El señor Wojakowski se volvió hacia Richard.
— ¿No importa que hable con él, Doc?
— No importa. Cuéntele todo lo que quiera —dijo Richard, y se dirigió hacia el ascensor.
Necesitaba realizar pruebas para ver si la teta-asparcina podía sacar a los sujetos del estado ECM por su cuenta, o si era la combinación de la teta-asparcina y la acetilcolina y el cortisol. “Tengo que llamar a Amelia —pensó—. Dijo que estaba dispuesta a someterse a la prueba.”
Pulsó el botón de subida del ascensor. “Tengo que mirar los escaneos y hablar con la doctora Jamison. Y con la madre de Maisie”, pensó, y miró pasillo abajo. El señor Wojakowski y Mandrake casi habían llegado al despacho. Richard corrió tras ellos.
— Señor Wojakowski. Ed —dijo, alcanzándolos—. ¿Qué le pasó?
—Doctor Wright —dijo el señor Mandrake—, ya ha ocupado usted más de la mitad del tiempo de mi cita con el señor Wojakowski aquí presente…
Richard lo ignoró.
—¿Qué le pasó al marinero, al que disparó la ametralladora?
—¿A Norm Pichette? No lo consiguió. —Sacudió la cabeza. No lo consiguió.
—Doctor Wright —dijo Mandrake—, si ésta es su manera de minar mi investigación…
—Peritonitis —dijo el señor Wojakowski—. Murió al día siguiente.
—¿Qué le pasó al otro?
—Doctor Wright — insistió Mandrake.
—¿El que estaba frito en la enfermería? ¿George Weise? Se recupero bien. Recibí una carta de él desde Soda Pop Papachek el otro día.
—Quiere decir un mensaje —dijo Richard alegremente—. Tenía usted razón, Mandrake, es un mensaje.
Mandrake hizo una mueca.
—¿De qué está hablando?
Richard le dio una palmada en el hombro.
—No lo entendería. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Manny, muchachote, que sueños en su filosofía. Y está a punto de descubrir cuáles son.
Estoy… yo… un mar de… solo.
ALFRED HITCHCOCK, poco antes de su muerte.
Después de mucho tiempo, la oscuridad pareció remitir un poco, la negrura fue adquiriendo un tinte gris, las estrellas empezaron a palidecer.
—Está saliendo el sol —le dijo Joanna al pequeño bulldog francés, aunque todavía no podía verlo, y empezó a escrutar el cielo al este en busca de una claridad delatora en el horizonte. Pero no distinguió el horizonte, y la luz, si era luz, se filtraba por igual desde todas direcciones hacia el cielo, si era cielo.
Se fue iluminando tan despacio que Joanna pensó que se había confundido, que sólo había imaginado la disminución de la negrura, pero al cabo de un tiempo interminable las estrellas se apagaron, no una a una, sino todas juntas, y el cielo se volvió de carbón y luego de pizarra. Se levantó un poco de viento, y la noche adquirió el frío de la madrugada.
“Son las cuatro —pensó Joanna—. Fue a esa hora cuando apareció el Carpathia, tras haber recorrido cincuenta y ocho millas a toda máquina, primero las luces y luego la alta columna de humo negro.” Pero aunque Joanna se quedó mirando hacia el suroeste, los ojos entornados, no hubo ninguna luz, ningún humo.
Allí no hay nada, pensó, pero a medida que la oscuridad continuaba disminuyendo, distinguió un horizonte escarpado, como de montañas lejanas. “Los Puertos Grises”, pensó ella, la esperanza aleteando en su interior. O la isla de Avalón.
—Tal vez nos hemos salvado después de todo —dijo ella, mirando al perro, y al hacerlo vio que no estaba abrazando al bulldog francés, sino a la niña pequeña del incendio del circo de Hartford, la Pequeña Señorita 1565. Tenía la cara manchada de hollín, y la ceniza había estropeado sus tirabuzones.
—Nunca he tenido un perro —dijo la niñita—. ¿Cómo se llama? Y Joanna vio que la niña sostenía en brazos al perro. Apartó un copo de ceniza del pelo de la niña.
— No lo sé —dijo.
