Ella estaba sentada en un sillón situado debajo de la ventana con el perfil hacia él, los brazos alrededor de las rodillas levantadas.
—En mi primera semana en la escuela primaria —le contó él—, tuve que elegir. ¿Fuiste al colegio aquí en la ciudad?
—Sí.
—Yo fui a la escuela en un pueblo muy pequeño. La escuela estaba bastante bien: había cuatro aulas para menos de setenta alumnos. Sin embargo, sólo teníamos tres maestros, incluyendo al director, y cada uno de ellos enseñaba en los tres cursos, contando también con pre-primaria. Lo cual significaba que dos tercios de cada día yo no podía contar con mis maestros. Estaban enseñando a los otros dos cursos cosas que yo sabía ya o no se suponía que debía conocer. Entonces, cuando fui a la escuela secundaria, de repente descubrí que tenía un maestro para cada asignatura. Al final de la primera semana, la directora de esa escuela y yo nos encontramos por casualidad en el patio. Ella había leído mis tests de inteligencia y todas esas cosas, y me preguntó si me gustaba la escuela secundaria. Yo le contesté que me lo estaba pasando muy bien. —Hawks sonrió, mirando su copa de brandy—. Entonces se irguió mucho y su rostro cobró una expresión pétrea. “¡No has venido aquí a divertirte!”, me dijo, y se marchó.
»De modo que se me planteó una elección. Después de esas palabras, o tomaba mis deberes del colegio como un castigo, y descubría la forma de evitarlo, o podía fingir tomármelo todo en serio y aprovechar las ventajas que te brinda la simulación. Mi elección se planteaba entre una actitud honesta y deshonesta. Me decidí por la deshonestidad. Me volví muy serio, y asistía a clase con una cartera llena de libros y apuntes. Formulaba preguntas serias y analizaba mis deberes, incluso aquellos temas que me aburrían. Me convertí en un estudiante modelo. Al cabo de poco tiempo, eso fue un castigo. Pero me lo había impuesto yo mismo, y acepté las consecuencias de mi deshonestidad. —Bebió un sorbo de brandy—. A veces me pregunto qué habría sido de mí si hubiera elegido continuar como en la escuela primaria…, preguntándole a mis profesores todo aquello que me interesaba, mientras dejaba que todo lo demás me resbalara, al tiempo que disfrutaba de mi educación. —Miró a su alrededor—. Es un estudio muy bonito el que tienes, Elizabeth. Me alegra que pudiera conocerlo. Quería ver dónde trabajabas…, qué hacías.
—Por favor, sigue hablándome de ti —comentó ella desde la ventana.
—En la escuela secundaria sólo tuve que tomar otra decisión —continuó él al cabo de un rato, en el que simplemente permaneció sentado contemplándola—. Fue durante el tercer año, y estaba a punto de dar mi primera asignatura de ciencias. Física. El profesor de física del colegio durante mi segundo año había sido un excelente profesor, un tal Hazlet. Sus alumnos casi adoraban el suelo que pisaba. Por entonces, yo había empezado a pensar que la respuesta a mi vida eran las ciencias.
»Cuando me presenté a clase el primer día de mi tercer año, me sentía lleno de ansiedad. Había leído muchas novelas acerca de la superciencia y de la gente competente que realizaba cosas competentes con ella, y supongo que esperaba más de lo que incluso Hazlet habría podido introducir en una clase de física de la escuela secundaria.
»Sin embargo, Hazlet no estaba. No sé lo que le ocurrió…, supongo que se fue a trabajar para el gobierno o, más probablemente, se cambió a una escuela con un presupuesto mayor. Fuera lo que fuese, la dirección de la escuela tuvo que reemplazarlo. Tenían a una profesora en su nómina, una profesora graduada en la universidad y todo eso, con todos los diplomas necesarios, que había sido contratada para enseñar español. Era una dama muy gentil del sur, una tal señorita Cramer, con unos huesos pequeños y delicados y facciones muy pálidas. Su piel era casi transparente, y siempre parecía que se quedaba sin aliento. Mientras yo estaba en segundo curso, como ya he dicho, había intentado enseñar gramática española a un puñado de niños que iban con petos remendados y zapatos de granja. Así como todo el mundo en la escuela conocía a Hazlet, también todo el mundo sabía qué lado del escritorio de la señorita Cramer tenía el control de la clase.
»De modo que al año siguiente, cuando entré en el laboratorio de física, descubrí que a la señorita Cramer se le había dado un curso de verano sobre la enseñanza de la física y se le había adjudicado el puesto de Hazlet. No funcionó muy bien. Disponía de todo tipo de guías para maestros, y de la ayuda de los manuales de física que explicaban las fórmulas y los problemas clásicos. Supongo que cada noche, cuando regresaba a casa, intentaba memorizar las respuestas del día siguiente. Pero, simplemente, no funcionó…, descubrió que, cuando trataba de desarrollar un problema en la pizarra del mejor modo que ella sabía, el resultado no coincidía con la respuesta que había memorizado. Así que borraba su solución y escribía la del manual, diciéndonos que aunque ella no había podido sacar bien las ecuaciones, ésa era la solución correcta, y que debíamos memorizarla. Cuando nos ponía un examen, jamás había problemas de cálculo. Sencillamente planteaban el problema y dejaban un espacio en blanco para la respuesta correcta.
»Incluso con ese camino de aproximación, era incapaz de meter tanto en su mente cada noche para abarcar todo el terreno necesario. Por ejemplo, nunca aprendió que el símbolo químico del mercurio no era Mk . No resultaba gracioso; era patético. Y, siempre que algo iba mal, estallaba en una furia muy femenina; a veces lloraba sentada a su escritorio. Espero que haya encontrado un trabajo en algún lugar…, al año siguiente no regresó.
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