Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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Las mujeres llegaron chillando de las habitaciones laterales, trayendo agarrados a sus críos otoñonatos.

—¡Los gaales! ¡Los gaales! —gritaron agudamente. Otras se mantuvieron tranquilas como convenía a mujeres de una gran casa, pusieron en orden aquel sitio, y se sentaron a esperar.

Ningún hombre vino a buscar a Wold.

Él sabía que ya no era un jefe; pero ¿es que ya no era un hombre? ¿Debía de quedarse con los bebés y las mujeres junto al fuego, en un agujero del suelo?

Había soportado la vergüenza pública; pero no podría soportar la pérdida de su propia estimación, y temblando un poco se levantó y empezó a buscar su chaqueta de cuero y su pesada lanza en su viejo cofre pintado, la lanza con la que había matado a un fantasma de las nieves con una sola mano, hacía ya mucho tiempo. Ahora se sentía rígido y pesado y todas las estaciones brillantes habían pasado desde entonces; pero él era el mismo hombre, el mismo que había matado con aquella lanza en la nieve de otro Invierno. ¿Es que no era el mismo hombre? No debían haberlo dejado aquí junto al fuego, cuando el enemigo venía.

Su loco mujerío empezó a soltar chillidos alrededor de él, y él se sintió a la vez harto y enfadado. Pero la vieja Kerly las echó a todas fuera, le volvió a entregar la lanza que una de ellas le había quitado y abrochó en su cuello la capa de piel de korio gris que le había hecho en Otoño. Quedaba una que sabía qué clase de hombre era él. Ella se lo quedó mirando en silencio, apenada y orgullosa, y él se dio cuenta de aquellos sentimientos, entonces caminó muy erguido. Una vieja malhumorada y un viejo chiflado, a los que sólo quedaba el orgullo. El trepó hasta salir al frío y brillante mediodía, oyendo más allá de las murallas los gritos de voces extranjeras.

Los hombres se habían reunido en la plaza-plataforma sobre el ahumador de la Casa de la Ausencia. Le dejaron paso cuando él apareció al final de la escalera. Estaba jadeando y temblando, así que al principio no pudo ver nada. Luego vio. Por un instante lo olvidó todo ante aquella vista increíble.

El valle que serpenteaba de norte a sur al pie de la colina de Tevar hasta el este del bosque estaba lleno como el río en tiempo de crecida, hormigueante, cubierto totalmente de gente. Aquella masa se dirigía hacia el sur. Un indolente, confuso y oscuro flujo, que se alargaba y contraía, que se detenía y ponía en marcha, con alaridos, gritos, llamadas, chirridos y crujidos de látigos, los broncos rebuznos de los hannes, los lloriqueos de bebés, el monótono cántico de los arrastradores de parihuelas; la nota de color de una rojiza tienda de fieltro enrollada, las ajorcas pintadas de una mujer, una pluma, una punta de lanza; el hedor, el ruido, el movimiento, siempre el movimiento hacia el sur, la Marcha hacia el Sur. Pero nunca en los tiempos pasados había habido una Marcha hacia el Sur como ésta, con tantos participantes a la vez. Hasta donde alcanzaba la vista, por el valle que se ensanchaba hacia el norte, seguían viniendo más, y detrás más, y tras éstos, otros todavía. Y éstos no eran más que las mujeres y los niños y el tren de equipaje… Al lado del lento torrente de personas, la Ciudad de Invierno de Tevar no era nada. Un guijarro al borde de un río desbordado.

Al principio Wold se sintió enfermo; luego cobró ánimos, y dijo:

—Esto es algo maravilloso.

Y lo era, esta emigración de todas las naciones del norte. Se alegraba de haberlo visto. El hombre que estaba a su lado, un Mayor, Anweld, del linaje de Siokman, se encogió de hombros y contestó tranquilo:

—Pero es nuestro fin.

—Si se detienen aquí.

—Esos no se detendrán. Pero los guerreros vienen detrás.

Eran tan fuertes, se sentían tan seguros por su número, de que sus guerreros venían detrás…

—Harían falta todas nuestras reservas y ganados para alimentar a ésos esta noche —prosiguió Anweld—. En cuanto éstos pasen, atacarán.

—Entonces manda a nuestras mujeres y nuestros niños a las colinas del oeste. Esta ciudad no es más que una trampa contra fuerza semejante.

