Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—No hay bastante agua, Mayor. Los gaales se vendrían a vivir a esta ciudad, y nosotros moriríamos en aquella roca.

Él pudo ver, más allá de los tejados de la Sala de la Liga, una parte de la calzada. La marea había subido. La marea había subido. Las olas relumbraban más allá del negro saliente del fuerte de la isla.

—Una casa construida sobre agua marina no es casa para hombres —dijo con voz fatigada—. Está demasiado cercana a tierra que hay bajo el mar… Y ahora escucha, había una cosa que yo quería decirle a Arilia…, a Agat. Aguarda. ¿Qué era? Lo he olvidado. No sigo el hilo de mis pensamientos…—Trató de recordar, pero no le vino nada a la memoria—. Bueno, no importa. Los pensamientos de los viejos son como polvo. Adiós, hija.

Prosiguió, cojeando y arrastrando los pies, pesado, y cruzó la Plaza hasta el Thiatr, donde ordenó a las jóvenes madres que reunieran a sus hijos y lo siguieran. Entonces dirigió su última expedición, un rebaño de mujeres acobardadas y de niños llorosos que le seguían, y los tres hombres jóvenes que él había escogido para que fueran con él, atravesando la vasta y vertiginosa carretera aérea hasta aquella casa negra y terrible.

Aquel lugar estaba silencioso y hacia frío dentro. En las altas bóvedas de las habitaciones no se oía nada más que el ruido del mar golpeando y bañando las rocas de más abajo. Sus gentes se amontonaron confusamente en una sola y gran habitación. Le hubiera gustado que la vieja Kerly estuviera allí, pues le habría servido de ayuda: pero ella yacía muerta en Tevar o en los bosques. Al final, dos mujeres valerosas consiguieron que las otras se pusieran a trabajar: hallaron grano para hacer gachas de harina de bhan, agua y leña para hacer hervir el agua. Cuando las mujeres y los niños de los lejosnatos vinieron con su guardia de diez hombres, las tevaranas les pudieron ofrecer comida caliente. Ahora había quinientas o seiscientas personas en el fuerte, por lo que éste estaba bastante lleno. El eco devolvía las voces; se veían niños por todas partes, casi como si fuera el lado de las mujeres en una Casa de Linaje en la Ciudad de Invierno. Pero desde las estrechas ventanas, a través de la piedra transparente que impedía el paso del viento, se podía mirar hacia abajo hasta el agua que chorreaba en las rocas al pie del acantilado, cuyas crestas pulverizaba el viento.

El viento estaba cambiando de dirección, y la mancha que había en el cielo se volvió calina en su parte norte, de modo que alrededor del pequeño y pálido sol se formó un gran círculo blancuzco: el círculo de nieve. Eso era, eso es lo que él había querido decir a Agat. Que iba a nevar. No como un pequeño espolvoreo de sal al igual que la última vez, sino una gran nevada invernal. La ventisca… Esta palabra, que él no había oído o dicho durante tanto tiempo, le sonó extraña. Morir, entonces. Debía volver a través del paisaje sombrío y constante de su juventud, debía reentrar en el mundo blanco de las tormentas.

Aún siguió junto a la ventana; pero no vio el agua ruidosa de más abajo. Estaba recordando el Invierno. Mucho bien haría a los gaales haber tomado Tevar, y Landin también. Esta noche y mañana ellos podrían saciarse de carne de hann y grano. Pero, ¿hasta dónde podrían llegar cuando la nieve empezara a caer? La nieve de verdad, la ventisca que nivelaba los bosques y llenaba los valles, y los vientos crudísimos que seguían. ¡Correrían cuando ese enemigo se les echara encima! Habían permanecido en el norte demasiado tiempo. Wold de repente soltó una risa aguda y sarcástica, y se apartó de la cada vez más oscura ventana. Había sobrevivido a su jefatura, a sus hijos, a su utilidad, y tenía que morir aquí en una roca sobre el mar; pero tenía grandes aliados, y le servían grandes guerreros, más grandes que Agat o cualquier otro hombre. La Tormenta y el Invierno luchaban a favor de él, y él sobreviviría a sus enemigos.

