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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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Garin y su camarilla se defenderán encarnizadamente. Cuanto antes pasemos a la ofensiva, tanto más segura será nuestra victoria”.

No todos los miembros del Comité revolucionario aprobaron el llamamiento. Algunos vacilaban, asustados por su audacia: ¿Lograrían levantar tan rápidamente a los obreros? ¿Conseguirían armas? Los capitalistas disponían de las marinas de guerra, de poderosos ejércitos, de policía, armada con gases y ametralladoras… ¿No sería mejor esperar y, en caso extremo, declarar la huelga general…?

Shelgá, haciendo esfuerzos por reprimir su cólera, decía a los vacilantes:

—La revolución es la estrategia superior. La estrategia es la ciencia de la victoria. Vence quien toma la iniciativa en sus manos, quien es audaz. Sopesar tranquilamente las cosas podréis después, cuando, una vez obtenida la victoria, se os ocurra escribir, para las generaciones venideras, la historia de nuestra victoriosa lucha. Si ponemos en tensión todas nuestras energías, lograremos levantar la insurrección. Las armas las conseguiremos en el combate. La victoria está asegurada porque quiere vencer toda la humanidad trabajadora, y nosotros somos su destacamento de vanguardia. Eso dicen los bolcheviques. Y los bolcheviques no conocen la derrota.

Al oír estas palabras, el mocetón de los ojos azules, que todo el tiempo había callado, se sacó la pipa de la boca y dijo con su densa voz:

—¡Basta! ¡Ya hemos perorado bastante! ¡Manos a la obra, muchachos!

121

El alto y cano ayuda de cámara, con librea y medias blancas, entró de puntillas en el dormitorio, dejó en la mesita de noche una jícara de chocolate con bizcochos y, con leve susurro, descorrió los estores de las ventanas. Garin abrió los ojos y dijo:

—Un cigarrillo.

No podía desembarazarse de la costumbre, muy extendida en Rusia, de fumar en ayunas, aunque sabía que la alta sociedad americana se interesaba por cada paso, por cada movimiento, por cada palabra suya y estimaba que fumar en ayunas era un síntoma de depravación.

Toda la prensa americana publicaba a diario artículos para justificar el pasado de Piotr Garin. Si antes bebía vino, era por fuerza mayor, ya que en realidad odiaba el alcohol; sus relaciones con madame Lamolle eran puramente fraternales, y se basaban en su afinidad espiritual; resultaba que la ocupación predilecta de Garin y de madame Lamolle en sus horas de ocio consistía en leer en voz alta capítulos de la Biblia; sus acciones violentas (el asunto de Ville d'Avray, la voladura de las fábricas químicas, el hundimiento de la escuadra americana, etc.) se debían, unas a fatales casualidades y otras a la falta de precaución al manejar los hiperboloides; en todo caso, el gran hombre estaba sincera y profundamente arrepentido de todo ello y dispuesto a creer en la santa madre Iglesia para borrar definitivamente sus involuntarios pecados (entre las iglesias protestante y católica ya había comenzado la lucha por Piotr Garin); por último le atribuían que, desde la infancia, practicaba, por lo menos, diez deportes.

Después de fumarse un grueso cigarrillo, Garin miró de reojo el chocolate. Si hubiera sido en los tiempos en que lo consideraban un canalla y un bandido, hubiera pedido un sifón y coñac, para entonar bien los nervios, pero, ¿acaso podía el dictador de medio mundo beber coñac por las mañanas? Tan inmoral conducta hubiera apartado de él a toda la gran burguesía, que, cual segunda guardia napoleónica, se agrupaba en torno a su trono.

Con una mueca de disgusto, probó el chocolate. El ayuda de cámara, que se encontraba de pie junto a la puerta, preguntó a media voz, con una expresión de solemne tristeza:

—¿Permite el señor dictador que pase su secretario particular?

Garin se sentó perezosamente en la cama y se puso un pijama de seda:

—Que pase.

Entró el secretario. Se inclinó dignamente tres veces ante el dictador: una junto a la puerta, otra en medio de la habitación y la tercera cerca ya de la cama. Dio los buenos días. Miró por un segundo, con el rabillo del ojo, la silla cercana.