—Escucho —dijo Anweld encogiéndose de hombros en señal de asentimiento.

—Pero date prisa, antes de que los gaales nos rodeen.

—Eso ya ha sido dicho y oído. Pero otros dicen que no podemos enviar a nuestras mujeres para que se defiendan solas, mientras nosotros nos quedamos al abrigo de las murallas.

—¡Pues entonces vayamos con ellas! —refunfuñó Wold—. ¿Es que los Hombres de Tevar no pueden decidir nada?

—No tienen jefe —repuso Anweld—. Siguieron a este o aquel y al final a nadie. —Decir más habría parecido reprochar a Wold y su linaje, sólo añadió—: Así que esperamos aquí a ser destruidos.

—Yo voy a mandar fuera a mi mujerío —dijo Wold, molesto por aquella fría desesperanza de Anweld, y se alejó del imponente espectáculo de la Marcha hacia el Sur, para bajar por la escalera e ir a decir a sus parientes que se salvaran mientras había una posibilidad. El pensaba irse con ellos, ya que era inútil luchar con tanta desventaja, y por lo menos algunos de los habitantes de Tevar debían de sobrevivir.

Pero los hombres más jóvenes de su clan no estuvieron de acuerdo y no obedecieron sus órdenes. Se quedarían y lucharían.

—Pero moriréis —les dijo Wold—, y vuestras mujeres y niños podrían escapar si no se quedan aquí con vosotros…

Su lengua se le había hinchado de nuevo, y ellos no quisieron esperar a que terminara de hablar.

—Derrotaremos a los gaales —declaró uno de los nietos—. ¡Somos guerreros!

—Tevar es una ciudad fuerte, Mayor —dijo otro, persuasivo, halagador—. Usted nos dijo que la construyéramos bien y nos enseñó cómo hacerlo.

—Es fuerte para resistir el Invierno —explicó Wold—; pero no contra diez mil guerreros. Yo preferiría que mis mujeres murieran de frío en las colinas desnudas, antes que vivieran como prostitutas y esclavas de los gaales.

Pero no le escucharon, sólo esperaban que terminara de hablar.

Salió de nuevo, pero estaba demasiado cansado para trepar por la escalera y subir de nuevo a la plataforma. Halló un lugar donde aguardar, apartado de la vía de entrada y salida de las estrechas callejuelas: un nicho junto a un contrafuerte de apoyo de la muralla del sur, no lejos de la puerta. Si él pudiera subir por aquel inclinado contrafuerte de ladrillos de adobe, podría echar un vistazo a la muralla y contemplar el paso de la Marcha hacia el Sur; cuando el viento se le metiera por debajo de la capa, él podría sentarse en cuclillas, su mentón contra las rodillas, y refugiarse en el ángulo. Por un rato el sol brilló sobre él, allá donde estaba. Se acurrucó al calor y no pensó mucho. Un par de veces alzó la mirada hacia el sol, el sol de Invierno, viejo, débil en su ancianidad.

Hierbas invernales, las plantas de corta vida que se apresuraban a florecer, y que medrarían entre las ventiscas hasta mediado el Invierno cuando la nieve ya no se derritiera y ya nada viviera excepto la hierba de las nieves, que carecía de raíces, y que comenzaba a crecer en el suelo pisoteado por debajo de la muralla. Siempre vivía algo, cada criatura aguardaba su tiempo a través del gran Año, floreciendo y muriendo para esperar otra vez.

Las largas horas pasaron.

Se oyeron llantos y gritos en la esquina noroeste de las murallas. Unos hombres pasaron corriendo por las vías de la ciudad, callejuelas lo bastante anchas para que pasara un solo hombre bajo los saledizos aleros. Luego el estruendo de gritos le vino a Wold por detrás, desde fuera de la puerta que había a su izquierda. La alta puerta corrediza de madera, que se elevaba desde dentro por medio de largas poleas, rechinó en su marco. La estaban golpeando con un ariete. Wold se levantó con dificultad; se había quedado tan incomodo sentado allá en el frío, que no se sentía las piernas. Se apoyó un minuto sobre su lanza, luego avanzó un paso apoyado contra el contrafuerte y esgrimió la lanza, no para arrojarla, sino para utilizarla en corto alcance.

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