Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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«Sería la primera vez —pensó Agat sardónicamente—que ellos aprendieran una idea de nosotros. En seguida a nosotros se nos pegarán los resfriados de ellos, y eso nos matará, y nuestras ideas puede que los maten a ellos…»

Había en él una profunda y casi total amargura inconsciente contra los tevaranos que le habían aplastado la cabeza y las costillas, y habían roto su acuerdo; y a los que ahora tenía que contemplar cómo los mataban en su estúpida y pequeña ciudad de adobe. Había sido impotente para luchar contra ellos, y ahora era casi impotente para luchar por ellos. Los detestaba por haberle impuesto tal impotencia.

En aquel momento (justo cuando Rolery iniciaba el regreso hacia Landin detrás de los rebaños), se oyó un roce entrelas hojas secas y polvorientas que había en un hueco detrás deél. Antes de que el sonido hubiera cesado, él ya tenia su lanzadardos cargado apuntando contra el hueco.

Los explosivos habían sido prohibidos por el Embargo Cultural, que se había convertido en la ética básica de losExiliados; pero algunas tribus nativas, en los primeros Años delucha, habían utilizado lanzas y dardos envenenados. Como ellos estaban libres de los tabúes, los doctores de Landín había desarrollado nuevos venenos efectivos que aún figuraban en el repertorio de caza y guerra. Había aturdidores, paralizadores, mortíferos lentos y rápidos; éste era letal y empleaba cinco segundos en convulsionar el sistema nervioso de un animal grande, como un gaal. El mecanismo de estelanzadardos era curioso y sencillo, y servía para hacer puntería hasta poco más de cincuenta metros.

—Sal —gritó Agat a quien estuviera en el silencioso y sus hinchados labios se alargaron en una mueca.

Considerando todo, estaba listo para matar a otro hilfo.

—¿Alterra?

Un hilfo se levantó hasta mostrar toda su estatura de entre los matorrales grises y secos del hueco, sus brazos, a los lados. Era Umaksuman.

—¡Demonios! —grito Agat, bajando su arma, aunque no del todo.

La violencia reprimida lo sacudió por un momento con un estremecimiento espasmódico.

—Alterra —dijo el tevarano con voz ronca—, en la tienda de mi padre éramos amigos.

—¿Y luego…, en el bosque?

El nativo permaneció de pie, silencioso. Era una figura alta y pesada, su pelo rubio sucio, su rostro demacrado por el hambre y el agotamiento.

—Oí tu voz, con la de los otros. Si querías vengar el honor de tu hermana, podíais haberlo hecho uno a uno.

El dedo de Agat seguía en el gatillo; pero cuando Umaksuman le contestó, su expresión cambió. El no había esperado una respuesta.

—Yo no estaba con los otros. Sólo los seguí, y los detuve. Hace cinco días maté a Ukwek, mi sobrino-hermano, que era el que los dirigía. He estado en las colinas desde entonces.

Agat desamartilló el arma y apartó la mirada.

—Ven aquí —le dijo al cabo de un rato.

Sólo entonces los dos se dieron cuenta de que habían estado de pie y hablando en voz alta en esta colina llena de exploradores gaales. Agat se rió silenciosamente mientras Umaksuman se deslizaba con él hacia la especie de nicho que había bajo el tronco.

—Amigo, enemigo, ¡qué demonios! —dijo—. Toma —y entregó al hilfo un pedazo grande de pan que sacó de su cartera—, Rolery es mi esposa desde hace tres días.

En silencio, Umaksuman tomó el pan, y se lo comió como un hambriento.

—Cuando nos silben desde allá arriba, a la izquierda, hemos de ir todos juntos, dirigiéndonos hacia aquella brecha en la muralla, en el ángulo norte, para emprender una rápida carrera a través de la ciudad, y recoger a todos los tevaranos que podamos. Los gaales nos están buscando por los pantanos, que es donde estuvimos esta mañana, y no aquí. Es la única vez que nos vamos a dirigir a la ciudad. ¿Quieres venir?

Umaksuman asintió.

—¿Estás armado?.

Umaksuman levantó su hacha. Uno al lado del otro, sin hablarse, se agacharon contemplando los tejados que ardían, los recovecos y señales de movimiento en las destrozadas callejuelas de la pequeña ciudad, desde la colina que las dominaba. Un cielo gris estaba poniendo término a la luz del sol; el humo era acre en el viento.

