—¡Joanna! —gritó—. ¡Joanna!
—Nada —dijo el cardiólogo de Maisie.
—Aumente la acetilcolina —dijo el doctor Wright.
—Han pasado cuatro minutos —dijo el cardiólogo—. Me parece que es hora…
—No —dijo el doctor Wright, y parecía enfadado—. Vamos, Maisie, eres un genio ganando tiempo. Ahora te toca ganar tiempo una vez más.
—Aguanta, cariño —dijo Vielle, agarrando con fuerza su mano blanca y sin vida—. Aguanta.
—Vamos —dijo alguien bajo ella. Maisie miró. No podía ver más que humo.
—Suéltate —dijo la voz, y una mano salió del humo, una mano con un guante blanco.
—Está demasiado lejos —dijo Maisie—. Tengo que esperar a que el Hindenburg esté más cerca del suelo.
—No hay tiempo. Suéltate. —Extendió más la mano enguantada, y ella pudo ver una manga negra rasgada.
Maisie entornó los ojos, intentando ver a través del humo, tratando de ver si llevaba la nariz roja y un sombrero negro aplastado.
—¿Eres Emmett Kelly? —preguntó.
—No hay nada que temer, chavalina. Yo te atraparé. —Extendió la mano enguantada muy muy lejos, pero todavía quedaba un buen trecho—. Tenemos que sacarte de aquí.
—No puedo —dijo ella, agarrándose a los barrotes ardientes—. Cuando me encuentren, no sabrán quién soy.
—Yo sé quién eres, Maisie —dijo, y Maisie se soltó. Y cayó y cayó y cayó.
—No hay pulso —dijo Vielle.
—Su corazón estaba demasiado dañado —dijo su cardiólogo—. No pudo soportar la tensión.
—Despejen —dijo el doctor Wright—. Otra vez. Despejen.
—Han pasado cinco minutos.
—Aumente la acetilcolina.
La sostuvo. No pudo verlo por el humo, pero notó sus brazos bajo ella. Y de repente el humo se despejó y le vio la cara: la nariz roja, la barba pintada de marrón, la boca hacia abajo pintada de blanco.
—Eres Emmett Kelly —dijo Maisie, entornando los ojos, tratando de ver su verdadero rostro bajo el maquillaje de payaso—. ¿Verdad?
La soltó para que quedara de pie sobre el suelo de serrín, y se llevó la mano al sombrero aplastado e hizo una reverencia graciosa.
—No hay mucho tiempo —dijo. Agarró su mano y empezó a correr hacia la entrada de artistas, arrastrando a Maisie consigo.
Todo el techo estaba ardiendo ya, y los palos que sostenían la carpa, y los cordajes. Un gran pedazo de lona ardiente cayó justo delante de la banda, y el hombre que tocaba la tuba emitió un divertido “bla-a-a-t-t-t” y siguió tocando.
Emmett Kelly corrió con Maisie más allá de la banda, sus grandes zapatos de payaso haciendo un sonido aleteante. Un payaso con un gorrito de bombero corrió arrastrando una gran manguera. Un elefante pasó corriendo, y un pastor alemán.
Emmett Kelly la guió entre ellos, apartándola del camino de un caballo blanco. Su cola estaba ardiendo.
—Esa es la entrada de artistas —dijo mientras corría, señalando una puerta con un telón negro—. Casi hemos llegado. Se detuvo de repente, haciendo que Maisie se parara.
—¿Por qué? —preguntó Maisie, y uno de los palos en llamas se estrelló, aplastando la entrada de artistas consigo, y la escalerilla en la que se encontraban los Wallenda. El techo de la carpa cayó encima, ardiendo, cubriéndolo, y salió humo por todas partes.
—¡No hay salida! —gritó el payaso con el gorro de bombero.
—Sí que la hay, chavalina —dijo Emmett Kelly—. Y sabes cuál es.
—No hay salida. La entrada principal está bloqueada. La jaula de los animales se interpone.
—Conoces la salida —dijo Emmett Kelly, agachándose y asiéndola por los hombros—. Me lo dijiste, ¿recuerdas? ¿Cuando estábamos mirando tu libro?
—La carpa —dijo Maisie—. Podrían haber salido arrastrándose por debajo de la carpa.
