La nieve, que ahora caía más copiosamente, listaba el débil y pequeño resplandor del farol, y se pegaba al suelo en vez de derretirse, y ya había espolvoreado de blanco su rasgada chaqueta e incluso su cabello. La mano de él, que fue lo primero que ella tocó, estaba fría y ella creyó que él estaba muerto. Se sentó sobre el barro húmedo rodeado de nieve, al lado de Agat, y puso la cabeza de él sobre sus rodillas.
Él se movió y soltó una especie de lloriqueo, y al oírlo Rolery volvió en sí misma. Cesó en su tonto gesto de alisarle la nieve de su cabello, y se quedó muy atenta durante un minuto. Luego volvió a dejar a él en el suelo, se levantó, y automáticamente trató de quitarse la sangre pegajosa de su mano izquierda, y con la ayuda del farol empezó a mirar alrededor del sendero como buscando algo. Halló lo que necesitaba y se puso a trabajar.
Los rayos de un sol suave y débil entraban oblicuamente en la habitación. En aquel ambiente cálido costaba trabajo despertarse, y él siguió sumido en un profundo sueño, como si se hubiera sumergido en un lago profundo. Pero la luz siempre lo despertaba, y finalmente se despertó, viendo las altas y grises paredes que le rodeaban y los sesgados rayos del sol que atravesaban los cristales.
Se estuvo quieto mientras aquel dardo de luz dorada y acuosa se desvanecía y regresaba, resbalaba del suelo y jugaba en la pared opuesta, elevándose y enrojeciéndose. Entró Alla Pasfal, y al ver que él estaba despierto hizo una seña a alguien que estaba tras ella para que se quedara fuera. Ella cerró la puerta, entró y se arrodilló junto a él. Las casas alterranas estaban muy escasamente amuebladas. Sus moradores dormían en jergones o en el suelo alfombrado y utilizaban como sillas un delgado cojín. Alla se arrodilló, y se quedó mirando a Agat, con su cara demacrada y negruzca iluminada por el dardo rojizo del sol. No hubo piedad en su cara mientras lo miraba. Había sufrido demasiado, desde que era muy joven, para sentir compasión o dejar que los escrúpulos surgieran de lo más profundo de su ser, y ahora, ya bastante mayor de edad, era implacable. Movió su cabeza de un lado a otro, mientras decía suavemente:
—Jakob…, ¿qué has hecho?
Él notó que le dolía la cabeza cuando trató de hablar, y como no sabía qué contestar, se estuvo quieto.
—¿Qué has hecho?
—¿Cómo he vuelto a casa? —preguntó al final, costándole tanto formar las palabras con su boca magullada, que ella alzó su mano indicándole que se callara.
—¿Quieres saber cómo has llegado hasta aquí? Ella te trajo. Esa chica hilfa. Hizo una especie de parihuelas con unas ramas y sus prendas de piel, haciéndote rodar te subió a ellas, y luego te subió arrastrando hasta la loma y te bajó hasta llegar a la Puerta de Tierra. De noche y entre la nieve. Ella no traía puestos más que sus calzones, pues hasta hizo tiras su túnica para atarte. Esas hilfas son más duras que el cuero con que se visten. Dijo que la nieve le había facilitado el arrastre… Ya no queda nieve. Eso fue anteanoche. Pensándolo bien, has tenido un buen descanso.
Le llenó un vaso de agua de una jarra que había sobre una bandeja allí al lado, y le ayudó a beber. Tan cerca de él, su rostro parecía más viejo, delicado por la edad. Y le dijo con lenguaje mental, de modo increíble: «¿Cómo pudiste hacer esto? ¡Tu siempre fuiste un hombre orgulloso, Jakob!»
El le replicó del mismo modo, sin palabras: «No puedo pasar sin ella».
La anciana mujer pareció encogerse físicamente ante el sentido que él le daba a su pasión, y como en defensa propia habló en voz alta:
—Pero, ¡vaya momento que has escogido para un asunto amoroso, para un noviazgo! Cuando todo el mundo dependía de ti…
Él repitió lo que le había dicho antes, porque era la verdad y a ella podía decírsela. La anciana le replicó con dureza: «Pero tú no vas a casarte con esa chica, así que es mejor que te resignes a dejar de verla».
