—¡Algunas chicas! —exclamó Joanna—. Cuando llegue aquí y vea que sólo somos tú y yo, ¿crees que no se dará cuenta de que estás haciendo de casamentera? ¿O planeabas darme la salsa de queso con jamón picante y salir por la puerta trasera? No puedo creer que hayas hecho esto.
—¿No te gusta?
—Apenas le conozco. Empezamos a trabajar juntos hace sólo dos días.
Vielle agitó el manojo de cebollas ante ella.
—Y nunca tendrás una oportunidad para conocerlo cuando las enfermeras del Mercy General le pongan las manos encima. ¿Sabes quién me preguntó esta tarde si era soltero? Tish, de la tres-este. No la verás esperando porque “apenas lo conoce”. Si no tienes cuidado, acabarás con alguien como Harvey.
—¿Harvey? ¿Quién es Harvey?
—El conductor de Funeraria Fairhill. Me pide salir cada vez que viene a recoger un cadáver.
—¿Es guapo?
—Me cuenta historias de embalsamamientos. ¿Sabes que en Fairhill les encanta el monóxido de carbono porque vuelve a los cadáveres de un bonito color sonrosado, en contraste con el habitual gris? Me soltó esa perla el martes y luego me invitó a salir y cenar sushi.
El martes.
El día en que murió Greg Menotti. Joanna se preguntó si ése era el cadáver que había recogido.
—¿Averiguaste si había un cincuenta y ocho en el número del seguro médico de Greg Menotti?
—¿Greg Menotti? —dijo Vielle, como si nunca hubiera oído el nombre antes—. Ah, ya. Sí, lo comprobé. No había ningún cincuenta y ocho. Comprobé su dirección, su oficina, los números de teléfono de su casa y el móvil, el número del seguro médico…
—¿Y su número de la seguridad social? Ella asintió.
—El número de su carné de conducir constaba en el informe de los enfermeros. Lo comprobé también. Lo mismo hice con la dirección de su novia y sus números de teléfono. Nada. —Se inclinó para recoger una tabla de cortar—. Como te decía, la gente in extremis dice cosas sin sentido. Tuve a un tipo que no dejaba de decir “Lucille”, y todos pensábamos que era su esposa. Resultó que era su perra.
—Entonces significaba algo —dijo Joanna.
—Eso sí, pero muchas otras veces no. Un traumatismo craneoencefálico que tuve la semana pasada no paraba de decir “camello” y, obviamente, no se refería a su mujer ni a su gato.
—¿Qué era?
—No tuvimos oportunidad para preguntárselo —dijo Vielle tranquilamente—, pero creo que no significaba nada. La gente que tiene infartos no recibe suficiente oxígeno, se siente desorientada y dice sinsentidos.
Tenía razón. Cuando estaba muriendo, el autor Tom Dooley le dijo a un amigo suyo que fuera al aeropuerto y le reservara un asiento en el avión, y la bailarina Anna Pavlova ordenó a sus médicos que prepararan su traje de cisne.
—Volviendo al doctor Wright —dijo Vielle—. No estoy diciendo que tengas que casarte con él. Lo único que estamos haciendo es optar por él. En Hollywood lo hacen constantemente. —Colocó las cebollas en fila sobre la tabla—. Optas al papel, lo cual no significa necesariamente que vayas a hacer la película, pero más tarde, si decides que quieres, por lo menos no hay otra persona que te lo haya quitado mientras tanto.
—El doctor Wright no es un papel.
—Era un símil.
Joanna sacudió la cabeza.
—Una metáfora. Un símil es una comparación directa y se construye con “como” o “igual que”. Una metáfora es indirecta. Mi profesor de lengua se pasó todo un año enseñándome la diferencia. —Se detuvo, contemplando la tabla.
—Tu profesor de lengua debería haberse dedicado a cosas más importantes, como enseñarte que cuando el señor Right, o el doctor Wright, aparezca por la puerta, hay que…
Sonó el timbre.
