Alexei Tolstoi - El hiperboloide del ingeniero Garin

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El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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111

Cuando se oyó la primera andanada de la escuadra, Rolling se encontraba en la terraza en que terminaba la escalinata conducente al mar. Se sacó la pipa de la boca y escuchó el rugido de los proyectiles: por lo menos noventa demonios de acero, rellenos de melenita y gases ulcerantes, volaban hacia la isla, directamente hacia el cerebro de Rolling. Los obuses aullaban triunfantes. El corazón parecía incapaz de soportar aquellos sonidos. Rolling retrocedió hacia la puerta en el muro de granito. (Hacía ya tiempo que se había preparado un refugio en el sótano para caso de cañoneo.) Los proyectiles estallaron en el mar, levantando columnas de agua. Quedaron cortos.

Rolling volvió la cabeza hacia la cúspide de la torre metálica. Garin se encontraba allí desde la víspera. La cúpula circular de la torre giraba, lo que se advertía por el movimiento de las troneras verticales. Rolling se puso los lentes y miró fijo, muy levantada la cabeza. La cúpula giraba muy rápidamente a derecha e izquierda. Cuando giraba a la derecha se veía cómo en una tronera vertical se movía hacia arriba y hacia abajo el brillante cañón del hiperboloide.

Lo que más espanto causaba era la precipitación con que Garin manejaba el aparato. Y el silencio. En toda la isla no se oía el volar de una mosca.

Por fin llegó del océano un sordo y largo sonido, como si en el cielo hubiera reventado algo. Rolling se ajustó los lentes a la sudosa nariz y miró hacia la escuadra. Allí se iban extendiendo tres cúpulas de un humo blanco amarillento. Más a la izquierda, se esponjaban unas desgarradas nubes de un tinte sangriento, y brotó, también extendiéndose, otra cúpula de humo. Hasta Rolling llegó un trueno más, el cuarto.

Los lentes le resbalaban de la nariz a cada instante, pero Rolling permaneció valiente en su sitio, mirando cómo en el horizonte surgían cúpulas de humo y saltaban al aire los ocho cruceros de la escuadra americana.

De nuevo todo enmudeció en la isla, en el mar y en el cielo. Por entre las construcciones metálicas de la torre bajó rápido el ascensor. Se oyeron portazos en la casa, alguien silbó, desentonando un foxtrot, y Garin salió precipitadamente a la terraza. Su rostro, abotargado, expresaba fatiga, y su cabello aparecía enhiesto.

Sin advertir la presencia de Rolling, se puso a desnudarse. Bajó por la escalinata al agua y se quitó sus calzoncillos color salmón y su camisa de seda. Mirando al mar, donde el humo se cernía aún sobre el lugar donde había perecido la escuadra, Garin se rascó los sobacos. Sus carnes eran blancas, como las de una mujer, y estaba bastante gordo. Su desnudez tenía algo de vergonzoso y repugnante.

Probó el agua con el pie, se agachó, como suelen hacer las mujeres, cuando las olas arremetieron y dio unas brazadas, pero salió al instante y, por fin, vio a Rolling.

—¡Ah! —dijo— ¿Qué, también se dispone a bañarse? ¡Está fría, maldita sea!

Garin rió de pronto con cascada risa, tomó sus ropas y, agitando los calzoncillos, sin cubrirse, tal como su madre lo había traído al mundo, se metió en la casa. Rolling jamás había sufrido mayor humillación. Sintió que el corazón se le enfriaba de odio y de asco. Estaba inerme, indefenso. En aquel instante de debilidad sintió todo el peso del pasado, de las fuerzas gastadas, de sus embestidas de búfalo en su afán de ser el primero en la vida… Y todo para que pasara por delante de él, con aire triunfal, su vencedor, aquel sinvergüenza en pelotas.

Al abrir la puerta de bronce, Garin volvió la cabeza y dijo:

—¡Abuelito, vamos a desayunar! Nos soplaremos una botellita de champagne.

112

Lo más extraño en la conducta de Rolling fue que, sumiso, siguió a Garin para desayunar con él. Les acompañó en el refrigerio madame Lamolle, pálida y silenciosa por la emoción recién vivida. Cuando se llevaba la copa a los labios, el cristal tintineaba en sus iguales y cegadores dientes.

