“Maisie no me llegó a decir por qué quería saber qué era un jardín de la victoria”, pensó Joanna.
—Estaba sentada en una silla blanca en un jardín precioso, precioso —dijo la señora Woollam, añorante.
Los jardines eran una experiencia común en las ECM.
—¿Puede describirlo?
—Había viñedos —dijo la señora Woollam, contemplando las paredes de la habitación—, y árboles.
—¿Qué clase de árboles? —instó Joanna.
—Palmeras.
Viñedos y palmeras. La imaginería religiosa estándar.
—¿Recuerda algo más acerca del jardín?
—No, sólo estar allí sentada, esperando algo.
—¿A qué?
—No lo sé —dijo ella, sacudiendo la blanca cabeza—. Ésa fue la primera vez que se me paró el corazón. Hace casi dos años. No lo recuerdo muy bien.
—¿Y esta última vez?
—Estaba al pie de una hermosa escalera, contemplándola.
—¿Puede describirla?
—Se parecía a esto —dijo la señora Woollam, tomando el libro de la mesilla de noche. Joanna vio para su desazón que se trataba de una Biblia. La señora Woollam hojeó las finísimas páginas hasta llegar a una lámina en color y se la mostró a Joanna. Era una imagen de una amplia escalera dorada, con ángeles de pie en cada peldaño y en lo alto un rayo de luz en el que se veía el contorno de una figura con los brazos extendidos.
“Tendría que haber previsto que era demasiado bueno para ser verdad”, pensó Joanna.
—¿La escalera era así?
—Sí, pero se curvaba hacia arriba. Y la luz de lo alto chispeaba, como diamantes.
“Y zafiros y rubíes”, pensó Joanna.
—Pero no había ningún ángel, no importa lo que dijera el señor Mandrake. No paraba de intentar convencerme de que había visto el cielo.
—¿Y usted cree que no?
—No lo sé. Todo podría ser el cielo: el túnel y el jardín y el lugar oscuro y despejado. —Sostuvo la Biblia y pasó a otra página—. Juan 14, versículo 2: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.” O podría ser otra cosa.
—Lamento interrumpirlas, señoras —dijo Luann—, pero es hora de llevarla abajo, señora Woollam.
—¿Al catéter? —dijo la señora Wollam, cerrando la Biblia.
—Aja —respondió Luann. Su busca sonó—. Lo siento —dijo, sacándolo del bolsillo—. Ahora mismo vuelvo.
—dijo usted que lo que vio en sus ECM podría ser otra cosa —dijo Joanna—. ¿A qué se refería? ¿Qué cree que podría ser?
—No lo sé. A veces… —Su voz se apagó—. Pero sé que sea lo que sea, Jesús estará allí conmigo. —Abrió de nuevo la Biblia—. Isaías 45, versículo 2: “Cuando atravieses las aguas, estaré contigo. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Luann regresó, apurada.
—Me gustaría volver a hablar con usted —le dijo Joanna a la señora Woollam—. ¿Puedo?
—Si todavía estoy aquí —respondió la señora Woollam, e hizo un guiño—. Cada vez me tienen menos tiempo ingresada. A mí también me gustaría hablar con usted. Me gustaría saber qué piensa que son estas experiencias y qué opina de la muerte.
“Opino que cuanto más averiguo menos sé”, pensó Joanna, volviendo a las escaleras. Deseó no tener todavía por delante dos horas o más de transcripción. No podía dejarlas para el día siguiente, no con tantas sesiones programadas, y ya llevaba una semana de retraso. Entro en su despacho, tomó una cinta de la caja de zapatos donde guardaba todas las cintas por transcribir y conectó el ordenador.
—Oh, qué bien, estás de vuelta —dijo Richard, asomando la cabeza por la puerta—. He tenido que cambiar la primera sesión del señor Sage para esta tarde. No debería durar mucho. Tish ya lo tiene preparado.
Richard se equivocó. Tardó una eternidad. Pero no porque el señor Sage tuviera mucho que contar. Hacer que dijera algo fue como arrancarle los dientes.
—Dice usted que estaba oscuro —preguntó Joanna después de otros quince minutos de preguntas—. ¿Pudo ver algo?