—Te pondré un nombre entonces —le dijo la niña al perro, alzándolo, abarrándolo con las manos manchadas por el grueso torso—. Te llamaré Ulla.
Ulla.
—¿Quién eres? —preguntó Joanna—. ¿Cómo te llamas?
Y esperó, temerosa, la respuesta. Maisie no. Por favor que no fuera Maisie.
—No lo sé —dijo la niña, tomando al perro por las palas—. ¿Sabes hacer cosas, Ulla? —dijo, y se volvió hacia Joanna—. El perro del circo podía saltar por un aro. Tenía un collar púrpura. De ese color.
Señaló, y Joanna vio que el cielo se había vuelto de un pálido y hermoso color lavanda y, alrededor de ellas, rosa y lavanda a la luz creciente, chispeaban icebergs.
—El campo de hielo —murmuró Joanna, y contempló el agua de color jacinto.
Estaban sentadas en el gran piano del restaurante A La Carte, la ancha tapa de nogal con los lacios curvos flotando en la superficie. Una partitura todavía abierta en el atril.
—Supongo que los pianos flotan, después de todo —dijo Joanna, y vio que el teclado estaba bajo agua, las teclas de marfil y ébano brillaban en rosa pálido y negro a través del agua lavanda.
—Había una tuba en el circo —dijo la niña—. Y un gran tambor. ; Va a venir el Carpathia a salvarnos?
No, pensó Joanna. Porque aquello no era el Atlántico, a pesar del agua, a pesar de los icebergs, y aunque lo hubiese sido, era demasiado larde. El Carpathia había aparecido mucho antes del amanecer.
El sol saldría de un momento a otro, manchando de rosa el cielo y el hielo y el agua, y luego inundando el este de luz. Los icebergs destellarían con un brillo níveo.
“Tal vez eso era lo que veían los sujetos de Mandrake”, pensó Joanna. Creían que era un Ángel de Luz, pero no lo era. Era el campo de hielo, chispeando como diamantes y zafiros y rubíes a la luz cegadora del sol.
— ¡Salta! —ordenó la niñita. Unió los brazos para formar un aro— ¡Salta!
El bulldog la miró con curiosidad, la cabeza ladeada. La niñita bajó los brazos.
— ¿Qué pasará cuando llegue el Carpathia?
“El Carpathia no va a venir —pensó Joanna— Está demasiado lejos para que venga, demasiado lejos para que venga nada o nadie a salvamos.”
— Comprueban tu nombre en una lista cuando subes a bordo —dijo la niña. Se había quitado el lazo del pelo y lo estaba atando alrededor del cuello del perro. Estaba chamuscado en los extremos— ¿Qué les diré cuando me pregunten mi nombre? Si no sabes tu nombre, no te dejan subir.
“No importa, no va a venir”, pensó Joanna, pero dijo:
— ¿Y si te pongo un nombre, como tú has bautizado a Ulla ? La niñita pareció escéptica.
— ¿Qué nombre?
Maisie no, pensó Joanna. El nombre de alguna niña que hubiera estado en el Titanic , Lorraine. Pero Lorraine Allison se había ahogado, la única niña de Primera Clase que no se salvó. Lorraine no. Ni el nombre de ninguna niña que hubiera muerto en el Titanic . No Beatrice Sandstrom ni Nina Harper ni Sigrid Anderson.
La niñita que estaba en el Lusitania cuando se separó de su madre… ¿Cómo se llamaba? La niña a la que había salvado el desconocido. “La lanzó al bote —pudo oír decir a Maisie— Luego subió él, y los dos se salvaron.”
Helen. Se llamaba Helen.
— Helen —dijo Joanna— Voy a llamarte Helen. La niña estrechó la pata delantera del perro.
— ¿Cómo estás? —dijo— Me llamo Helen. —Puso una voz grave y ronca— ¿Cómo está usted? Me llamo Ulla —Le soltó la pata.
—¡Tiéndete, Ulla ! —ordenó— ¡Hazte el muerto!
El bulldog francés se sentó, la oreja ladeada, sin comprender. El viento se calmó, y el agua, lisa ya como el cristal, se volvió aún más lisa, pero el cielo no cambió. Continuó reflejando su luz rosácea sobre el agua y el hielo y el nogal pulido del piano.
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