—Bien —dijo Joanna, aliviada—. No habrás visto al señor Mandrake en esta planta, ¿verdad?
—No.
—Tanto mejor —dijo Joanna. Dio un golpe al mostrador con ambas manos—. Te veré luego.
—Oh, vaya, sigue usted aquí —dijo la madre de Maisie, acercándose al puesto de las enfermeras—. Sólo quería darle las gracias por pasar tanto tiempo con Maisie. Le encantan las visitas, pero muchos insisten en hablar de cosas deprimentes, de enfermedades y… la trastornan. Pero le encanta que la visite usted. No sé de qué hablan, pero siempre está muy contenta después de sus visitas.
Jesús… Jesús… Jesús…
Últimas palabras de JUANA DE ARCO en la hoguera.
Joanna no consiguió ver a la señora Woollam hasta pasadas las tres. El señor Pearsall llegó tarde, y su entrevista (que estuvo bien) fue interrumpida por una llamada de la señora Haighton, quien al parecer llamaba desde su feria de artesanía, porque no paraba de gritar a una tal Ashley y una tal Felicia, que por lo visto colgaban cosas.
—Esta semana es imposible —le dijo a Joanna—, pero la semana que viene… espere un momento, déjeme ver mi agenda… podría ser… oh, no, está demasiado alto por ese lado.
El señor Pearsall esperaba pacientemente, y Joanna sabía que lo adecuado sería decirle a la señora Haighton que llamara más tarde, pero tenía la sensación de que, si lo hacía, nunca volvería a saber de ella.
—¿A qué horas estará disponible el lunes que viene? —le preguntó Joanna, sonriendo a modo de disculpa al señor Pearsall.
—El lunes, déjeme ver… hace falta más cuerda… no, por la tarde no podrá ser, y, veamos, ¿qué hay por la mañana? Tengo una reunión de la AAUW a las diez. ¿Le vendría bien a las doce menos cuarto?
—Sí —dijo Joanna, aunque ya había citado ala señora Troudtheim a las once. Incluso teniendo en cuenta las citas con el dentista de la señora Troudtheim, podría hacerle un hueco con más facilidad que a la señora Haighton—. Las doce menos cuarto estará bien.
—Doce menos cuarto —dijo la señora Haighton—. Oh, no, estaba mirando el miércoles, no el lunes. No puedo el lunes, por lo que veo.
—¿Y el martes?
Joanna pasó los diez minutos siguientes escuchando una letanía de reuniones de la señora Haighton, intercalada con instrucciones a una tal Felicia, antes de finalmente acordar hacerle un hueco el viernes entre el consejo de la biblioteca y la clase de yoga.
—Aunque estoy casi segura de que tenía otra cosa que hacer ese día.
Joanna colgó antes de que tuviera oportunidad de recordar qué era y continuó interrogando al señor Pearsall, que nunca había sido operado y, mucho menos, había experimentado una cercanía a la muerte.
—Nunca me han extirpado el apéndice, ni las amígdalas. Ni tampoco a nadie de mi familia. Mi padre tiene setenta y cuatro años y jamás ha pasado un día enfermo.
El señor Pearsall nunca había visto al señor Mandrake ni había leído sus libros, y cuando Joanna le preguntó si creía en el espiritismo, él dijo, levemente escandalizado:
—Esto es una investigación médica, ¿no?
—Sí —respondió Joanna, y lo dejó marchar. Todavía tenía que concertar la cita, y tuvo que contarle a Richard su encuentro con el señor Mandrake.
—Cree que vas a intentar estropear su investigación —le dijo.
—Es verdad. ¿Qué le pareció que trabajaras conmigo?
—Escapé antes de que pudiera decírmelo —dijo Joanna—. Imagino que tratará de convencerme de lo contrario. Si puede pillarme —añadió—. Voy a la Unidad de cuidados cardíacos a ver un caso de ECM. Si llama el señor Mandrake, dile que he ido a ver a Maisie.
—Creí que le habían dado el alta.
—Así es —dijo Joanna, y bajó a la Unidad de cuidados cardíacos, sólo para descubrir que la señora Woollam ya había sito trasladada a una habitación normal.
