—La verdad es que yo no quiero morirme —dijo Richard, y todos se rieron.
—Por desgracia, eso no es una opción —suspiró Vielle, rompiendo otra galletita en la espesa salsa—. Todos nos morimos tarde o temprano y no podemos elegir el modo. Tenemos que aceptar lo que nos llega. Tuvimos a un viejecillo esta tarde en Urgencias, fases finales de diabetes, ambos pies amputados, ciego, con el riñón hecho polvo, todo el cuerpo desmoronándose. Sus últimas palabras fueron, como era de esperar: “Déjenme en paz.”
—Ésas fueron también las últimas palabras de Lady Di —dijo Joanna.
—Creí que le había pedido a alguien que cuidara de sus hijos —comentó Richard.
—Me creo mejor la primera versión —dijo Vielle—. “Dile a Laura que la quiero” es para películas como Titanic. Los pacientes que tenemos en Urgencias rara vez dejan mensajes para nadie. Están demasiado ocupados concentrándose en lo que les pasa, aunque supongo que Joanna conoce a algunos famosos que enviaron últimos mensajes a sus seres queridos. ¿No, Joanna?
Joanna no prestaba atención. Mientras Vielle hablaba había vuelto a experimentar aquella sensación de que sabía lo que significaba “cincuenta y ocho”.
—¿No, Joanna?
—Oh. Sí. John Wayne y la reina Victoria y P. T. Barnum. Anne Bronté dijo: “Ten valor, Charlotte, ten valor.” Esta salsa no es una salsa. Nos va a hacer falta un cuchillo después de todo —dijo, y escapó a la cocina.
¿De qué estaban hablando que disparó esa sensación? ¿De Lady Di? ¿De la diabetes? No, debía de ser algo que repetía su conversación anterior. Joanna sacó un cuchillo del cajón y se quedó con él en la mano, tratando de reconstruir mentalmente la escena. Habían estado hablando de opciones de películas y…
—¿No puedes encontrar los cuchillos? —llamó Vielle desde el salón—. Están en el cajón superior, junto al lavaplatos.
—Lo sé. Ahora mismo voy.
¿Podría haber una película con el número cincuenta y ocho en el título? ¿O una canción? Vielle había mencionado “Dile a Laura que la quiero”…
—Joanna, ¡te estás perdiendo la película!
Aquello era ridículo. Greg Menotti no había intentado decir nada. Había repetido las palabras de la enfermera que indicaba su tensión sanguínea, y ella había creído que significaba algo por algún cincuenta y ocho en su memoria, un cincuenta y ocho que había disparado su conversación. Una frase de una película o un número de su pasado, la dirección de su abuela, el número de su taquilla en el instituto…
El instituto. Tenía algo que ver con el instituto…
—¡Joanna! —llamó Vielle.
—Si no vienes pronto —dijo Richard—, nuestras últimas palabras van a ser: “Joanna, nos morimos de ham… ¡aarghh!”
Todos untaron la salsa de queso con jamón picante en sus galletitas.
—Tal vez el mejor plan sería decidir por adelantado cuáles quieres que sean tu últimas palabras y memorizarlas, para estar preparado —dijo Joanna.
—¿Como qué? —preguntó Richard.
—No sé. Palabras sabias o algo.
—¿Como “Un penique ahorrado es un penique ganado”? —dijo Vielle—. Prefiero “me duele el costado”.
—¿Qué tal “Aquí está por fin, el hecho distinguido”? —sugirió Joanna—. Es lo que dijo Henry James antes de morir.
—No, esperad —dijo Richard—. Lo tengo. —Abrió los brazos para conseguir un efecto dramático—. “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que sueños en tu filosofía.”
¡Agua! ¡Agua!
Últimas palabras del capitán LEHMANN, del
Hindenburg , fallecido a causa de las quemaduras.
—Decididamente, le gustas —dijo Vielle cuando la llamó entre pacientes a la mañana siguiente—. ¿No te alegra que lo invitara anoche?
