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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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La población de la isla había disminuido considerablemente en los últimos tiempos. Se habían suspendido los trabajos en la mina. Las grandiosas obras de madame Lamolle no habían comenzado todavía. De los seis mil obreros, quedaban allí unos quinientos. Los demás habían abandonado la isla, cargados de oro. Estaban vacías las barracas de la colonia obrera. El Luna-Park y las casas de trato los habían derribado, y estaban nivelando el terreno para las futuras obras.

La guardia real ya nada tenía que hacer en aquel pacífico pedazo de tierra. Los Blanqui-amarillos ya no iban y venían como perros de presa, por las rocas y a lo largo de las alambradas, haciendo chasquear los cerrojos de sus fusiles de un modo nada ambiguo. Empezaron a emborracharse a diario. Añoraban las grandes ciudades, los restaurantes de lujo, las mujeres de vida alegre. Pedían permiso y amenazaban con sublevarse. Pero Garin había ordenado categóricamente que no se dieran ni permisos ni licencias. El gran hiperboloide estaba permanentemente enfilado hacia el cuartel de la guardia real.

En el cuartel se jugaba día y noche a las cartas. Se pagaban con vales, pues el oro, amontonado por allí cerca en pilas, los tenía a todos más que hartos. Se jugaban sus amantes, las armas, pipas ya curadas, botellas de coñac añejo y bofetadas. Al atardecer, todos en el cuartel estaban como cubas. El general Subbotin se veía y se deseaba, no ya para mantener la disciplina, sino para hacer que guardasen, por lo menos, las apariencias.

—Es una vergüenza, señores oficiales —berreaba todas las tardes el general Subbotin en el refectorio de los oficiales—, se han abandonado ustedes por completo, el suelo está lleno de gargajos, y el aire es aquí el de un burdel. Andan ustedes en calzoncillos, se han jugado los pantalones… Me apena tener la desgracia de mandar a semejante hato de granujas.

Todas las medidas que se tomaban eran vanas. Sin embargo, jamás se había observado una melopea tan espantosa como la del veintitrés de junio, el día de la tormenta. Los aullidos del viento infundieron a los oficiales un tedio espantoso y trajeron a su mente lejanos recuerdos; se dejaron sentir las viejas heridas. Las salpicaduras de las olas batían las ventanas, como gotas de lluvia. La artillería celeste hacía un fuego huracanado. Temblaban las paredes, trepidaban los vasos en las largas mesas. Los oficiales, acodados en ellas, apoyaban en las manos sus bizarras cabezas, despeluzadas, sucias, y entonaban una canción que solía cantar el enemigo, los rojos: “Manzanita, adonde has ido a rodar…” La canción aquella, que había llegado a la isla perdida en el océano desde una vida infinitamente lejana, parecía oler a la tierra madre. Beodos, los oficiales mecían sus cabezas y lloraban. El general Subbotin se quedó ronco llamándolos al orden; por último, los envió a todos al cuerno y agarró él mismo una curda fenomenal.

El servicio de reconocimiento del Comité revolucionario (en la persona de Iván Gúsiev) informó de la difícil situación en que se encontraba el enemigo, concentrado en el cuartel. Poco después de las seis, Shelgá, con cinco corpulentos mineros, se acercó al calabozo (se encontraba ante el cuartel) y se puso a cambiar improperios con dos centinelas, bebidos también, que montaban guardia junto a las pirámides de fusiles. Entusiasmados con los enérgicos ternos rusos, los centinelas perdieron todo espíritu de vigilancia y, de pronto, se vieron en el suelo, sin armas y maniatados. Shelgá se hizo con cien fusiles. Inmediatamente los distribuyó entre los obreros, que se acercaron corriendo de poste a poste, ocultándose tras los árboles y matojos y arrastrándose por los charcos.

Cien hombres irrumpieron en el cuartel. El revuelo fue de los grandes. Los oficiales hicieron frente a los obreros lanzándoles botellas y taburetes, retrocedieron, cerraron filas y dispararon sus revólveres. Se combatía en escaleras, pasillos y dormitorios. Borrachos y serenos luchaban a brazo partido. De las ventanas con los cristales rotos salían salvajes alaridos. Los atacantes eran pocos —uno contra cinco—, pero con sus callosas manazas zurraban de lo lindo a los señoritos Blanqui-amarillos. Acudieron refuerzos. Los oficiales saltaban por las ventanas. En varios lugares brotaron llamas; una nube de humo envolvió el cuartel.

