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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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Esta era toda su música, toda su danza.

Al final un hombre se levanto de un salto y se dirigió hacia el centro del anillo. Llevaba el torso desnudo, y tenía pintadas rayas negras en sus brazos y piernas; el pelo era una nube negra que enmarcaba su cara. El ritmo se aligeró, disminuyo, se extinguió. Se hizo silencio.

—El heraldo que vino del norte nos ha traído la noticia de que los gaales siguen el sendero de la costa y vienen en gran número. Han llegado a Tlokna. ¿Habéis oído esto? Un rumor de asentimiento.

—Y ahora escuchad al hombre que ha convocado este Golpeteo de Piedras —dijo el heraldo-hechicero.

Wold se levantó con dificultad. Se quedó de pie en su sitio, su mirada fija hacia adelante, macizo, cicatrizado, inmóvil, una anciana figura de hombre.

—Un lejosnato ha venido a mi tienda —declaró al final con su voz profunda, debilitada por los años— Es el jefe de los de Landin, Dijo que los lejosnatos han crecido poco y pidió la ayuda de los hombres.

Surgió un rumor de todos los cabezas de clanes y de familias, que siguieron sentados inmóviles, con las rodillas contra el mentón, en el círculo. Y sobre el círculo, sobre los puntiagudos tejados de madera que había encima de ellos, levantándose muy altos hacia la luz dorada y fría, un ave blanca giró, anunciadora del Invierno.

—Este lejosnato dijo que la Marcha hacia el Sur no se hace por clanes y tribus, sino que todos juntos forman una horda; son muchos miles dirigidos por un gran jefe.

—Y ¿cómo lo sabe él? —preguntó alguien con voz ronca. El protocolo no era muy estricto en los Golpeteos de Piedras de Tevar, ya que Tevar no había sido nunca gobernada por sus hechiceros como otras tribus.

—Dijo que los gaales sitian las Ciudades de Invierno y se apoderan de ellas. Aseguró que al menos eso le había ocurrido a Tlokna. El lejosnato dice que los guerreros de Tevar deben unirse a los de Landin y con los hombres de Pernmek y Allakskat ir hasta el norte de nuestros terrenos de caza y desviar la Marcha hacia el Sur en dirección al Sendero de las Montañas. Estas cosas dijo, y yo las oí. ¿Habéis oído?

El asentimiento fue desigual y turbulento, y un jefe de clan se puso de pie en seguida.

—¡Mayor! De tu boca hemos oído siempre la verdad. Pero, ¿cuándo dijo la verdad un lejosnato? ¿Cuándo han escuchado los hombres a los lejosnatos? Yo no oí nada de lo que ese lejosnato dijo. ¿Y qué si su ciudad perece en la Marcha hacia el Sur? Allí no viven hombres. Que perezcan y entonces los hombres podremos apoderarnos de sus tierras.

El orador Walmek, era un hombre alto y oscuro de mucha verborrea. A Wold nunca le había sido simpático, y el disgusto influyó en su réplica:

—Ya he oído a Walmek. Y no por primera vez. ¿Son los lejosnatos hombres o no lo son? ¡Quién sabe! Puede que bajaran del cielo como dice la leyenda. Puede que no. Nadie bajó del cielo este Año… Se parecen a los hombres, luchan como los hombres. Sus mujeres son como las mujeres, ¡eso puedo asegurarlo! Tienen alguna sabiduría. Es mejor escucharles.

Su referencia a las mujeres lejosnatas hizo que todos ellos hicieran muecas mientras permanecían sentados en su círculo solemne; pero él se arrepintió de haberlo dicho. Era estúpido recordarles sus antiguos lazos con los forasteros. Y era una equivocación… Ella había sido su esposa, al fin, y al cabo…

Se sentó, confundido, dando a entender que no hablaría más.

Algunos de los otros hombres, sin embargo, se sintieron lo suficientemente impresionados por la noticia traída por el heraldo, y la advertencia de Agat, para discutir con aquellos que no hacían caso o desconfiaban de las noticias. Uno de los hijos primaveranatos de Wold, el llamado Umaksuman, al que le gustaban las incursiones y las correrías, habló claramente en favor del plan de Agat de marchar hacia los límites.