Andando pesadamente se dirigió hacia el hogar, desató su bolsa de gesina, soltó un pedacito sobre los carbones encendidos e inhaló profundamente tres veces. Tras ello gritó:

—¡Bueno, mujeres! ¿Están ya las gachas?

Le sirvieron dócilmente, y él comió satisfecho.

11. El asedio de la ciudad

Durante el primer día de asedio, Rolery estuvo ocupada con otras mujeres en mantener aprovisionados a los hombres que había en murallas y tejados, con lanzas —inacabadas fibras de hierbaholn—, grandes y toscas con un extremo acabado en una larga punta, que pesaban unos ochocientos gramos. Apuntando bien, con ellas se podía matar, e incluso en manos inexpertas una lluvia de ellas eran un buen disuasivo contra un grupo de gaales que tratara de colocar una escalera sobre la curva muralla de la parte de tierra. Ella había llevado manojos de esas lanzas subiendo escaleras interminables, y las fue pasando como una más de la cadena de personas que se las pasaban a otras en otras escaleras, corrió con ellas por las calles azotadas por el viento, y aún tenía clavadas en la mano astillas pegajosas tan finas como un cabello. Pero ahora, desde que amaneció, había estado subiendo piedras para las catapultas, aquellas cosas que arrojaban piedras como si fueran hondas enormes, que habían sido colocadas en la Puerta de Tierra. Cuando numerosos gaales acudieron a la puerta para emplear sus arietes, aquellas enormes piedras que caían zumbando y golpeando entre ellos, los dispersaban y los volvían a dispersar. Sin embargo, para mantener en marcha las catapultas hacían falta enormes montones de piedras. Los muchachos no paraban de arrancar adoquines de las calles cercanas, y su equipo le mujeres llevaban corriendo ocho o diez a la vez en una especie de caja de patas redondas hasta los hombres que manejaban las catapultas. Ocho mujeres tiraban a mismo tiempo, con su arreo de cuerdas. La pesada caja cargada con tanta piedra parecía inamovible, hasta que al final, conforme ellas tiraban, las patas redondas giraban repentinamente, y con ella traqueteando y dando tumbos detrás, la subían colina arriba hasta la puerta de la muralla en una carrera agotadora, la descargaban, se detenían jadeantes un minuto y se apartaban los cabellos de sus ojos, y luego arrastraban la ahuecada y vacía carretilla en busca de más. Habían estado haciendo esto toda la mañana. Las piedras y cuerdas habían levantado ampollas en las duras manos de Rolery. Ella arrancó cuadriles de su fina falda de cuero y se los ató en las palmas de sus manos con correas de sandalia; ello le fue muy bien y las otras la imitaron.

—Ojalá no hubieran olvidado ustedes como hacer erkars —gritó ella a Seiko Esmit en una ocasión en que avanzaban traqueteando calle abajo con aquella carretilla difícil de manejar tras ellas.

Seiko no le contestó, quizá no la había oído. Ella continuaba con este trabajo agotador (parecía no haber personas débiles entre los lejosnatos); pero el esfuerzo al que estaban sometidas pudo con Seiko; ésta trabajaba como si estuviera en trance.

En una ocasión, a medida que ellas se acercaban a la puerta, los gaales empezaron a arrojar tizones que caían humeantes sobre las piedras y los tejados. Seiko se había esforzado tirando de las cuerdas como una bestia en una trampa, acobardándose conforme caían aquellos objetos humeantes.

—Ya se van, esta ciudad no puede arder —le dijo Rolery en voz baja.

Pero Seiko, volviendo la cara, contestó:

—Tengo miedo del fuego, tengo miedo del fuego.

Pese a ello, cuando un joven ballestero que estaba allá arriba en la muralla, golpeado en la cara por una honda gaal, cayó de espaldas desde la repisa del paramento, se estrello con brazos y piernas abiertos al lado de ellas, derribó a dos de las mujeres enganchadas a la carretilla, y salpicando sus faldas con su sangre y cerebro, fue Seiko la que se acercó a él, y colocó aquella destrozada cabeza sobre sus rodillas, susurrando unas palabras de adiós al muerto.

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