Jansen corría por las desiertas y oscuras habitaciones del palacio. La resaca se abatía con ruidoso hervor sobre la terraza. Silbaba el viento, sacudiendo los marcos de las ventanas. Jansen llamaba a voces a madame Lamolle y, todo angustiado, aguzaba el oído, esperando oír su voz.

Bajó a las habitaciones de Garin, saltando los peldaños de cuatro en cuatro. Allí se oían disparos y gritos. Asomó al jardín interior. Estaba vacío, allí no había un alma. En el lado opuesto, alguien trataba de derribar, desde afuera, la puerta bajo el arco tapizado de hiedra. ¿Cómo había podido dormir tan profundamente? Lo despertó una bala que hizo añicos el cristal de su ventana. ¿Habría huido madame Lamolle? ¿Y si la habían matado?

Jansen abrió al azar una puerta. Entró. Cinco globos de azulenco cristal iluminaban mesas abarrotadas de extraños artefactos, bancos de mármol con aparatos de medición, barnizados cajoncillos y armaritos con lámparas catódicas y cables eléctricos y una escribanía atestada de diseños. Era aquello el gabinete de Garin. Sobre la alfombra vio Jansen un estrujado pañuelito. Lo levantó y percibió la fragancia de la esencia con que se perfumaba madame Lamolle. Entonces recordó que un pasadizo subterráneo llevaba del gabinete al ascensor del gran hiperboloide y que allí debía de haber una puerta secreta. ¡Claro, madame Lamolle habría corrido a la torre al sonar los primeros disparos! ¡Cómo no se le había ocurrido antes!

Jansen miró en torno, buscando la puerta secreta. Pero de súbito oyó tras la pared un estrépito de cristales rotos, pisadas y acuciantes voces. ¡Habían irrumpido en el palacio! ¿Por qué remolonearía madame Lamolle? Jansen se llegó de un salto a la puerta tallada de dos hojas y la cerró con llave. Empuñó el revólver. Todo el palacio parecía lleno de pasos, voces y gritos.

—¡Jansen!

Ante él se encontraba madame Lamolle. Sus labios, lívidos, se movieron, pero el capitán no oyó lo que decían. La miró, jadeando pesadamente.

—¡Estamos perdidos, Jansen, estamos perdidos! —exclamó ella.

Llevaba un vestido negro. Apretaba contra el pedio sus finas manos. Sus ojos, inquietos, llenos de zozobra, parecían un alborotado lago de azules aguas. Dijo:

—El ascensor del gran hiperboloide no funciona; alguien lo ha subido. Por la torre anda alguien. Han trepado por las vigas. Estoy segura de que ha sido cosa de Gúsiev, del chiquillo ese…

Haciendo crujir sus dedos, Zoya miró hacia la puerta tallada. Sus cejas se fruncieron. Un numeroso grupo de hombres pasó en loca carrera ante la puerta. Sonó un salvaje alarido. Se oyeron un ruido de lucha y precipitados disparos. Madame Lamolle se sentó impetuosa a la mesa y conectó el interruptor: zumbó suave la dínamo y se encendieron con lilácea luz las periformes lámparas. Tecleó la llave, enviando señales al espacio.

—¡Garin, estamos perdidos… Garin, estarnos perdidos…! —dijo Zoya, inclinándose hacia la red metálica del micrófono.

Al instante crujió la puerta tallada, golpeada por puños y pies.

—¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta! —gritaron unas voces.

Madame Lamolle agarró a Jansen del brazo, tiró de él hacia la pared y apretó con el pie una de las molduras, junto al piso mismo. Un zócalo revestido de estofa se hundió entre dos columnas sin hacer ningún ruido. Madame Lamolle y Jansen se deslizaron por la puerta secreta al pasadizo subterráneo. Después, el zócalo volvió a su sitio.

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