—Hasta que nos veamos en el norte —añadió, subiéndose el cuello de piel para protegerse del extraño y frío contacto de los diminutos copos, y partiendo por el sendero que llevaba a Landin.
Ya medio kilómetro dentro del bosque, vio el tenue sendero lateral que llevaba al refugio de cazadores, y al pasar por él sintió como si por sus venas pasara fuego líquido. «¡Vamos, vamos!», se dijo a sí mismo, impaciente por sus repetidas faltas de autocontrol. Había estado meditando en los pocos ratos que había tenido para pensar en el día de hoy, y dejar las cosas en su punto. La pasada noche, había sido la pasada noche. Muy bien, había sido eso y nada más. Aparte del hecho de que ella era, al fin y al cabo, una hilfa, y él era un ser humano, no había futuro en aquello, y era un disparate se mirara como se mirase. Desde que él había visto su cara en los negros escalones por encima de la marea, había pensado en ella y deseado verla, como un adolescente haciendo el tonto detrás de su primera chica; y si había algo que él odiara era la estupidez, la obstinada estupidez de una pasión incontrolada. Ello llevaba ciegamente a los hombres a correr riesgos, a jugarse cosas verdaderamente importantes por un momento de lujuria, a perder el control sobre sus actos. Por ello, para conservar el dominio de sí mismo, había ido con ella la pasada noche y había sido lo más sensato que pudo. Y se dijo a sí mismo una vez más, mientras caminaba deprisa con la cabeza alta y la escasa nieve que caía danzaba alrededor de él: esta noche la volveré a ver, por la misma razón. Ante este solo pensamiento, un flujo caliente y un doloroso goce corrieron por todo su cuerpo y mente; pero él no le hizo caso. Mañana tenía que partir hacia el norte, y si regresaba, habría tiempo suficiente para explicar a la chica que no habría más tales noches, no más acostarse juntos sobre su capa de piel en aquel refugio del corazón del bosque, con la luz de las estrellas sobre ellos, y el frío y el gran silencio alrededor… No, no más… La absoluta felicidad que ella le había dado le vino como una marea, ahogó todo pensamiento. Él cesó de decirse cosas. Anduvo deprisa con sus largas zancadas en la oscuridad cada vez más densa del bosque, y, mientras caminaba, canturreó en voz baja, sin saber que lo hacía, una vieja canción de amor de su raza exiliada.
La nieve apenas si podía atravesar las ramas. Ahora oscurecía muy pronto, pensó mientras se aproximaba al sitio donde el sendero se bifurcaba, y ésta fue la última cosa que pensó, cuando algo sujetó su tobillo a mitad de una zancada y le hizo caer hacia adelante. Aterrizó sobre sus manos y ya estaba medio incorporado cuando una sombra a su izquierda se convirtió en un hombre, que en la oscuridad pareció de un blanco plateado, y que le golpeó antes de que pudiera incorporarse del todo. Confuso por el zumbido de sus oídos, Agat forcejeó para librarse de algo que le sujetaba, y de nuevo trató de levantarse. Le pareció haber perdido la orientación y no comprendió que pasaba, aunque tuvo la impresión de que eso había ocurrido antes, y también de que no ocurría realmente. Había varios hombres de aspecto plateado con bandas en sus piernas y brazos, y lo sujetaron por los brazos mientras otro se acercó y le pegó con algo en la boca. Sintió dolor, la oscuridad estaba llena de dolor y rabia. Con un furioso y hábil tirón de todo su cuerpo, se libró de los hombres plateados, dándole a uno un puñetazo bajo la barbilla y haciéndole retroceder; pero eran muchos y no pudo librarse una segunda vez. Lo golpearon, y cuando él ocultó su rostro entre los brazos contra el barro del sendero, ellos le propinaron puntapiés en sus costados. Se apretó contra el bendito barro que no le hacía daño, tratando de esconderse, y oyó que alguien jadeaba de modo muy extraño. A través de aquel ruido oyó también la voz de Umaksuman. Así pues, también él… Pero eso no le importó, con tal de que ellos se fueran, que le dejaran tranquilo. Estaba oscureciendo muy pronto.
