—Pueden vivir de nuestros rebaños durante una fase lunar; incluso sin forraje para ellos, matarán a los hannes y secarán su carne.
Dermat Alterra le había salido al encuentro en la misma puerta de la Sala de la Liga, presa del pánico y formulando reproches.
—Tendrán que capturar a los hannes primero —le replicó Agat, refunfuñando.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que abrimos los establos hace unos minutos, mientras estábamos en la Puerta del Mar, y les dejamos que se fueran. Paol Herdsman estaba conmigo y los puso en estampida. Corrieron como demonios, perdiéndose en la ventisca.
—¿Has dejado que se vayan los hannes…, los rebaños? ¿De qué viviremos el resto del Invierno si se van los gaales?
—¿Es que Paol te habló mentalmente contagiándote el pánico de los hannes, Dermat? —le replicó furioso Agat—. ¿Crees que no seremos capaces de hacer un rodeo de nuestros propios animales? ¿Y qué me dices de las reservas de grano, la caza y la hierba de Invierno? ¿Qué demonios te pasa?
—Jakob —murmuró Seiko Esmit, interponiéndose entre él y aquel hombre mayor.
Jakob Agat se dio cuenta de que había gritado a Dermat, y trató de dominarse. Pero era duro venir de una lucha sangrienta como la defensa de la Puerta del Mar y tener que enfrentarse con un caso de histeria masculina. La cabeza le dolía violentamente; la herida del cuero cabelludo que le habían hecho en una de sus incursiones al campamento gaal le dolía aún, aunque ya debería de habérsele curado; había logrado escapar ileso de la Puerta del Mar, pero estaba sucio y manchado con la sangre de otros. Contra las altas ventanas sin persianas de la biblioteca, la nieve surcaba el aire susurrando. Era mediodía y parecía el anochecer. Bajo las ventanas estaba la Plaza con sus bien defendidas barricadas. Más allá se hallaban las casas abandonadas, las murallas indefensas, la ciudad de nieve y sombras.
Aquel día de su retirada a la Ciudad Interior, el cuarto día de asedio, permanecieron detrás de sus barricadas; pero ya aquella noche, cuando la nevada disminuyó un poco, una partida de reconocimiento logró salir por los tejados del Colegio. La ventisca empeoró de nuevo hacia el amanecer, o quizás era que una segunda tormenta había seguido inmediatamente a la primera; y a cubierto de la nieve y el frío, los hombres y muchachos de Landin se dieron a la guerrilla en sus propias calles. Salieron de dos en dos o de tres en tres, rondando las calles, tejados y habitaciones, sombras entre sombras. Usaron cuchillos, dardos envenenados, bolos y flechas. Irrumpieron en sus propias casas y mataron a los gaales que se habían refugiado en ellas, o fueron asesinados por ellos.
Como no sentía vértigo, Agat era uno de los que mejor saltaba de tejado en tejado. La nieve había vuelto muy resbaladizas aquellas tejas tan inclinadas: pero la posibilidad de liquidar gaales con sus dardos era irresistible, y las posibilidades de resultar asesinados no eran mayores que en la lucha en las esquinas callejeras o la persecución casa por casa.
El sexto día de asedio, cuarto de tormenta, fue uno de nevada fina, escasa, arrastrada por el viento. Los termómetros que había en el sótano de la Sala de Archivos, que ahora era empleada como hospital, señalaban cuatro grados bajo cero en el exterior, y los anemómetros marcaban rachas de viento de más de cien kilómetros por hora. Estar afuera era terrible, ya que el viento azotaba la cara con aquella fina nieve como si fuera grava, arremolinándola a través de los cristales rotos de las ventanas cuyas persianas habían sido arrancadas para hacer con ellas una hoguera, y se colaba a través de las puertas astilladas. Había poco calor y alimento en cualquier parte de la ciudad, excepto en los cuatro edificios que rodeaban la Plaza. Los gaales se acurrucaron en habitaciones vacías, quemando colchones y puertas, persianas y cofres, encendieron hogueras en el centro de las habitaciones, en espera de que cesara la tormenta. No tenían provisiones, pues sus alimentos se los habían llevado los de la Marcha hacia el Sur. Cuando el tiempo cambiara, ellos podrían cazar, y acabar con los habitantes de la ciudad, y luego vivir gracias a las provisiones invernales. Pero mientras la tormenta durase, sus atacantes pasarían hambre.