A su izquierda sonó un silbato agudo. Las laderas al oeste y al norte de Tevar brotaron a la vida con hombres, pequeñas figuras diseminadas que corrían agazapadas hacia el valle y cuesta arriba, juntándose para saltar sobre la muralla derruida y penetrar en las ruinas y la confusión de la ciudad.

Cuando los hombres de Landin se encontraron en la muralla, se reunieron formando patrullas de cinco a veinte hombres, y estas patrullas se mantuvieron unidas, bien para atacar a grupos de gaales saqueadores con lanzadardos, bolos y cuchillos, bien para recoger a todas las mujeres y niños tevaranos que encontraron, dirigiéndose a la puerta con ellos. Fueron tan rápidos y seguros como si hubieran ensayado la incursión; los gaales, ocupados en acabar con la última resistencia en la ciudad, fueron sorprendidos.

Agat y Umaksuman fueron juntos, y un grupo de ocho o diez se incorporó a ellos cuando cruzaban corriendo la Plaza del Golpeteo de Piedras, y luego bajaron por una callejuela-túnel hasta llegar a una plazoleta, e irrumpieron en una de las grandes Casas del linaje. Uno tras otro bajaron de un salto la escalera de tierra hasta el oscuro interior. Hombres de rostro blanco y plumas rojas enroscadas en su mechón de pelo se acercaron a gritos y esgrimiendo hachas, en defensa de su botín. El dardo del arma de Agat alcanzó de lleno la boca abierta de uno de ellos; vio cómo Umaksuman arrancaba el brazo de un gaal desde el hombro lo mismo que un leñador corta una rama de un árbol. Luego se hizo el silencio. Mujeres sentadas en cuclillas y sin atreverse a hablar en la semioscuridad. Un bebé lloriqueó.

—¡Venid con nosotros! —gritó Agat.

Algunas de las mujeres se dirigieron hacia él, pero al reconocerlo, se detuvieron.

Umaksuman sobresalió tras él en la pálida luz del portal, pesadamente cargado con un bulto que se había echado a la espalda.

—¡Venga, traed los niños! —exclamó enfurecido.

Y al sonido de su voz conocida, todas ellas se movieron. Agat las agrupó en las escaleras con sus hombres en fila para protegerlas, y luego dio una orden. Salieron de la Casa del Linaje y se dirigieron hacia la puerta. Ningún gaal detuvo en su carrera a aquel extraño grupo de mujeres, niños y hombres dirigidos por Agat, quien con un hacha gaal iba cubriendo a Umaksuman, el cual llevaba colgado de sus hombros un gran bulto, el viejo jefe, su padre, Wold.

Salieron por la puerta, sostuvieron una escaramuza con una tropa de gaales al pasar por el lugar donde antes se habían levantado las tiendas, y con otras patrullas de hombres de Landin que se retiraban y refugiados que llevaban por delante o los seguían por detrás, se dispersaron por el bosque. Toda la correría a través de Tevar había durado mas de cinco minutos.

No había seguridad en el bosque. Exploradores y soldados gaales merodeaban a lo largo del camino que llevaba a Landin. Los refugiados y sus salvadores se desplegaron hasta dispersarse de uno en uno o en pares, en dirección al sur, internándose en el bosque. Agat se quedó con Umaksuman, quien no podía defenderse al llevar a cuestas al anciano. Anduvieron con dificultad a través de los matorrales. Ningún enemigo les salió al encuentro entre las frondas grisáceas y los mogotes de tierra, los troncos caídos y la maraña de ramas secas y arbustos momificados. En alguna parte muy por detrás de ellos, una mujer gritó una y otra vez.

Necesitaron mucho tiempo para formar un semicírculo en direcciones sur y oeste a través del bosque, sobre las lomas, y luego de nuevo hacia el norte hasta llegar finalmente a Landin. Cuando Umaksuman ya no pudo seguir adelante, Wold caminó; pero sólo podía ir muy despacio. Cuando al final salieron de entre los árboles, vieron las luces de la Ciudad del Exilio centellear en la ventosa oscuridad por encima del mar. Medio arrastrando al anciano, bajaron con dificultad la ladera y llegaron a la Puerta de Tierra.

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