Emmett Kelly condujo a Maisie, corriendo, de vuelta hacia la pista, hasta el otro lado de la carpa.
—Hay un jardín de la victoria al otro lado del solar —dijo mientras corrían—. Quiero que vayas allí y esperes a que llegue tu madre. Maisie lo miró.
—¿No vas a venir conmigo? Emmett Kelly negó con la cabeza.
—Sólo las mujeres y los niños.
Llegaron al otro lado de la carpa. La lona estaba sujeta con estacas. Emmett Kelly se agachó con sus pantalones demasiado grandes y desató la cuerda. Alzó la lona para que Maisie pudiera pasar por debajo.
—Quiero que corras hasta el jardín de la victoria. —Alzó más la lona.
Maisie miró por debajo. Fuera estaba oscuro, aún más oscuro que en el túnel.
—¿Y si me pierdo? —dijo, y empezó a llorar—. No sabrán quién soy.
Emmett Kelly se incorporó y rebuscó en uno de sus ajados bolsillos y sacó un pañuelo con motas púrpura. Empezó a secar los ojos de Maisie con él, pero no terminaba de salirle del bolsillo. Tiró, y al final salió en un gran nudo, atado a un pañuelo rojo. Tiró del pañuelo rojo, y salió un pañuelo verde y luego uno naranja, todos anudados entre sí.
Maisie se rió.
Tiró y tiró, con expresión de sorpresa, y un pañuelo lavanda salió, y uno amarillo, y uno blanco con capullos de manzano. Y una cadena con las chapas de perro de Maisie al final.
Le colocó la cadena alrededor del cuello.
—Ahora deprisa —dijo—. Todo está en llamas.
Lo estaba. En lo alto, el techo de la carpa era una gran hoguera, y las gradas y la pista central y la grada de los músicos ardían, pero los músicos seguían tocando, soplando sus trompetas y tubas con sus uniformes rojos. Sin embargo, no tocaban Barras y estrellas para siempre. Tocaban una canción muy lenta, muy triste.
—¿Qué es eso?
— Más cerca, mi Dios, de Ti —dijo Emmett Kelly.
—Como en el Titanic.
—Como en el Titanic. Significa que es hora de irse.
—No quiero ir —dijo Maisie—. Quiero quedarme aquí contigo. Sé mucho sobre desastres.
—Por eso tienes que irte. Para que puedas llegar a ser una gran desastróloga.
—¿Por qué no puedes venir tú también?
—Tengo que quedarme aquí —dijo, y ella vio que sujetaba un cubo de agua.
—Y salvar vidas —dijo Maisie.
El payaso sonrió bajo su expresión pintada y triste.
—Y salvar vidas.
Se agachó y alzó de nuevo la lona.
—Ahora vete, chavalina. Quiero que corras como una bala.
Maisie pasó bajo la lona y se quedó quieta un momento, agarrada a sus chapas de perro, y luego se volvió a mirarlo.
—Sé quién eres —dijo—. En realidad no eres Emmett Kelly, ¿verdad? Esto es sólo una metáfora.
El payaso se llevó un dedo enguantado a la bocaza pintada de blanco en un gesto de silencio.
—Quiero que corras hacia el jardín de la victoria. Maisie le sonrió.
—No puedes engañarme —dijo—. Sé quién eres de verdad. Y corrió en la oscuridad, lo más rápido que pudo.
¡Tome! Si el barco se hunde, usted me recordará.
Palabras dichas a Minnie Coutts por un marinero del
Titanic que le dio su chaleco salvavidas a su hijo pequeño.
Dos días después de revivir con éxito a Maisie, la alarma de Richard volvió a sonar. Esta vez, tratando de no pensar en lo que la tensión de dos paradas en tres días podría causarle al sistema de Maisie o qué letal efecto secundario podría haber producido la teta-asparcina, logró llegar a la UCI cardíaca en tres minutos justos.
Evelyn lo recibió mientras corría hacia la unidad, toda sonrisas.
—Ha llegado su corazón —dijo—. La están preparando. Intenté llamarlo.
—Sonó mi busca especial —dijo él, todavía no convencido de que no hubiera ningún desastre.
—Ella insistió bastante en que usted y la enfermera Howard estuvieran informados —dijo Evelyn, impertérrita—, y supongo que se encargó ella misma.
Читать дальше