Estas noticias alegraron a Garin. En los últimos tiempos lo acometían sombríos pensamientos: ¿Y si Mántsev se había equivocado en sus cálculos? Lo mismo que un año atrás, en la solitaria casa de la barriada Petrográdskaia, su cansado cerebro buscaba las posibilidades de salvación, en caso de que fracasara con el pozo.
El 25 de abril, cuando se encontraba de pie dentro del “topo de hierro”, en la plazoleta circular, Garin observó un fenómeno extraordinario. De arriba, del embudo que recogía los gases, cayó una lluvia de mercurio. Hubo que parar los hiperboloides. Atenuaron la congelación del fondo del pozo. Los cangilones habían atravesado la capa de olivinio y sacaban ya azogue puro. Según la tabla de Mendeléiev, el número siguiente al mercurio era el 81, el talio. El oro (peso atómico: 197,2; número: 79) figuraba en la tabla antes que el mercurio.
Sólo Garin y el ingeniero Scheffer comprendían que había ocurrido una catástrofe: al atravesar las capas de metales, dispuestos según su peso específico, no habían encontrado oro. ¡Sí, aquello era una catástrofe! ¡Maldito Mántsev, se había equivocado!
Garin agachó la cabeza. Esperaba cualquier cosa, pero no aquel triste fin… Scheffer extendió distraídamente la mano, con la palma hacia arriba, para atrapar las gotitas de mercurio que caían del embudo. De pronto, agarró a Garin del brazo y lo llevó hacia la vertical escalera. Cuando llegaron arriba, montaron en el ascensor, y se quitaron los cascos de goma, Scheffer pataleó con sus pesadas botas; su rostro, huesudo y de pueril expresión, resplandecía jubiloso.
—¡Pero si es oro! —gritó riendo—. ¡Somos unos borregos…! El oro y el mercurio hierven uno al lado del otro. ¿Qué resulta? Una amalgama de ambos metales… ¡Fíjese!
Scheffer abrió la mano, y Garin vio en ella unas gotitas de metal líquido. El ingeniero explicó:
—¡El mercurio tiene un matiz dorado! ¡Aquí hay un 90% de oro de ley!
Como si fuera petróleo, el oro brotaba de la tierra. Suspendieron los trabajos de avance. El “topo de hierro” fue desmontado y lo sacaron a la superficie. Quitaron las entubaciones metálicas temporales del pozo. En su lugar, hundieron en él, hasta el fondo mismo, unos macizos cilindros de acero con todo un sistema de tuberías de refrigeración.
Bastaba con regular la temperatura para que la amalgama de mercurio y oro, empujada por los caldeados gases, se elevara a cualquier altura del pozo. Garin calculó que en cuanto los cilindros de acero llegaran al fondo, la amalgama ascendería hasta la boca misma y se podría extraer desde la superficie.
Se tendió apresuradamente, en dirección noreste, una conducción de mercurio. En el ala izquierda del castillo, al pie de la torre del gran hiperboloide, construyeron hornos, con crisoles de cerámica, para evaporar el oro.
Garin proyectaba obtener diariamente, en el primer período, unas ciento sesenta toneladas de oro, es decir, unos cien millones de dólares por día.
Se envió al “Arizona” la orden de que regresara a la isla. Madame Lamolle respondió lanzando al éter un radiograma de felicitación y declarando a todos, a todos, a todos, que cesaba sus correrías por el Pacífico.
Poco antes de la apertura de la conferencia de Washington arribaron al puerto de San Francisco cinco buques de gran tonelaje. Izaron tranquilamente la bandera holandesa y atracaron entre miles de otros mercantes que se encontraban en la amplia bahía, llena de humo y bañada por el sol del estío.
Los capitanes bajaron a tierra. Toda la documentación estaba en regla. En los barcos se secaban al sol los calzoncillos de los marineros. Fregaban la cubierta. A los funcionarios de aduanas les causó cierto asombro la carga de aquellos buques con la bandera holandesa. Pero les explicaron que aquellos lingotes de metal amarillo, de cinco kilos de peso cada uno, eran de oro y habían sido llevados a América para venderlos.
A los funcionarios les hizo gracia la broma y se rieron.
—¿A cómo venden el oro? ¡Je, je!
—Al precio de coste —respondieron los segundos de a bordo.
