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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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Era el cuerpo de Iván Gúsiev. El chico había perecido la víspera, durante el combate contra el “Arizona”. Trepando como un gato por las traviesas metálicas de la torre, llegó arriba, con el gran hiperboloide y se puso a buscar el “Arizona” entre las enormes olas.

La aguja de fuego que partió en respuesta del “Arizona” danzaba por la isla, incendiando los edificios, cortando los postes de los faroles y los árboles. “Víbora”, susurró Iván, moviendo el cañón del aparato, para lo que, lo mismo que cuando estudiaba con Tarashkin las primeras letras, se ayudaba sacando la lengua.

El chico logró captar en el visor el “Arizona” y proyectó el rayo en el agua, ya junto a la proa, ya junto a la popa de la embarcación, cada vez más cerca de ella. Estorbaban las nubes de humo de los depósitos de petróleo en llamas. De pronto, el rayo del “Arizona” se convirtió en una cegadora estrella, que, brillante, hirió en los ojos a Iván. Atravesado de parte a parte por el rayo, el chico se desplomó sobre el gran hiperboloide…

—Descansa en paz, Iván, has muerto como un héroe —dijo Shelgá, y, arrodillándose junto al cadáver, levantó la punta de la bandera y besó al chico en la frente.

La orquesta tocó la Internacional, y doscientas voces cantaron el himno.

Poco después, de entre las nubes de negro humo se elevó un poderoso bimotor. Tomando altura, torció hacia el oeste…

125

—Todas sus órdenes han sido cumplidas, señor dictador…

Garin cerró con llave la puerta, se acercó a la plana librería y pasó la mano por la pared a la derecha del mueble. El secretario dijo, sonriendo torcidamente:

—El resorte de la puerta secreta está a la izquierda, señor dictador…

Garin le lanzó una rápida y extraña mirada. Apretó el resorte, y la librería se desplazó sin hacer ruido, dando acceso al estrecho pasadizo que llevaba a las habitaciones secretas del palacio.

—Tenga la bondad —dijo Garin, invitando al secretario a entrar el primero.

El secretario se puso lívido. Con fría cortesía, Garin levantó el hiperboloide de bolsillo a la altura de su frente y le dijo:

—Sería insensato desobedecer, señor secretario…

126

La puerta del camarote del capitán estaba abierta de par en par. Jansen yacía en la litera.

El yate apenas si se movía. En medio del silencio se oía el romper de las olas contra el casco de la embarcación.

El deseo de Jansen se había cumplido: de nuevo se veía en medio del océano, a solas con madame Lamolle. El marino sabía que estaba muriendo. Había luchado contra la muerte durante varios días —tenía una herida con orificio de entrada y de salida en el vientre— y por fin quedó rendido. Miraba las estrellas por la abierta puerta, que dejaba llegar a él el viento de la eternidad. No sentía ya ningún deseo ni temor, imbuido de la importancia del paso a la quietud eterna.

Entró, apareciendo como una sombra sobre el fondo de las estrellas, madame Lamolle. Se inclinó sobre él. Le preguntó con un susurro cómo se sentía. Jansen respondió moviendo los párpados, y ella comprendió que había querido decir: “Soy feliz, tú estás conmigo”. Luego, su pecho subió y bajó convulso repetidas veces, respirando con ansia, y Zoya se sentó a su lado. Se veía que tristes pensamientos bullían en su cabeza.

—Amigo, mi único amigo —dijo Zoya con serena desesperación—. Es usted el único que me ha amado, el único que me ha querido de verdad. Si usted se muere… ¡Qué frío, qué frío…!

Jansen no respondió; dio a entender, moviendo los párpados, que sí, efectivamente sentía frío. Zoya vio que su nariz adquiría un perfil más acusado y sus labios esbozaban una débil sonrisa: El rostro del capitán, poco antes tan lozano y sonrosado, parecía de cera. Zoya esperó unos minutos y luego rozó con sus labios la mano del marino. Pero él no había muerto aún. Abrió lentamente los ojos, despego los labios, y a Zoya le pareció que había dicho: “¡Qué bien…!”