—Vielle, estoy ocupada…
—Es guapo, listo, divertido. Pero eso significa que va a haber un montón de competencia, así que vas a tener que ir de verdad a por él. Y lo primero que tienes que hacer es impedir que contrate a Tish.
—Es demasiado tarde —dijo Joanna—. La ha contratado esta mañana.
—¿Y tú le dejaste? —chilló Vielle—. Coquetea con todo lo que se mueve. ¿En qué estabas pensando?
En que, al contrario que Karen Goebel, la otra única solicitante para el puesto, Tish no era una espía del señor Mandrake. Y como el principal objetivo de Tish era ir detrás de Richard, probablemente no pondría en peligro sus posibilidades yéndose de la lengua con el señor Mandrake. Y era muy buena enfermera.
—¡No me puedo creer que le dejaras contratarla!
—¿Has llamado por algún motivo, Vielle? Porque si no tengo que comprobar unas cuantas cosas, tengo que entrevistar al resto de nuestros voluntarios y Maisie lleva toda la mañana llamando para que vaya a verla.
“Y tengo que intentar recordar qué provocó anoche la sensación de saber qué significaba “cincuenta y ocho”.”
—Acabas de responder a la pregunta —dijo Vielle—. No tienes tiempo.
—¿Para qué? ¿Un sujeto de ECM? ¿Algún ingreso en Urgencias?
—Sí. Una tal señora Woollam. Ya la han llevado arriba. Intenté llamarte por el busca, pero no respondías. Pensé que si te llamaba por el intercomunicador, el señor Mandrake bajaría…
—”Como un lobo hacia el rebaño” —dijo Joanna, y se detuvo. Otra vez aquella sensación de saber de qué hablaba Greg Menotti. ¿Cómo era el resto de la cita? “Algo púrpura y dorado.”
—¿Joanna? —dijo Vielle—. ¿Sigues ahí?
—Sí. Lo siento. ¿Cómo has dicho que se llama?
—Señora Woollam. Y, escucha, no es sólo una ECM corriente. Es de las de muerte súbita.
—¿De las de muerte súbita?
—Su corazón tiende a fibrilar de pronto y dejar de bombear. Por suerte, también tiende a empezar de nuevo con una dosis de epi y un buen shock de las palas, pero ha tenido ocho paros cardíacos en el último año. Estamos hablando de experiencia.
—¿Por qué no la hemos visto antes?
—La última vez que estuvo en el Mercy General fue antes de que tú vinieras —dijo Vielle—. Normalmente la llevan al Porter. Su médico acaba de cambiar de destino y ahora la traen aquí. Dice que ha experimentado ECM todas las veces menos una.
Alguien que había tenido varias ECM y podía compararlas y contrastarlas. Parecía perfecto.
—¿Adonde la han llevado?
—A la UCI. Hace unos diez minutos.
Y pasarían otros quince antes de que la tuvieran preparada y pudiera recibir visitas. Joanna miró su reloj. Ronald Kelson estaría allí al cabo de diez minutos. Tendría que esperar hasta después de su entrevista, y de la siguiente, con la señora Coffey, y para entonces el señor Mandrake ya la habría convencido de que había visto a un Ángel de Luz y había tenido una revisión de vida, pero no podía hacer otra cosa.
—Iré en cuanto pueda —le prometió a Vielle—. Lamento lo de mi busca, pero el señor Mandrake no para de llamarme. Dice que tiene algo urgente que discutir conmigo. Me temo que eso significa que ha descubierto que estoy trabajando en el proyecto.
—Tenía que descubrirlo tarde o temprano. Pero tal vez estará tan ocupado buscándote para echarte la bronca que no se enterará de lo de la señora Woollam —dijo Vielle, y colgó.
Como un lobo hacia el rebaño. “Y sus cohortes brillaban en púrpura y dorado.” Ése era el verso. ¿Pero de dónde diablos había salido?
¿Y qué tenía que ver con nada, mucho menos con el hecho de que Greg Menotti murmurara “cincuenta y ocho”?
No había tiempo para preocuparse por eso. Tenía que examinar el archivo de Ronald Kelso y preparar el laboratorio por si, al contrario que Amelia Tanaka, llegaba a tiempo.
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