—Siéntese —dijo Garin y bostezó con tanta fuerza que se oyó el chocar de sus dientes.

El secretario particular tomó asiento. Iba vestido de negro y era de edad media, huesudo, de frente surcada de arrugas y mejillas hundidas. Siempre tenía los ojos entornados. Lo consideraban el hombre más elegante del Nuevo Mundo y, como lo sospechaba Garin, los grandes financieros le habían proporcionado el cargo aquel para que espiase al dictador.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Garin—. ¿Qué tal el oro?

—Sube.

—Despacio, ¿sí?

El secretario levantó los párpados melancólicamente y respondió:

—Sí, despacio. Por ahora, despacio.

—¡Canallas!

Garin metió los pies en sus zapatillas de brocado y se puso a ir y venir por la blanca alfombra del dormitorio.

—¡Canallas, hijos de perro, asnos!

Espontáneamente se llevó la mano izquierda a la espalda, con el pulgar de la derecha se sujetó los tirantes del pijama y, un mechón caído sobre la frente, prosiguió sus idas y venidas por la habitación. Por lo visto, el momento aquel le pareció también histórico al secretario, pues se irguió en la silla, sacando el pescuezo del cuello postizo almidonado, y parecía escuchar los pasos de la historia.

—¡Canallas! —repitió Garin por última vez—. Yo estimo que esa lentitud con que sube el oro es desconfianza en mí. ¡Desconfianza en mí!, ¿comprende? Editaré un decreto prohibiendo la venta libre de lingotes de oro bajo pena de muerte… Escriba.

Garin se detuvo y, mirando severo las rosadas posaderas de “Aurora”, que volaba en el techo, entre nubecillas y cupidos, se puso a dictar:

“A partir de hoy, por disposición del senado…” Cuando hubo terminado con el decreto, se fumó otro cigarrillo. Tiró la colilla en la jícara de chocolate, a medio tomar. Luego preguntó:

—¿Qué más novedades hay? ¿No se ha descubierto ningún complot contra mi vida?

Con sus finos dedos de largas y pulidas uñas, el secretario sacó de la cartera una hoja de papel, la leyó en silencio, miró al dorso, le dio la vuelta y dijo:

—Ayer por la tarde y hoy a las seis y media de la mañana, la policía ha descubierto dos nuevos complots contra su persona, sir.

—¡Ah! ¡Muy bien! Publíquenlo en los periódicos. ¿Quién ha sido? Confío en que la muchedumbre misma habrá ajustado las cuentas a los canallas. ¿Eh?

—Anoche fue descubierto en el parque, frente al palacio, un joven, al parecer obrero, que llevaba en los bolsillos dos tuercas de medio kilo cada una. Desgraciadamente, era tarde, en el parque no había nadie, y sólo algunos transeúntes que se enteraron del peligro que había corrido la vida de nuestro adorado dictador dieron de puñetazos al canalla. Ha sido detenido.

—Esos transeúntes ¿eran particulares o agentes de la policía?

Al secretario le temblaron los párpados, sonrió con un ángulo de la boca, con aquella inimitable sonrisa, que no tenía igual en todos los Estados Unidos:

—Por supuesto, sir, eran particulares, honrados comerciantes, fieles a usía, sir.

—Establece cómo se llaman esos comerciantes —dictó Garin—, y expresales en la prensa mi caluroso agradecimiento. Al bandido ese, castigarlo con todo el rigor de la ley. Una vez se haya dictado la sentencia, lo indultaré.

—El segundo atentado también se ha producido en el parque —continuó el secretario—. Se ha descubierto a una dama que miraba hacía las ventanas de su dormitorio, sir. Se le ha quitado un pequeño revólver.

—¿Es jovencita?

—Tiene cincuenta y tres años. Es una solterona.

—¿Y que ha hecho la multitud?

—Se ha limitado a arrancarle de la cabeza el sombrero, a romper su paraguas y a pisotear su bolso. Ese entusiasmo relativamente débil se debe a lo temprano de la hora y al triste aspecto de la dama esa, pues la acometió un desmayo al ver a la enfurecida muchedumbre.

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