Después, el semblante de Jansen quedó rígido. Zoya volvió la cabeza y, lenta, corrió las azules cortinas.

127

El secretario, el hombre más elegante de los Estados Unidos, yacía de bruces, con sus rígidos dedos hincados en la alfombra: había muerto instantáneamente, sin proferir ni un grito. Garin, mordiéndose sus trémulos labios, se guardó pausado en el bolsillo de la chaqueta el revólver-hiperboloide. Después se acercó a una baja puerta de acero. Hizo girar el disco de bronce, combinando letras de un modo que sólo él conocía, y la puerta se abrió. Entró en una cámara de hormigón armado, sin ventanas.

Era aquello la caja fuerte privada del dictador. En vez de oro o documentos había allí algo que para Garin tenía mucho más valor: el tercer doble de Garin, el emigrado ruso barón Korf, que se había vendido al ingeniero por una enorme suma. Al principio lo habían llevado de Europa, en secreto, a la Isla de Oro, y luego lo habían ocultado en las habitaciones secretas del palacio del dictador.

Korf estaba sentado en una mullida butaca tapizada de cuero, y sus pies descansaban en una dorada mesita en la que había fruteros y bomboneras (no se le permitía beber). En el suelo aparecían tirados unos libros: novelas policíacas inglesas. Aburrido, el barón escupía huesos de cereza a la pantalla circular de un aparato de televisión que se encontraba a unos tres metros de la butaca.

—Ya era hora —dijo, volviéndose perezosamente hacia Garin—. ¿En dónde diablos ha estado metido usted…? Oiga, ¿piensa tenerme mucho tiempo en este sótano? Le juro que prefiero pasar hambre en París…

Por toda respuesta, Garin se arrancó la banda y se quitó el frac con todas las insignias y órdenes.

—Desnúdese.

—¿Para qué? —preguntó algo intrigado el barón.

—Déme su ropa.

—¿Qué ocurre?

—Y su pasaporte, toda su documentación… ¿Dónde tiene la navaja de afeitar?

Garin se acercó al tocador. Sin enjabonarse, haciendo muecas de dolor, se afeitó rápidamente el bigote y la barba.

—Por cierto, en la habitación de al lado hay un hombre tendido en el suelo. Recuerde que es su secretario particular. Cuando adviertan su ausencia, diga que lo ha enviado usted a cumplir una misión secreta… ¿Comprende?

—Yo pregunto qué ocurre —vociferó el barón, cazando al vuelo los pantalones de Garin.

—Yo saldré por el pasadizo secreto, al parque, donde me espera el coche. Usted oculte al secretario en la chimenea y pase a mi despacho. Inmediatamente llame a Rolling por teléfono. Confío en que recordará bien todo el mecanismo de mi dictadura. Primero yo, después mi primer ayudante, el jefe de la policía secreta, luego mi segundo ayudante, el jefe de la sección de propaganda, luego mi tercer ayudante, el jefe de la sección de provocación. Por último, el consejo secreto de los trescientos, encabezado por Rolling. Si usted no se ha convertido definitivamente en un idiota, debe saberse todo esto al dedillo… ¡Quítese los pantalones, así lo trague el infierno! Dígale a Rolling que usted, es decir, Piotr Garin, se pone al frente de la policía y de las tropas. Tendrá usted que combatir muy en serio, querido amigo.

—Perdone, pero ¿y si Rolling adivina por la voz que yo no soy usted…?

—En fin de cuentas, a ellos les importa eso un comino… Lo que les hace falta es que haya un dictador…

—Perdone, entonces ¿a partir de este minuto me convierto en Piotr Petróvich Garin?

—Que tenga usted suerte. Le deseo que la goce ejerciendo el poder. En mi escribanía encontrará las instrucciones para todo… Yo me evaporo…

Lo mismo que antes al espejo, Garin hizo un guiño a su doble y se ocultó tras la puerta.

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