—Ya está aquí —dijo Vielle, pero Joanna no la oyó. Por un instante, mientras miraba a Vielle cortar cebollas verdes, tuvo la repentina sensación de que sabía de qué había estado hablando Greg Menotti, de que sabía lo que significaba “cincuenta y ocho”.
Debía tener que ver con algo que Vielle o ella habían dicho. Estaban hablando del doctor Wright y…
—Pasa —dijo Vielle desde el salón—. Joanna está en la cocina. Lamento lo del cuchillo. Estoy preparando queso.
Algo sobre una opción a un guión. No. La idea se quedó flotando al borde de la memoria, fuera de su alcance.
—Mira quién está aquí —dijo Vielle, conduciendo a Richard a la cocina—. Creo que ya os conocéis.
—Lamento llegar tarde —dijo Richard, tendiéndole a Vielle un paquete con seis cervezas—. Mandrake me pilló al salir. Oh, Joanna, creo que ya tengo una enfermera para ayudarnos. Tish Vanderbeck. Trabaja en la tercera.
Tras él, Vielle silabeó: “¿Qué te dije? Dile que no.” Joanna la ignoró.
—Dice que te conoce —dijo Richard.
—Sí que la conozco. Será magnífica. ¿Qué quería Mandrake?
—Quería saber si…
—¡Basta! —dijo Vielle, blandiendo el cuchillo—. Ésta es la noche del picoteo. No se permite hablar del trabajo ni del hospital.
—Oh —dijo Richard—. Lo siento. No sabía que hubiera reglas. Esto no es como El club de la lucha, ¿no?
—No. —Rió Joanna.
Tras él, Vielle hizo un gesto de aprobación y silabeó: “Señor Right.”
—No es un club. Vielle y yo nos pusimos a charlar un día y descubrimos que a las dos nos gustaba hablar de cine.
—En vez de chismorrear sobre los pacientes y los doctores y sobre que la cafetería no está nunca abierta —dijo Vielle.
—No, ¿verdad? Siempre que bajo la encuentro cerrada. Vielle alzó un dedo de advertencia.
—Regla número uno.
—Así que decidimos reunimos una vez por semana y ver un programa doble —dijo Joanna.
—Y comer —dijo Vielle, sacando un paquete de perritos calientes del frigorífico—. Regla número dos, sólo se permite comida basura: palomitas, panchitos…
—Queso con jamón picante. Vielle la miró con mala cara.
—Regla número tres, hay que quedarse hasta el final de la sesión…
—Pero no hay que prestarle atención —dijo Joanna—. Se permite hablar durante la película y hacer comentarios despectivos sobre la película en concreto o el cine en general.
Vielle asintió.
— Bailando con lobos cumple todos los requisitos.
—Regla número cuatro, nada de películas donde salga Sylvester Stallone, nada de películas de Woody Allen y nada de Titanic. Ésta es una zona libre de Titanic.
— Por cierto, Vielle, ¿dónde están las películas?
—Aquí —se las tendió a Joanna—. ¿Por qué no empezáis a verlas? Tengo que terminar el queso. —Los empujó hacia el salón. “¿No podrías ser más disimulada?”, pensó Joanna.
—Quiero pedir disculpas por mi amiga idiota —dijo—. Y por el malentendido de esta tarde. Se olvidó de decirme que ibas a venir. Él le sonrió.
—Me lo supuse.
Joanna miró hacia la cocina.
—¿Qué quería el señor Mandrake?
—dijo que había oído que tenía un compañero nuevo.
—El viejo Chismorreo General. —Joanna sacudió la cabeza—. ¿Sabía que soy yo?
—No lo creo. Él…
—Regla número uno —gritó Vielle desde la cocina.
—¿Qué película quieres ver primero? —gritó Joanna a su vez—. ¿ Voluntad para ganar o…? —Miró la segunda carátula—. ¿La Dama y el Vagabundo?
— Dijiste que fuera algo donde no hubiera muertes.
—¿Eso es también una regla? —preguntó Richard.
—No —dijo Joanna, encendiendo la tele. Un anuncio de viajes en barco. Una pareja en la cubierta, apoyada en la amura—. ¿Qué dijo Mandrake?
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