Alexei Tolstoi - El hiperboloide del ingeniero Garin

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El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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“Escorias pesadas. Lava”.

Scheffer asintió con la cabeza, cubierta con el redondo casco de goma provisto de lentes. Avanzando cautelosamente por el borde de la plazoleta circular, se detuvieron ante los aparatos colgados de la monolítica pared de la mina con unos cables de acero y que bajaban a medida que descendía todo el “topo de hierro”. Eran barómetros, sismógrafos, brújulas y péndulos que registraban el aumento de la fuerza de atracción en la profundidad dada, y aparatos de registro de los fenómenos electromagnéticos.

Scheffer señaló con el dedo un péndulo, quitó a Garin la caja de cigarrillos y escribió en ella, pausadamente, con su pulcra y caligráfica letra alemana:

“La fuerza de atracción se ha elevado en 0,09 desde ayer por la mañana. A esta profundidad hubiera debido bajar a 0,98; en lugar de ello, tenemos un aumento de 1,07…”

—“¿Imanes?” —escribió Garin.

Scheffer respondió:

“Desde esta mañana, los indicadores magnéticos marcan cero. Hemos descendido más abajo del campo magnético”.

Apoyando las manos en las rodillas, Garin miró largamente abajo, al negro pozo que iba estrechándose hasta formar un punto apenas visible, donde gruñía, penetrando más y más en la tierra, el “topo de hierro”. Desde aquella mañana, el pozo comenzaba a atravesar la capa olivínica.

115

—¿Qué tal, Iván, esa salud?

Shelgá acarició la cabeza del chico. Iván estaba sentado a la ventana, en la pequeña casita junto a la orilla, y contemplaba el océano. Había sido hecha la casita de piedras y amarillenta arcilla. Por el azul océano corrían las olas, con sus blancos encajes de espuma, y rompían contra los escollos o en la arena de la solitaria playa donde se había instalado Shelgá.

Iván había llegado medio muerto en el dirigible. A costa de grandes cuidados, Shelgá logró salvar su vida. Si no hubiese encontrado en la isla a alguien de los suyos, Iván difícilmente se hubiera repuesto. Padecía graves heladuras, enfriamiento general, y, además, una gran depresión: había creído en la gente, se había esforzado sin regatear energías y ¿qué había salido de todo ello?

—Ahora, camarada Shelgá, no podré entrar en la Rusia soviética, me juzgarán.

—No pienses esas cosas, tontucho. No tienes ninguna culpa.

Lo mismo cuando Iván se sentaba en una piedra de la orilla que cuando pescaba cangrejos o deambulaba por la isla, rodeada de maravillas o de gente desconocida, aplicada a un empeñado trabajo, sus ojos se volvían nostálgicos hacia occidente, donde se ponía en el océano esplendoroso disco del sol y, más allá todavía, se encontraba su patria, la Rusia soviética.

—Aquí es de noche —decía en voz baja Iván— y cu casa, en Leningrado, ya ha amanecido. El camarada Tarashkin ha tomado té con pan de centeno y ha salido para el trabajo. En el club del Krestovka estarán calafateando las embarcaciones, dentro de quince días empieza la temporada deportiva.

Cuando el chico se repuso un poco, Shelgá empezó, cauteloso, a explicarle la situación y pudo observar, como Tarashkin en otro tiempo, que Iván comprendía las cosas con media palabra que se le dijera y que su espíritu era irreconciliable, cien por cien soviético. Si no fuera porque estaba siempre muy triste, añorando Leningrado, el chico aquel sería de oro.

—Bien, Iván —le dijo un día Shelgá muy alegre—, pronto te enviaré a casa.

—Gracias, Vasili Vitálievich.

—Pero antes tenemos que hacer tú y yo una bien sonada.

—Siempre me tiene dispuesto.

—¿Qué tal se te da trepar?

—En Siberia, Vasili Vitálievich, me subía en busca de piñones a cedros de cincuenta metros; desde allí arriba no se veía la tierra.

—Cuando llegue el momento, te diré lo que hay que hacer. No andes sin necesidad por la isla. Si te aburres, coge la caña y pesca.