Había anochecido; reinaba una oscuridad completa. Trató de moverse arrastrándose. Quería llegar a su casa, ir con los suyos, quienes lo ayudarían. Estaba tan oscuro que ni podía ver sus manos. Silenciosa e invisible en la absoluta negrura, la nieve cayó sobre él y alrededor de él en el barro y el moho de las hojas. Quiso dirigirse a su casa; sentía mucho frío. Trató de levantarse, aunque para él no había este ni oeste, y sintiéndose enfermo de dolor apoyó su cabeza sobre su brazo.
—¡Venid a buscarme! —trató de decir en el lenguaje mental de Alterra; pero era difícil llamar desde tan lejos en la oscuridad. Era más fácil seguir echado aquí. Nada podía ser más fácil.
En una alta casa de piedra, en Landin, junto a un fuego de leños. Alla Pasfal alzó de pronto su cabeza de libro queestaba leyendo. Tuvo la clara impresión de que Jakob Agat le estaba enviando un mensaje; pero no vino ningún mensaje. Era extraño. Había demasiados subproductos y efectos secundarios, extraños e inexplicables, en este lenguaje mental; en Landin había muchas personas que nunca lo habían aprendido, y los que lo hicieron lo empleaban lo menos posible. Allá en la colonia dé Atlantika estaban más acostumbrados a él. Ella misma era una refugiada procedente de Atlantika y recordaba cómo en el terrible Invierno de su infancia estuvo siempre hablando mentalmente con los otros. Y después de que su padre y su madre perecieran de hambre, durante toda una fase lunar, una y otra vez sintió cómo ellos le enviaban, notaba su presencia en su mente; pero no había ningún mensaje, ni una palabra, silencio.
—¡Jakob! —exclamó ella con voz fuerte; pero no vino repuesta.
Al mismo tiempo, en la Armería, comprobando una vez más los pertrechos de la expedición, Huru Pilotson cedió repentinamente a la inquietud que había estado sintiendo todo el día, y ya no se pudo contener:
—Pero ¿qué demonios se cree Agat que está haciendo?
—Va a llegar muy tarde —dijo uno de los hombres de laArmería—. ¿Otra vez ha ido a Tevar?
—A estrechar relaciones con los caras pálidas —repuso Pilotson, soltando una risa sin gracia, para decir luego burlonamente—: Está bien, sigamos, veamos las parkas.
Al mismo tiempo, en una habitación cuyas paredes tenían paneles de una madera parecida a un marfil satinado, Seiko Esmit empezó a llorar en silencio, retorciéndose las manos, y no queriendo enviar a él, no hablarle, ni siquiera susurrar su nombre:
—¡Jakob!
En aquel preciso instante la mente de Rolery permaneció totalmente en blanco durante un momento. Ella se limitó a sentarse en cuclillas, inmóvil, allí donde estaba.
Se encontraba en el refugio de los cazadores. Ella había creído que entre toda la confusión de la mudanza desde las tiendas hasta las madrigueras de sus parientes en la ciudad, su ausencia y su regreso tan tarde no habían sido observados la pasada noche. Pero hoy era diferente; el orden había sido restablecido y su marcha no sería inadvertida. Así que se fue a plena luz del día como hacía a menudo, confiando en que nadie se fijara de modo especial en ello; había dado una gran vuelta hasta llegar al refugio, se acurrucó allí en sus pieles y esperó a que oscureciera y a que viniera él. La nieve había empezado a caer, y el contemplarla la puso soñolienta, se preguntó qué haría ella mañana. Porque él se habría ido. Y todos los de su clan habrían advertido que ella había estado fuera toda la noche. Eso sería mañana y ya sabría cuidar de sí misma. Pero ahora era esta noche, esta noche… Y empezó a dar cabezadas hasta que de repente se despertó con un gran sobresalto, y permaneció allí en cuclillas un rato, con su mente en blanco, vacía de ideas.
De pronto se levantó, y con pedernal y yesca encendió el farol-cesta que había traído consigo. Gracias a su ligero resplandor ella se encaminó colina abajo hasta llegar al sendero, entonces vaciló, y se dirigió hacia el oeste. En una ocasión se detuvo y dijo: «Alterra», en un susurro. El bosque estaba completamente tranquilo en la noche. Ella prosiguió hasta que encontró a él tendido en el sendero.
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