Connie Willis - Tránsito

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Ocho premios Hugo, seis premios Nebula, y el John W. Campbell Memorial en unos diez años avalan la excepcional habilidad narrativa de la autora de
y
. Se trata de una de las mejores y más inteligentes voces de la narrativa modena, que esta vez nos sorprende e intriga con una emotiva y racional exploración del mundo de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) en una novela de implacable suspense.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
En
, Joanna Lander es un psicóloga que investiga las ECM. Su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Novela finalista del premio Hugo 2002
Novela finalista del premio Nebula 2001
Novela finalista del John W. Campbell Memorial Award 2002

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—Orgullosamente presentamos —decía el jefe de pista— a los atrevidos, los deslumbrantes, los arriesgados… —hizo una pausa, y la banda tocó otra fanfarria—, los que desafían a la muerte… ¡Los Wallenda!

—Oh, no —dijo Maisie.

La banda empezó a tocar una canción lenta y bonita, y una de las chicas Wallenda tomó una larga pértiga blanca y pasó a un extremo del alambre. Elevaba el pelo rubio corto, como Kit.

—¡Tienes que bajar! —le gritó Maisie.

La chica Wallenda empezó a cruzar el alambre, sosteniendo la pértiga con ambas manos.

—¡Va a haber un desastre! —gritó Maisie—. ¡Vuelve! ¡Vuelve!

La chica continuó caminando, colocando los pies calzados con zapatos planos blancos con cuidado, con cuidado. Maisie echó la cabeza atrás, tratando de ver lo alto de la carpa. Podía ver a los Wallenda esperando su turno de subir al alambre, pero todo lo que había arriba era negro, como si no hubiera carpa encima, sólo cielo.

Si era el cielo, habría estrellas, y justo entonces vio una. Chispeó, un diminuto punto de luz blanca, muy por encima de las cabezas de los Wallenda. “Entonces tal vez no pase nada”, pensó Maisie, mirando la estrella. Chispeó de nuevo y luego destelló, más brillante que el foco, y se volvió roja.

—¡Fuego! —gritó Maisie, pero los Wallenda no le prestaron atención. La chica llegó al centro del alambre, y un hombre empezó a caminar hacia ella.

Maisie corrió lo más rápido que pudo hacia el centro de la pista, hundiendo los pies en el suelo de serrín, hasta llegar a la gracia de la orquesta.

—¡La carpa está ardiendo! —gritó, pero la banda tampoco le prestó atención.

Corrió hacia el director de la banda.

—¡Tiene que tocar la canción del pato! —chilló—. ¡La canción que significa que el circo tiene problemas! ¡Barras y estrellas para siempre! Pero el hombre ni siquiera se volvió.

—¡Mire! —dijo Maisie, tirándole de la manga y señalando el fuego. Ardía en una línea desde el techo de la carpa, dibujando una irregular lágrima roja.

—¡Bajaos! —les gritó a los Wallenda, señalando, y uno de ellos vio el fuego y empezó a bajar por la escalerilla. La chica Wallenda que se parecía a Kit estaba todavía en el centro del alambre. Uno de los hombres le lanzó una cuerda, y ella dejó caer la pértiga blanca y la agarró. Enroscó las piernas alrededor de la cuerda, y se deslizó hacia abajo.

—¡Fuego! —gritó alguien en la gradería, y toda la gente miró hacia arriba, la boca abierta como la de Maisie, y empezó a bajar corriendo.

El fuego ardió en un cable, por las líneas entrecortadas del techo. “Como mensajes —pensó Maisie—. Como SOS.” Alguien la agarró del brazo. Se dio la vuelta. Era Pollyana.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Pollyana, empujando a Maisie hacia la entrada principal.

—¡No podemos salir por ahí! —dijo Maisie, resistiéndose—. ¡Por ahí está la jaula para la entrada de los animales!

—Deprisa, Molly —dijo Pollyana.

—¡Molly no, Maisie!

Pero la banda había empezado a tocar Barras y estrellas para siempre, y Pollyana no la oyó.

—Mira —dijo Maisie, buscando bajo su bata de hospital—. Me llamo Maisie. Está escrito aquí, en mis chapas.

No estaban. Palpó enloquecida su cuello, buscando sus chapas de perro. Debían de habérsele caído cuando estaba en la entrada, mirando a los Wallenda.

—Bueno, Margie o como te llames, será mejor que salgamos de aquí —dijo Pollyana. Agarró la mano de Maisie.

—¡No! —gritó ella, zafándose—. ¡Tengo que encontrarla! Corrió sin freno hacia el centro de la pista.