En los cinco barcos se sostenía, palabra por palabra, la misma conversación.
—¿Y cuanto piden?
—Dos dólares y medio por kilo.
—¡Barato lo venden ustedes!
—Lo vendemos barato porque la mercancía abunda —respondieron los segundos, chupando sus pipas.
Los aduaneros escribieron en sus libros: “Carga: lingotes de metal amarillo, declarados como oro”. Y se marcharon riendo. Pero la cosa no era como para reírse.
Dos días después, en las secciones de anuncios de los periódicos, en carteles blancos y amarillos pegados en los postes, y escrito con tiza en las aceras, podía leerse por todo San Francisco:
“El ingeniero Piotr Garin, considerando terminada la guerra por la independencia de la Isla de Oro y muy apenado ante las pérdidas sufridas por el enemigo, ofrece con todo su respeto a los habitantes de los Estados Unidos, como comienzo de unas relaciones comerciales pacíficas, cinco barcos cargados de oro de ley. Vendemos lingotes de oro de cinco kilogramos a razón de dos dólares y medio el kilogramo. Quienes lo deseen, pueden adquirirlo en los estancos, ferreterías, lecherías, kioscos de periódicos, puestos de limpiabotas, etc., etc. Ruego se convenzan de la legitimidad del oro, del que dispongo en cantidad ilimitada. Con todo respeto, Garin”.
Naturalmente, nadie creyó aquel absurdo anuncio. La mayoría de los intermediarios ocultaron los lingotes. Sin embargo, la ciudad empezó a hablar de Piotr Garin, legendario pirata y bandido, que de nuevo alteraba la quietud de la gente honrada. Los periódicos de la tarde pedían que se linchara a Pierre Harry. A las seis de la tarde, multitudes de ociosos se congregaron en el puerto y, en mitines relámpagos, aprobaron la resolución de hundir los barcos de Garin y ahorcar en los faroles a las tripulaciones. La policía se vio en dificultades para contener al gentío.
Mientras tanto, las autoridades portuarias efectuaban una investigación. La documentación de los cinco barcos estaba en regla, y las naves no podían ser secuestradas, ya que pertenecían a una conocida compañía naviera holandesa. Sin embargo, las autoridades prohibieron que se comerciase con aquellos lingotes, que tanto excitaban a la población. Pero ninguno de los funcionarios se opuso cuando le metieron en los bolsillos de los pantalones dos lingotes. Comprobaban el oro hincándole el diente. ¡Sí, por su color y por su peso era oro, oro de ley, dijérase lo que se dijese! Por eso dejaron pendiente la cuestión, y echaron tierra al asunto por el momento.
Unos marinos muy poco locuaces llevaron a las redacciones de los treinta y dos diarios que se publicaban en la ciudad sendos sacos abarrotados de aquellos enigmáticos lingotes. Al dejarlos allí, sólo dijeron: “Es un regalo”. Los redactores se indignaron. En las treinta y dos redacciones se armó un revuelo inenarrable. Invitaron a unos joyeros para comprobar si aquello era efectivamente oro. Se proponían medidas sangrientas contra la desfachatez de Pierre Harry. Pero los lingotes desaparecieron, sin que se supiera cómo, de las treinta y dos redacciones.
Aquella noche, alguien arrojó lingotes de oro por las calles de la ciudad. A las nueve de la mañana, en las peluquerías y estancos colgaron el anuncio: “Aquí se vende oro de ley a dos dólares y medio el kilogramo”.
La población se estremeció.
Lo peor del caso era que nadie comprendía por qué vendían el oro a dos dólares y medio el kilogramo. Pero, no comprarlo, hubiera sido una estupidez. En la ciudad se armó un revuelto infernal. Miles de personas se apiñaban en el puerto, ante los barcos, y gritaban: “¡Lingotes, lingotes, lingotes!” El oro lo vendían en las mismas pasarelas. Aquel día pararon los tranvías y el ferrocarril subterráneo. En las oficinas y en las instituciones oficiales reinaba el caos: los funcionarios, en vez de ocuparse de su trabajo, corrían de estanco en estanco, implorando que les vendieran un lingotito. Los almacenes y los comercios no funcionaban, los encargados y dependientes habían huido, y los rateros y atracadores eran los dueños de la ciudad.
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