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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—La Manera de vosotros es buena —contestó el lejosnato—, bastante buena, y quizá los gaales la han aprendido. En pasados Inviernos ustedes fueron más fuertes que los gaales porque los clanes de ustedes se unieron contra ellos. Ahora también los gaales han aprendido que la fuerza está en el número.

—Si es verdadera la noticia —terció Ukwet, que era uno de los nietos de Wold, aunque mayor que el hijo de Wold, Umaksuman.

Agat se lo quedo mirando en silencio. Ukwet volvió la cara ante aquella oscura mirada que se fijaba en él directamente.

—Si no es cierta, entonces, ¿por qué los gaales se están dirigiendo tan tarde hacia el sur? —preguntó Umaksuman—. ¿Qué les detiene? ¿Es que antes esperaban a que las cosechas estuvieran almacenadas?

—¿Quién sabe? —dijo Wold—. El Año pasado vinieron mucho antes de que saliera la Estrella de las Nieves, lo recuerdo. Pero ¿quién recuerda lo que pasó hace dos Años?

—Puede que sigan el Sendero de las Montañas —opinó el otro nieto—, y que no atraviesen para nada las tierras de Askatevar.

El mensajero dijo que se habían apoderado de Tlokna —terció Umaksuman con sequedad— y Tlokna está al norte de Tevar en el Sendero de la Costa. ¿Por qué no creer en esa noticia, por que esperamos para actuar?

—Porque los hombres que van a la guerra en Invierno no viven hasta la Primavera —refunfuño Wold.

—Pero si vienen…

—Si vienen, lucharemos.

Hubo una pequeña pausa. Agat esta vez no miró a ninguno de ellos, y mantuvo baja su mirada oscura, como un humano.

—La gente dice que los lejosnatos tienen poderes extraños —observó Ukwet con un dejo burlón, dándose cuenta de su triunfo—. Yo no se nada de eso, pues nací en las Tierras de Verano y nunca vi lejosnatos antes de esta fase lunar, y mucho menos me senté a comer con uno. Pero si son brujos y tienen tales poderes, ¿por qué necesitan nuestra ayuda contra los gaales?

—¡No quiero escucharte! —grito Wold, su rostro encendido y sus, ojos acuosos. Ukwet se abofeteó la cara. Furioso por esta insolencia hacia un huésped de su tienda, y por su propia confusión e indecisión que le hacían discutir contra ambas partes, Wold se sentó jadeante, mirando con ojos inflamados al joven, que mantenía oculta su cara.

—Yo hablo —dijo Wold al final, su voz aún fuerte y profunda, libre por un instante del tono cascado de la ancianidad—. Yo hablo: ¡Escuchad! Irán mensajeros por el Sendero de la Costa hasta que encuentren la Marcha hacia el Sur, Y tras ellos, a dos días de marcha, pero no más allá del límite de nuestro territorio, los seguirán guerreros, todos los hombres nacidos entre Mediados de Primavera y el Barbechado de Verano. Si los gaales vienen en gran número, los guerreros los rechazarán hacía el este en dirección a las montañas; si no, volverán a Tevar.

Umaksuman rió estentóreamente y declaró:

—Mayor, ¡ningún hombre es capaz de dirigirnos más que tú!

Wold refunfuñó, eructó y se acomodó.

— Pero tú conducirás a los guerreros —dijo a Umaksuman con hosquedad.

Agat, que no había hablado durante un rato, manifestó con su modo tranquilo:

—Mi pueblo puede enviar trescientos cincuenta hombres, iremos por la antigua carretera de la playa, y nos reuniremos con vuestros hombres en el limite de Askatevar.

Se levantó y alargó su mano. Enfurruñado por haber sido arrastrado a este compromiso, y aún conmovido por sus emociones, Wold no le hizo caso.

Umaksuman se levantó con gran rapidez, y apoyó su mano contra la del lejosnato. Estuvieron así por un momento a la luz del fuego como el día y la noche. Agat oscuro y sombrío. Umaksuman de piel blanca y ojos claros, radiante.

La decisión estaba tomada, y Wold sabía que podía imponérsela a los otros Mayores. Sabía también que era la última decisión que tomaría. Él podía enviarlos a la guerra, pero Umaksuman volvería, como jefe de los guerreros, y por lo tanto el dirigente más fuerte de los Hombres de Askatevar. El acto que acababa de realizar Wold era su propia abdicación, Umaksuman sería el jefe joven. El cerraría el círculo del Golpeteo de Piedras, él dirigiría a los cazadores en Invierno, las correrías en Primavera, los grandes vagabundos de los largos días de Verano. Su Año estaba justamente empezando…

—¡Vamos! —refunfuñó Wold a todos—. Convoca el Golpeteo de Piedras para mañana, Umaksuman. Di al hechicero que ate un hann a una estaca, un hann que sea g ordo y que tenga un poco de sangre.