—Tengo que hacerlo —gritó por encima de su hombro—, o no sabrán quién soy cuando encuentren mi cuerpo.

—Creía que habías dicho que no podemos salir por ahí —le dijo Pollyana—. Que estaba bloqueado.

—Despejad —dijo su cardiólogo, y la descarga la sacudió con fuerza, pero pareció no funcionar. El monitor cardíaco seguía gimiendo.

—Muy bien —dijo el cardiólogo—. Si tiene usted algo, es el momento de probarlo.

Y el doctor Wright dijo:

—Administre teta-asparcina. Administre acetilcolina.

—Aguanta, cariño —dijo Vielle—. No nos dejes.

Pero ella tenía que encontrar sus chapas de perro, que no estaban en la entrada principal. Cayó de rodillas y rebuscó en el serrín, cribándolo con las manos.

Una mujer pasó corriendo, haciendo volar el serrín.

—No… —dijo Maisie, y una niña mayor pasó también, y un hombre con un niño pequeño en brazos—. ¡Alto! ¡Lo están revolviendo todo! ¡Tengo que encontrar mis chapas!

Pero no la escucharon. Pasaron corriendo hacia la oscuridad del túnel.

—¡No se puede salir por ahí! —gritó Maisie, agarrando la falda de la niña mayor—. La jaula para la entrada de animales está por ahí.

—¡Está ardiendo! —dijo la niña mayor, y tiró de la falda con tanta fuerza que la rompió.

—¡Hay que salir por la entrada de artistas! —dijo Maisie, pero la niña mayor ya había desaparecido en la oscuridad, y un puñado de personas corrían tras ella, removiendo el serrín, pisoteándolo, pisando las manos de Maisie.

—Lo están revolviendo todo —dijo, frotándose los dedos lastimados con la otra mano. Se puso en pie—. ¡Esa no es la salida! —gritó, alzando las manos para detener a la gente, pero no podían oírla. Gritaban y chillaban tan alto que ni siquiera oía a la banda tocar Barras y estrellas para siempre. Chocaban contra ella, empujándola, arrastrándola hacia el túnel.

Estaba oscuro en el túnel, y lleno de humo. Alguien le dio un empujón a Maisie, que todavía estaba apoyada en una rodilla, y ella cayó hacia delante, las manos extendidas, y chocó contra unos duros barrotes metálicos. “La jaula de la entrada de animales”, pensó, y trató de ponerse en pie, pero la apretaban contra los barrotes, lastimándole el pecho.

—¡Abrid la jaula! —gritó alguien.

—¡No! ¡Los leones y tigres saldrán! —trató de gritar, pero el humo era demasiado espeso, le estaban aplastando las costillas contra los barrotes de la jaula. Tenía que salir de allí.

Empezó a subir por el lado del túnel de los animales, una mano tras otra, tratando de escapar de la gente. Si podía llegar a lo alto del túnel de los animales, tal vez pudiera arrastrarse hasta la puerta.

Pero era demasiado alto. Subió y subió, y seguía habiendo barrotes. Se aupó mano sobre mano, alejándose de la gente que gritaba, y ahora sí que oyó a la banda. Estaba tocando una canción distinta. Una canción alemana, como la de Sonrisas y lágrimas, sólo que no era. la banda, era un piano con un sonido ligero y metálico, como el del Hindenburg.

Se había equivocado. Era el Hindenburg, después de todo. No era la entrada de los animales, estaba en los cordajes del globo, y tenía que agarrarse fuerte para no caer del cielo. Como Ulla.

Muy por debajo de ella, en Nueva Jersey, los niños se apiñaban contra la jaula, gritando.

—¡No podéis salir por ahí! —les gritó. El fuego la rodeaba, las llamas rugientes como campos nevados, tan brillantes que no podías mirarlas, y sabía que si se soltaba caería y caería, y no sabrían su nombre.

—Me llamo Maisie —dijo—. Maisie Nellis. Pero no le quedaba aire en los pulmones, sólo el humo, denso como la niebla, y los barrotes estaban calientes, no podría aguantar mucho más, se estaban fundiendo bajo sus manos. Los campos nevados bajo ella se hicieron más brillantes, y vio que no era nieve, eran capullos de manzano. Hermosos, suaves, blancos capullos de manzano.

“Si caigo sobre ellos, no me dolerá nada”, pensó. Pero no podía soltarse. No sabrían quién era. La enterrarían en una tumba con sólo un número, y nadie sabría jamás lo que le había pasado.

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