Como si temiera perder el equilibrio, Rolling miraba fijo al dorado tapón de la botella, que tenía la forma del maldito aparato que en unos minutos había destruido la concepción que siempre tuviera Rolling de la fuerza y el poderío.

Garin, la cabellera mojada, sin peinar, sin cuello de camisa, vistiendo una arrugada chaqueta llena de quemaduras, hablaba de cosas sin sentido; mientras engullía unas ostras, se bebió de golpe unos cuantos vasos de vino.

—Ahora siento el hambre que tenía.

—Ha trabajado usted mucho, querido amigo —dijo Zoya en voz baja.

—Sí. Debo confesar que por un instante me asusté, cuando el horizonte se envolvió en el humo de los cañones… Hay que reconocer que me tomaron la delantera… ¡Diablos…! Si hubieran disparado un cable más cerca, de esta casa, ¡qué digo de la casa!, de toda la isla no hubieran quedado ni restos…

Garin se metió entre pecho y espalda otro vaso de vino y, aunque había dicho que tenía hambre, apartó con el codo al lacayo que le ofrecía un plato.

—¿Qué, abuelito? —dijo Garin, volviéndose repentinamente hacia Rolling y mirándole a la cara muy serio—. Ya es hora de que hablemos en serio. ¿O espera usted efectos más impresionantes?

Sin hacer ruido, Rolling dejó sobre el plato el tenedor y las pinzas de plata para comer la langosta y bajó los ojos, diciendo:

—Hable, le escucho.

—Ya era hora… Por dos veces le he ofrecido que colabore conmigo. Confío en que no lo habrá olvidado. Por cierto, yo no le echo la culpa: usted no es un pensador, sino un búfalo. Ahora vuelvo a ofrecerle lo mismo. ¿Le asombra? Se lo explicaré. Soy organizador. Reestructuro todo el sistema capitalista, tan pesado, torpe y lleno de absurdos prejuicios. ¿Comprende? Si no lo hago, los comunistas se lo comerán a usted frito con mantequilla y luego escupirán, no sin cierto placer. El comunismo es lo único del mundo que odio… ¿Por qué? Porque me destruye a mí, a Piotr Garin, a todo el universo de ideas que nacen en mi cerebro… Preguntará usted, y con razón, qué falta puede hacerme cuando tengo bajo las plantas de los pies inagotables reservas de oro.

—Sí, se lo pregunto —barbotó, ronco, Rolling.

—Tómese, abuelito, un vaso de ginebra con pimienta, eso avivará su imaginación. ¿Ha creído usted, acaso, que pienso convertir el oro en estiércol? Efectivamente, me dispongo a hacer vivir a la humanidad unos días muy movidos. Llevaré a los hombres al borde de un terrible abismo, haré que vean en sus manos kilogramos de oro que no valgan más allá de cinco centavos.

Rolling levantó de pronto la cabeza, sus apagados ojos brillaron con juvenil fulgor, y una sonrisa torcida apareció en sus labios…

—¡Ah! —profirió con voz que parecía el graznido de un cuervo.

—Sí, amigo. ¿Me ha comprendido, por fin…? En esos días de enorme pánico, nosotros, es decir, yo, usted y unos trescientos búfalos más, unos trescientos aventureros internacionales o reyes financieros —elija a su gusto la denominación— agarraremos al mundo por la garganta… Compraremos todas las empresas, todos los ferrocarriles, toda la flota aérea y marítima… Todo lo que necesitemos y pueda sernos útil, lo compraremos. Luego haremos saltar al aire esta isla, con la mina, y declararemos que las reservas mundiales de oro son limitadas, se encuentran en nuestras manos y se devuelve al oro su anterior papel, es decir, el de la única medida del valor.

Rolling escuchaba repantigado en la silla; su boca, con dientes de oro, se abría como la de un tiburón, y su rostro había adquirido un tinte purpúreo.

El rey de la industria química estaba tan quieto, punzantes sus ojuelos, que madame Lamolle creyó que al viejo iba a darle un patatús.

—¡Ah! —volvió a graznar—. Es una idea atrevida… Puede contar con el éxito… Pero usted no toma en consideración el peligro que suponen las huelgas, los motines…

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