No quiso hablar a Agat. Todos se marcharon, todos los jóvenes altos. El se sentó en cuclillas sobre sus rígidas corvas junto a su fuego, mirando fijamente a las llamas amarillas como si fueran el corazón de una perdida brillantez, el calor irrecuperable de un Verano.

5. Crepúsculo en los bosques

El lejosnato salió de la tienda de Umaksuman y permaneció un minuto hablando con el joven jefe, los dos mirando hacia el norte, semicerrando los ojos ante el azote del viento. Agat movió su mano extendiéndola como si hablara de las montañas. Un ramalazo de viento llevó una o dos palabras de las que estaba diciendo hasta Rolery, que se hallaba, observándoles, en el sendero que subía hacia la puerta de la ciudad. Cuando ella lo oyó hablar, un temblor le sacudió todo el cuerpo, un ligero temor, una flojedad recorrió sus venas, haciéndole recordar cómo aquella voz había hablado en su mente, en su carne, cuando él la llamó.

Tras ello, como un eco distorsionado en su memoria, vino la seca voz de mando como una bofetada, cuando en el sendero del bosque él se volvió hacia ella, diciéndole que se fuera, que escapara de él.

De repente ella soltó las cestas que llevaba. Hoy se estaban mudando de las tiendas rojas de su infancia nómada a la madriguera de tejados picudos, salas subterráneas, túneles y callejuelas de la Ciudad de Invierno, y todas sus primas, hermanas, tías y sobrinas, se apresuraban gritando, subían y bajaban por los senderos, y entraban y salían de tiendas y puertas con pieles y cajas, y ramas que desgarraban sus vestidos y se enredaban en su capucha. Dejó las cestas junto al sendero, y empezó a caminar hacia el bosque.

—¡Rolery! ¡Rolery! —vociferaron chillonas las voces que siempre estaban gritando tras ella, acusándola, llamándola.

Siguió su camino sin volverse. Tan pronto como pudo internarse en el bosque, echó a correr. Cuando todas las voces dejaron de oírse en el silencio de aquel bosque lleno de los susurros y gemidos de los árboles agitados por el viento, y nada le hizo recordar el campamento de los suyos excepto un débil y acre olor a humo de leña quemada que traía el aire, ella aminoró el paso. En algunos tramos, grandes troncos caídos obstaculizaban el sendero y había que pasar por encima o por debajo de ellos. Las rígidas ramas secas desgarraban su vestido, tirando de su capucha. El bosque no era un lugar seguro con este viento, y en aquel preciso instante, en algún lugar cercano a la cumbre, oyó el crujido de un árbol que se desplomaba ante el empuje del viento. Pero no le importó. Tenía ganas de volver otra vez a aquellas grises arenas y quedarse allí quieta, completamente quieta, para ver la espumosa muralla de nueve metros de agua cayendo sobre ella… Y tan de improviso como se había puesto en marcha, se detuvo, y se quedó de pie en el sendero iluminado por el crepúsculo.

El viento sopló, cesó de soplar y volvió a ráfagas. Un cielo calinoso se contorneo y abatió sobre la red de ramas sin hojas. Ya casi reinaba la oscuridad. La rabia y la determinación la habían dejado agotada; ahora sentía una especie de temeroso estupor y encorvaba los hombros contra el viento. Algo blanco cruzó vertiginosamente ante ella. Soltó un grito, pero no se movió. De nuevo aquel movimiento blanco paso ante sus ojos, y luego se detuvo de repente por encima de ella en una rama tronchada: una gran ave o animal alado, completamente blanco, con labios cortos y ganchudos que se abrían y cerraban, y ojos fijos plateados. Agarrándose a la rama con cuatro garras desnudas, aquel bicho se la quedó mirando, y ella se irguió, ambos sin moverse. Los ojos plateados no parpadearon. De pronto unas grandes alas blancas se abrieron, más anchas que la altura de un hombre, y se agitaron entre las ramas, rompiéndolas. Aquel bicho aleteó y gritó, y luego, aprovechando una ráfaga de viento, se echó a volar alejándose pesadamente entre las ramas y las rápidas nubes.

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