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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—¿Cómo lo dicen los libros? ¿No hacen ningún sonido? ¿Es como el lenguaje mental con que me habláis?

Agat se la quedó mirando. Estaban sentados ante una larga mesa en la Sala de Asamblea, bebiendo la caliente y clara sopa de hierbas que tanto gustaba a los lejosnatos; ti, como la llamaban.

—No… Bueno, sí, un poco. Escucha, Rolery, voy a salir fuera dentro de un minuto. Tú vuelve al hospital. No hagas caso a Wattock. Es un viejo y está cansado. Pero sabe mucho. No cruces la Plaza si tienes que ir a otros edificios. Ve por los túneles. Entre los arqueros gaales y esas criaturas… —Soltó una especie de risa—. ¿Y ahora qué? —le preguntó.

—Jakob Agat, quiero preguntarte…

En el breve tiempo que ella lo conocía, nunca había estado segura de cuántas eran las partes de que se componía su nombre, y qué partes debería usar.

—Escucho —le contestó él con gravedad.

—¿Por qué no habláis mentalmente a los gaales? Decidles que… se vayan. Como tú me dijiste, en la playa, que corriera hacia el Rimero. Como vuestros pastores dicen a los hannes…

—Los hombres no son hannes —repuso él; y a ella se le ocurrió pensar que él era el único de los lejosnatos que había hablado de los tevaranos, de los lejosnatos y de los gaales, denominando a todos como hombres.

—Esa anciana, Pasfal, ella escuchó a los gaales, cuando el gran ejército se puso en marcha hacia el sur.

—Sí. La gente que tiene ese don y está entrenada puede escuchar, aun a distancia, sin que la mente del otro lo sepa. Eso es un poco como ocurre cuando una persona está entre una muchedumbre, que siente su temor o alegría; y hay más lectura mental que otra cosa, aunque sin palabras. Pero el lenguaje mental y su recepción es diferente. Un individuo no entrenado si tú le hablas, cerrará su mente antes de que sepa que ha oído algo. Especialmente si lo que oye no es lo que él desea o cree Por lo general los no-comunicantes tienen defensas paralelas. De hecho, aprender la comunicación paraverbal es en principio aprender a quebrantar esas defensas.

—¿Pero los animales oyen?

—Hasta cierto punto. Eso es otra de las cosas que se hace sin palabras. Algunas personas tienen el hábito de proyectarse a los animales. Es muy útil para pastores y cazadores. ¿No has oído nunca decir que los lejosnatos eran muy buenos cazadores?

—Sí, por eso los llamamos brujos. Pero entonces, ¿yo soy como un hann? Te he oído.

—Sí, y tú me hablaste a mí una vez, en mi casa. Eso ocurre a veces entre dos personas: no hay barreras, no hay defensas. —Él apuró su taza y alzó la mirada, meditando con tristeza sobre aquel motivo decorativo representaba el sol y los enjoyados mundos circundantes en la larga pared que formaba uno de los lados de la habitación—. Cuando eso ocurre, es necesario que se amen entre sí. Necesariamente… Yo no puedo enviar mi temor u odio contra los gaales. Ellos no me oirían. Pero si lo volviera contra ti, podría matarte. Y tú a mí, Rolery…

Luego vinieron a decirle que lo necesitaban en la plaza, y él tuvo que dejar a Rolery, quien se dirigió a cuidar a los tevaranos que había en el hospital, que era el trabajo que le habían asignado, y también para ayudar al muchacho lejosnato herido: una muerte horrible, cuya agonía se prolongó todo el día. El viejo curandero dejó que cuidara al muchacho. Wattock estaba amargado y furioso, viendo que todos sus conocimientos eran inútiles.

—¡Nosotros los humanos no morimos de vuestra fétida muerte! —exclamó impaciente en cierta ocasión—. ¡Este muchacho nació con algún defecto en la sangre!

Ella no hizo caso a lo que él decía. Ni tampoco el muchacho, que murió entre grandes dolores, agarrándose a su mano.