—¿Cuándo?
—Cuando estaba en la oscuridad.
—No. Ya le dije que estaba oscuro.
—¿Estuvo oscuro todo el tiempo?
—No —dijo, seguido de una pausa interminable mientras Joanna esperaba a que añadiera algo.
—Después de que estuviera oscuro, ¿qué sucedió?
—¿Sucedió?
—Sí. Dijo usted que no estuvo oscuro todo el tiempo.
—No.
—¿Hubo luz parte del tiempo?
—Sí.
—¿Puede describir la luz? Él se encogió de hombros.
—Una luz.
No le fue mejor cuando le preguntó qué sensaciones había experimentado durante la ECM.
—¿Sensaciones? —repitió él, como si nunca hubiera oído la palabra antes.
—¿Se sintió feliz, triste, preocupado, nervioso, tranquilo, cálido, frío?
Él volvió a encogerse de hombros.
—¿Diría que se sentía bien o mal? —preguntó ella.
—¿Cuándo?
— En la, oscuridad —dijo Joanna, apretando los dientes.
—¿Bien o mal respecto a qué? Y así durante más de una hora.
—Vaya —dijo Richard cuando el señor Sage se marchó silenciosamente—, cuando dijiste que la gente tiene distintas capacidades de descripción, no bromeabas.
—Bueno, al menos establecimos que estaba oscuro, y luego hubo luz —dijo Joanna, sacudiendo la cabeza.
Estaban solos en el laboratorio. Tish se había quedado hasta la mitad del interrogatorio y luego se marchó, diciéndole a Richard:
—Voy a la Hora Feliz en el Río Grande con un grupo de amigos, por si le interesa. A los dos —añadió, como si se lo pensara mejor.
—Lamento no haber podido sacarle nada de lo que sentía, si es que sentía algo —dijo Joanna—. No creo que tuviera ninguna sensación negativa. No me respondió cuando le pregunté si se sentía preocupado o asustado.
—No respondió para nada —dijo Richard, acercándose a la consola—, pero al menos tenemos otro conjunto de escáneres que examinar. —Empezó a teclear números—. Quiero comparar sus niveles de endorfinas con los de Amelia Tanaka.
“Y se acabó la Hora Feliz en el Río Grande”, pensó Joanna, pero no importaba. Tenía que transcribir el testimonio del señor Sage, tal como estaba, y todas las otras cintas que no había transcrito todavía. Regresó a su despacho.
Su contestador automático estaba parpadeando. “Que no sea el señor Mandrake”, pensó, y pulsó el botón.
—Soy Maurice Mandrake —dijo el contestador—. Quería decirle lo contento que estoy de que esté usted trabajando con el doctor Wright. Estoy seguro de que será una influencia excelente. ¿Cuándo puede reunirse conmigo para planear estrategias?
Había mensajes de la señora Haighton y Ann Collins, la enfermera que había ayudado en la sesión del señor Wojakowski, las dos pidiéndole a Joanna que las llamara. “Y empezar otra ronda del escondite telefónico”, pensó cansada, pero las llamó a ambas. Ninguna estaba en casa. Dejó un mensaje en ambos contestadores y se sentó ante el ordenador y transcribió la sesión del señor Sage.
Sólo tardó cinco minutos. Sacó la cinta y metió otra.
—Era… —Una pausa interminable—. Oscuro… —Otra—. Creo… —La señora Davenport—. Estaba en… —Pausa muy larga—. Una especie de… —Pausa muy, muy larga, y luego su voz alzándose interrogante—. ¿Túnel?
Aquello era ridículo. Podía poner la cinta a toda velocidad y aún así teclearía más rápido de lo que la señora Davenport hablaba. “¿Y por qué no?”, pensó, tendiendo la mano hacia la grabadora. Aunque tuviera que rebobinar para completarlo, sería una mejora.
No funcionó. Cuando pulsó el botón de avance rápido, se oyó un chirrido agudo. Trató de pulsar “play” y “avance rápido” al mismo tiempo. El botón de avance se detuvo y sonó un gemido ensordecedor. Una voz de hombre dijo:
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