Él replicó tan sólo: «No».
Ella se sentó sobre sus talones durante un rato. Cuando su mente se abrió de nuevo a él, fue con mucha amargura. «Bueno, pues sigue adelante, ¿qué más da? Al punto que han llegado los acontecimientos, cualquier cosa que hagamos nosotros, solos o juntos, será una equivocación. No podemos hacer nada acertado o afortunado. Sólo podemos seguir suicidándonos, poco a poco, uno a uno. Hasta que todos hayamos desaparecido, hasta que Alterra deje de existir, y todos los exiliados estén muertos…Lilli…»
—Alla —le interrumpió él en voz alta, conmovido por su desesperación—, los hombres… ¿se fueron…?
—¿Qué hombres? ¿Nuestro ejército? —contestó ella con sarcasmo—. ¿Iban a dirigirse ayer hacia el norte sin ti?
—Pilotson…
—Si Pilotson los hubiera dirigido a alguna parte habría sido para atacar a Tevar. Para vengarte. Ayer estaba furioso —explicó Alla.
—¿Y ellos…?
—¿Los hilfos? Claro que no se han ido. Cuando se supo que la hija de Wold se acostaba con un lejosnato en el bosque, su facción quedó en ridículo y desacreditada, ¿no te das cuenta? Claro que es más fácil ver las cosas después de que han pasado; pero yo había creído…
—¡Por amor de Dios, Alla!
—Está bien, nadie fue al norte. Nos hemos quedado aquí sentados, esperando a que los gaales vengan cuando quieran.
Jakob Agat se quedó muy quieto, tratando de no hundirse en el vacío que había tras él. Era el real y vacío abismo de su propio orgullo, la arrogancia autoengañosa de la cual habían surgido todos sus actos: la mentira. Si él se precipitaba en ella, ¿qué importaba? Pero, ¿qué sería de la gente a la que él había traicionado?
Alla le habló al cabo de un rato: «Jakob, era una ligera esperanza, al fin y al cabo. Has hecho lo que pudiste. Los hombres y los que no son hombres no pueden trabajar juntos. Seiscientos años de los de nuestro planeta originario, llenos de fracasos, deberían decirte eso. Tu locura sólo ha sido para ellos el pretexto. Si no nos hubieran abandonado por esto, habrían encontrado pronto otra excusa para hacerlo. Son tan enemigos nuestros como los gaales o el Invierno. O el resto de este planeta que no nos quiere. No podemos hacer alianzas más que entre nosotros mismos. Estamos reducidos a valernos de nuestros propios medios. Nunca alargues tu mano a una criatura que pertenezca a este mundo».
Él apartó su mente de la de ella, incapaz de soportar su total desesperación. Trató de encerrarse en sí mismo, de apartarse, pero algo le preocupaba con insistencia, se arrastraba en su conciencia, hasta que de repente lo vio claro, y forcejeando para incorporarse balbuceó:
—¿Dónde está ella? ¿No la habréis mandado de nuevo con los suyos…?
Vestida con una blanca túnica alterrana, Rolery se sentó con las piernas cruzadas, un poco más allá de donde Alla había estado. Alla se había marchado; Rolery permaneció sentada allí, ocupada con algún trabajo, al parecer remendando una sandalia. No pareció haberse dado cuenta de que él le había hablado; quizás él había hablado sólo en sueños. Pero ella dijo finalmente con su voz ligera:
—Esa vieja te ha alterado. Pudo haber esperado. ¿Qué puedes hacer tú ahora? Creo que ninguno de ellos sabe dar seis pasos sin ti.
Los últimos reflejos rojos de la luz del sol la rodearon de una vaga aureola en la pared que había tras ella. Rolery estaba sentada con cara tranquila, con los ojos mirando hacia abajo, como siempre, absorta en el remiendo de la sandalia.
En su presencia él notó que se le aliviaban sus sentimientos de culpa y dolor, y tomaban la debida proporción. Con ella, se sentía dueño de sí mismo. Y pronunció su nombre en voz alta.
—¡Oh! ¡Duerme ahora! Te duele al hablar —le dijo con una chispa de su tímida burla.
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