Ellos tenían en su poder la calzada, si es que eso les servía de algo. Los vigilantes situados en la Torre de la Liga los habían visto hacer una incursión hasta el Rimero, que acabó prontamente tras una lluvia de lanzas y con el levantamiento del puente levadizo. A pocos de ellos se les vio aventurarse en las playas con la marea baja, allá debajo de los acantilados de Landin; probablemente habían visto subir la rugiente marea, y no tenían ni idea de la frecuencia ni de la hora en que subiría otra vez, pues ellos eran gente de tierra adentro. Por lo tanto el Rimero estaba seguro, y algunos de los paraverbalistas más expertos de la ciudad habían estado en contacto con uno u otro de los hombres y mujeres que se hallaban en la isla, lo suficiente para saber que se encontraban bien, y para decir a los padres ansiosos que no había niños enfermos. El Rimero se hallaba en buenas condiciones: pero la ciudad estaba destrozada, invadida, ocupada. Más de cien de sus habitantes habían muerto ya en su defensa, y el resto estaba atrapado en unos pocos edificios. Una ciudad de nieve, sombras y sangre.
Jakob Agat se sentó en cuclillas en la sala de paredes grises. Estaba vacía exceptuando una litera de estera de fieltro desgarrada, y cristales rotos sobre los que se había posado la nieve. La casa estaba en silencio. Allá, bajo la ventana donde había estado el jergón, él y Rolery habían dormido una noche; ella lo había despertado por la mañana. Agachado allí, asaltante de su propia casa, pensó en Rolery con amarga ternura. Una vez (parecía que había pasado tanto tiempo, y hacía doce días, quizás), él había dicho en esta misma habitación que no podía pasar sin ella. «Pues entonces que me dejen pensar en ella ahora, al menos pensar en ella», dijo lleno de rabia al silencio; pero todo lo que pudo pensar fue que tanto él como ella habían nacido en mal momento. En la estación equivocada. No se puede empezar un amor al principio de una estación de muerte.
El viento silbó en las ventanas rotas como un quejido. Agat tiritó. Había estado acalorado todo el día, pero el termómetro seguía bajando, y muchos de los guerrilleros que estaban por los tejados empezaban a tener dificultades con lo que los ancianos llamaban congelaciones por la helada. El se sentía mejor si estaba en movimiento, y pensar no le hacía ningún bien. Ya se disponía a salir por la puerta, un hábito de toda la vida, cuando controlándose se dirigió con precaución hacia la ventana por la cual había entrado. En la habitación de la planta baja de la casa de al lado había acampado un grupo de gaales, y él pudo ver la espalda de uno cerca de la ventana. Eran gente rubia; su cabello había sido oscurecido y atiesado con alguna clase de betún o alquitrán; pero se inclinó, y el musculoso cuello que Agat vio agachado era blanco. Resultaba curioso las pocas posibilidades que él había tenido realmente de ver a sus enemigos. Se disparaba a distancia, o se golpeaba y echaba a correr, o en la Puerta del Mar se luchaba demasiado cerca y con mucha rapidez para mirar. Se preguntó si sus ojos serían amarillentos o ámbar como los de los tevaranos; tenía la impresión de que eran grises. Pero éste no era momento de descubrirlo. Se subió al antepecho, luego trepó por el frontón y salió de su casa por el tejado.
Su camino de siempre para volver a la Plaza estaba bloqueado: los gaales también habían empezando a recorrer los tejados. Se libró de todos sus perseguidores rápidamente, excepto de uno, armado con un lanzadardos, que fue tras él, saltando un foso de casi dos metros y medio entre dos casas y ante el cual se habían detenido los otros. Agat tuvo que dejarse caer en una callejuela, se incorporó y echó a correr.
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