116

Garin dirigía con seguridad y firmeza el trabajo, siguiendo el plan que encontró entre las anotaciones y los diarios de Mántsev.

Los cangilones atravesaron la gruesa capa de magma. Se oía el ronronear del hirviente océano subterráneo en el fondo de la mina. El pozo, con sus paredes congeladas en un espesor de treinta metros, formaba un cilindro indestructible, mas, pese a ello, trepidaba con tanta fuerza que hubo que abandonar los demás trabajos para aumentar el grosor de la capa congelada. Los elevadores sacaban a la superficie hierro cristalizado, níquel y olivinio.

Empezaron a observarse extraños fenómenos. En el mar, adonde cintas metálicas y pontones arrojaban la roca extraída, apareció una rara luminiscencia, que durante varios días fue cobrando mayor intensidad. Por fin, enormes masas de agua, de piedras y de arena saltaron al aire con parte de los pontones. La explosión fue tan poderosa que el huracán por ella originado derribó las barracas de los obreros y levantó una ola gigantesca, que invadió la isla y estuvo a punto de inundar el pozo.

Hubo que cargar la roca en barcazas y echarla en alta mar, donde también se produjeron aquella extraña luminiscencia y explosiones. Se debían a fenómenos aún desconocidos, originados por la desintegración atómica del elemento M.

En lo hondo del pozo ocurrían cosas no menos extrañas. En primer lugar, los aparatos de control, que poco atrás marcaban el cero, descubrieron de pronto un campo magnético de monstruosa tensión. Las saetas de los indicadores alcanzaron el tope. Del fondo del pozo salía una trémula luz lilácea. El propio aire parecía otro. El nitrógeno y el oxígeno, bombardeados por miríadas de partículas alfa, se descomponían en helio e hidrógeno.

Parte del hidrógeno que quedaba libre ardía en los rayos de los hiperboloides: unas serpentinas de fuego corrían por la mina; sonaban chasquidos como disparos de revólver. Las ropas de los obreros se inflamaban. Estremecían el pozo flujos y reflujos del océano de magma. Los cangilones de acero y las piezas de hierro de las máquinas se cubrían de una capa roja terrosa. En las piezas metálicas comenzó una violenta desintegración de los átomos. Muchos de los obreros sufrieron quemaduras causadas por unos rayos invisibles. Pese a todo, el “topo de hierro” continuaba atravesando la capa olivínica.

Garin casi no salía del pozo. Había empezado a comprender cuan loca era su empresa. Nadie sabía qué profundidad alcanzaba el hirviente océano subterráneo. ¿Cuántos kilómetros más tendría la capa de olivinio fundido? Sólo una cosa era indudable: los aparatos registraban la existencia en el centro de la tierra de un núcleo magnético sólido, de temperatura extraordinariamente baja.

Existía el peligro de que el congelado cilindro del pozo, más denso que el medio en fusión que lo rodeaba, se desprendiera por causa de la gravedad y fuera atraído hacia el centro. En efecto, en las paredes de la mina habían aparecido siniestras grietas, por las que escapaban ruidosos los gases. Hubo que reducir a la mitad el diámetro del pozo y colocar poderosas entubaciones verticales.

Ocupó mucho tiempo el montaje de un nuevo “topo de hierro”, cuyo diámetro era la mitad del anterior. Lo único reconfortante eran las noticias del “Arizona”. Por la noche, el yate, que de nuevo se había lanzado a sus correrías bajo la bandera pirata, penetró en el puerto de Melbourne, prendió fuego a los depósitos de copra, a fin de anunciar su llegada, y exigió cinco millones de libras esterlinas. (Para intimidar a la población, abatió con el rayo todos los árboles de una avenida cercana al mar.) La ciudad quedó desierta en el transcurso de unas horas, y los bancos pagaron el dinero. Al salir del puerto, un buque de guerra inglés abrió fuego contra el yate, y un proyectil de seis pulgadas le abrió un boquete más arriba de la línea de flotación. El yate, a su vez, atacó al navío de guerra y lo destrozó. Dirigió el combate madame Lamolle, desde la torre del hiperboloide.

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