Para cuando llegó a la habitación, eran las cuatro y cuarto pasadas. La señora Woollan llevaba ingresada más de siete horas. Mandrake había tenido tiempo no sólo de echarla a perder para entrevistas posteriores, sino de convertirla en otra señora Davenport. A menos que la señora Woollam no pudiera recibir visitas, en cuyo caso tampoco ella podría verla.
Pero sí, la señora Woollam podía tener visitas, dijo Luann. Estaba bien. La iban a tener ingresada un par de días en observación.
—¿Ha venido a verla el señor Mandrake?
—Lo intentó —dijo Luann—. La señora Woollam lo expulsó.
—¿Lo expulsó? Luann sonrió.
—Es un hueso duro de roer. Pasa. Joanna llamó suavemente a la puerta.
—¿Señora Woollam? —dijo tímidamente.
—Pase —dijo una voz suave, y Joanna se encontró ante una frágil anciana no mucho más grande que Maisie. Su pelo blanco era tan fino y carente de sustancia como el pelillo de un diente de león, y la propia señora Woollam parecía a punto de echar a revolotear con la primera brisa. Desde luego no parecía capaz de expulsar a nadie, mucho menos al inamovible señor Mandrake. Estaba sentada en la cama, conectada a unos monitores por medio de un puñado de cables. Leía un libro de tapas blancas, que guardó en el cajón de la mesilla de noche en cuanto vio a Joanna.
—Soy Joanna Lander. Yo…
—La amiga de Vielle —dijo la señora Woollam—. Me habló de usted. —Sonrió—. Vielle es una enfermera maravillosa. Cualquier amiga suya es amiga mía. —Mostró de nuevo una sonrisa de increíble dulzura—. Me ha dicho que está usted estudiando las experiencias cercanas a la muerte.
—Sí —dijo Joanna. Sacó un impreso del bolsillo, lo describió, y se lo entregó para que lo examinase.
—No siempre experimento lo mismo —dijo la señora Woollam, el boli detenido sobre el impreso—, y nunca he flotado por encima de mi cuerpo ni he visto ángeles, si eso es lo que está buscando…
—No estoy buscando nada —dijo Joanna—. Me gustaría que me contara qué ha experimentado.
—Bien. —Firmó el impreso con letra temblorosa—. Maurice Mandrake estaba decidido a que viera un túnel y un Ángel de Luz la última vez que estuve aquí. Un hombre terrible. No trabajará usted con él, ¿no?
—No —respondió Joanna—, no importa lo que él diga.
—Bien. ¿Sabe qué me dijo? —preguntó la señora Woollam, indignada—. Que las experiencias cercanas a la muerte son mensajes de los muertos.
—¿No cree usted que lo sean?
—Por supuesto que no. Eso no son el tipo de mensajes que los muertos envían a los vivos. “Oh, no”, pensó Joanna.
—¿Qué clase de mensajes envían? —preguntó con cuidado.
—Mensajes de amor y perdón, porque a menudo no podemos perdonarnos a nosotros mismos. Mensajes que sólo nuestros corazones pueden oír. —Le tendió a Joanna el impreso y el bolígrafo—. ¿Qué quería preguntarme? He estado en un túnel, aunque no se lo dije al señor Mandrake.
—¿Qué clase de túnel?
—Estaba demasiado oscuro para ver exactamente qué era, pero sé que era más pequeño que un túnel de metro. He estado en un túnel dos veces, la primera vez y la penúltima.
—¿El mismo túnel?
—No, uno era más estrecho y su suelo era más irregular. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer.
—¿Y las otras veces? —preguntó Joanna, deseando que la señora Woollam no tuviera problemas de corazón ni ochenta años. Sería una voluntaria magnífica.
—Estaba en un lugar oscuro. No un túnel. En el exterior, en un lugar abierto, oscuro… —Miró más allá de Joanna—. No había nada en kilómetros a la redonda.
—¿Estuvo en ese lugar oscuro todas las otras veces?
—Sí. No, una vez estuve en un jardín.
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