Trajeron nuevos heridos a aquella grande y tranquila habitación, de uno en uno y a veces de dos en dos. Sólo por esto sabían ellos que arriba se estaba desarrollando una lucha enconada, allá donde el sol brillaba sobre la nieve. Bajaron a Umaksuman, que había sido derribado y quedó inconsciente por una piedra lanzada con honda por un gaal. Con sus largos miembros, yacía allí majestuoso, y ella se lo quedó mirando con un confuso orgullo: un guerrero, un hermano. Ella creyó que estaba muerto; pero al cabo de un rato él se incorporó, meneando su cabeza, y luego se levantó:

—¿Qué sitio es éste? —preguntó, y ella casi se echó a reír al contestar. Los del linaje de Wold eran duros de morir. Él le contó que los gaales estaban atacando a todas las barricadas, un empuje incesante, como el gran ataque contra la Puerta de Tierra cuando ellos, con todas sus fuerzas, trataron de escalar las murallas subiendo unos a hombros de otros—. Son guerreros estúpidos —explicó, frotándose el gran chichón que tenía sobre su oreja—. Si se suben a los tejados que rodean esta plaza y empiezan a tirarnos flechas, pronto no nos quedarán hombres para defender las barricadas. Lo único que saben es venir corriendo todos a la vez, gritando… —se frotó la cabeza de nuevo, y preguntó—: ¿Qué han hecho con mi lanza? —y volvió a la lucha.

Ya no traían aquí a los muertos, sino que los dejaban en un cobertizo abierto que había en la Plaza hasta que pudieran ser quemados. Si mataban a Agat, ella no se enteraría ahora. Cuando los camilleros venían con un nuevo paciente, ella alzaba la mirada con una secreta esperanza: si traían a Agat herido, era señal de que no estaba muerto. Pero nunca se trataba de él. Se preguntó si podría enviarle un grito a su mente antes de que él muriese, si lo mataban, y si ese grito la mataría también a ella.

A última hora de aquel día interminable trajeron a la anciana llamada Alla Pasfal. Con otros ancianos y ancianas de los lejosnatos, ella había pedido la peligrosa tarea de llevar armas a los defensores de las barricadas, lo cual significaba atravesar corriendo la Plaza expuesta a los disparos del enemigo. Una lanza gaal le atravesó la garganta de lado a lado. Wattock pudo hacer muy poco por ella. Allí, pequeña, ennegrecida, la vieja mujer yació moribunda entre hombres jóvenes. Atraída por su mirada, Rolery se acercó a ella, llevando en sus manos una jofaina llena de vómitos de sangre. Aquellos ojos envejecidos la miraron oscuramente, con dureza, tan impenetrables como una roca, y Rolery le devolvió la mirada, aunque eso no era una cosa que su pueblo hiciera.

La vendada garganta habló con débil ronquera, la boca se retorció.

Romper las propias defensas…

—¡Escucho! —le dijo Rolery en voz alta, con la frase formal de su pueblo, con voz temblorosa.

«Se irán —dijo en su mente la voz cansada y débil de Alla Pasfal—. Tratarán de seguir a los otros que van camino del sur. Nos temen a nosotros, a los demonios de las nieves, y a nuestras casas y calles. Tienen miedo. Se irán después de este ataque. Dile a Jakob que puedo oír, que puedo oírles. Dile a Jakob que se irán… mañana…»

—Se lo diré —contestó Rolery, echándose a llorar. Inmóvil, callada, la moribunda se la quedó mirando con ojos que parecían piedras negras.

Rolery volvió a su tarea, porque los heridos necesitaban ser atendidos y Wattock no tenía otros ayudantes. Y ¿de qué serviría salir en busca de Agat allá entre la nieve manchada de sangre, con tanto ruido y apresuramiento, para decirle, antes de que lo mataran, que una vieja loca había asegurado que ellos sobrevivirían?

Siguió trabajando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Uno de los lejosnatos, gravemente herido pero aliviado por la maravillosa medicina que Wattock empleaba, una bolita que, tragada, hacía que el dolor disminuyera o cesara, le preguntó:

—¿Por qué lloras?

Se lo preguntó somnoliento, con curiosidad, como un niño se lo preguntaría a su madre.

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