—Es un truco para sacar de aquí a nuestros hombres y alejarlos al norte de los terrenos de pastos, para que los sorprendan las primeras nieves, mientras que los lejosnatos nos roban nuestros rebaños y mujeres y se aprovechan de nuestros graneros. Ellos no son hombres. ¡No hay nada bueno en ellos! —despotricó Walmek, quien rara vez había encontrado un tema tan bueno para hablar pestes.

—Eso es lo que siempre han querido, ¡nuestras mujeres! No me extraña que ellos sean cada vez menos y se estén extinguiendo. Todo lo que traen al mundo son monstruos. Quieren nuestras mujeres para tener hijos humanos que puedan considerar suyos —esta vez quien habló fue un joven cabeza de familia, que estaba muy excitado.

—¡Aagh! —refunfuñó Wold ante esta mezcolanza de creencias erróneas; pero permaneció sentado y dejó que Umaksuman replicara a aquel individuo.

—¿Y qué si el lejosnato dijo la verdad? —prosiguió Umaksuman—. ¿Y qué pasará si todos los gaales invaden nuestras tierras, y vienen por miles? ¿Estamos listos para combatir con ellos?

—Pero las murallas aún no han sido acabadas, las puertas no han sido levantadas, la última cosecha aún no ha sido almacenada —objetó un anciano. Esto, más que la desconfianza hacia los forasteros, era el meollo de la cuestión. Si los hombres capacitados marchaban hacia el norte, ¿podrían las mujeres, niños y ancianos terminar la obra de construcción de la Ciudad de Invierno antes de que el Invierno se les echara encima? Posiblemente no. Era correr un riesgo muy grande y sólo por lo que había dicho un lejosnato.

El propio Wold no había lomado una decisión, y trataba de atenerse a lo que decidieran los Mayores. A él le caía simpático el lejosnato Agat, y no creía que quisiera engañarles ni que fuera un embustero; pero era imposible asegurarlo. Si a veces ni siquiera se podía tener confianza en los propios hombres, que se portaban de modo hostil. No había manera de saberlo. Puede que fuera verdad que los gaales venían formando un ejército. Ciertamente el Invierno se acercaba. ¿Con cuál enemigo enfrentarse primero?

Los Mayores hicieron un movimiento de vaivén sin decidirse a nada; pero la facción de Umaksuman impuso sus puntos de vista, hasta lograr que se enviaran corredores a los dos territorios vecinos, Allakskat y Pernmek, para sondearlos sobre el proyecto de una defensa conjunta. Ésa fue la única decisión que tomaron; el hechicero soltó al huesudo hann que había traído para el caso de que se acordara ir a la guerra, y se debiera proceder al rito de su lapidación, y los Mayores se dispersaron.

Wold estaba sentado en su tienda con hombres de su linaje, ante un buen cuenco de bhan caliente, cuando afuera se produjo una conmoción. Umaksuman salió a ver que pasaba, gritó a todo el mundo que se fuese y volvió a entrar en la tienda detrás del lejosnato Agat,—Bienvenido, Alterra —dijo el anciano, y dirigiendo una mirada furtiva a sus dos nietos, añadió—: ¿Quiere sentarse con nosotros y comer?

Le gustaba escandalizar a la gente: siempre lo había hecho. Por eso en los viejos tiempos siempre se había escapado para irse con los lejosnatos. Y este gesto lo liberaba mentalmente de esa vaga vergüenza que sentía desde que habló ante los otros hombres de la chica lejosnata que ya hacía tantos años fue su esposa.

Agat tranquilo y grave como antes, aceptó y comió lo suficiente para demostrar que aceptaba la hospitalidad en serio; espero hasta que todos hubieran terminado de comer y la esposa de Ukwet hubo retirado los restos. Entonces dijo:

—Mayor, te escucho.

—No hay mucho que oír — replico Wold, que eructó—, Hemos enviado mensajeros a Pernmek y Allkskat. Pero hay pocos que estén por la guerra. Cada día hace más frío, y la segundad está detrás de las murallas, bajo los tejados. En los tiempos antiguos, nosotros no fuimos grandes caminantes, como lo fuisteis vosotros; pero sabemos como ha sido siempre la Manera del Hombre, y nos atenemos a ella.

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