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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—No lo sé —respondió Rolery—. Procura dormir.

Pero ella sabía, aunque vagamente, que estaba llorando porque la esperanza era tan intolerablemente dolorosa, que quebrantaba la resignación con la cual ella había vivido durante días; y el dolor, puesto que ella era sólo una mujer, le hacía llorar.

No había manera de saberlo aquí abajo, pero el día debería de estar terminando, porque Seiko Esmit vino trayendo una bandeja con comida caliente para ella y Wattock y aquellos heridos que podían comer. Seiko esperó para llevarse de nuevo los cuencos, y Rolery le dijo:

—Aquella anciana, Pasfal Alterra, ha muerto.

Seiko se limitó a asentir con un movimiento de cabeza. Su cara estaba rígida y tenía un aspecto extraño, y dijo en voz alta:

—Están disparando tizones y arrojando objetos ardiendo desde los tejados. No han podido irrumpir, de modo que van a quemar los edificios y los almacenes y entonces todos moriremos de hambre con el frío. Si la Sala se incendia quedaréis atrapados aquí. Moriréis quemados vivos.

Rolery comió su ración de alimento y no contestó. Las gachas de bhan calientes habían sido sazonadas con jugo de carne y yerbas troceadas. Los lejosnatos sufriendo un asedio eran mejores cocineros que su pueblo en medio de la abundancia de Otoño. Ella acabó su cuenco, y también la mitad del contenido de otro cuenco que había dejado un herido, y un par de restos, y devolvió la bandeja a Seiko, lamentando que no hubiera habido más.

Nadie bajó durante mucho rato. Los hombres dormían y gemían en su sueño. La atmósfera era cálida; el calor de las llamas de gas se elevaba a través de las rejillas que hacían aquel lugar tan cómodo como una tienda campaña calentada por el fuego. Y entre la respiración de los hombres, Rolery podía oír el tic, tic, tic de aquellas cosas redondas que había en las paredes, y éstas, así como las cajas de cristal apoyadas contra la pared, y las altas filas de libros, arrancaban destellos dorados y castaños a la luz suave y continua de las llamaradas de gas.

—¿Le has dado el analgésico? —le preguntó en voz baja Wattock: y ella se encogió de hombros queriendo decir que sí, levantándose de al lado de uno de los hombres.

El viejo curandero parecía medio Año más viejo de lo que era, mientras se sentaba en cuclillas junto a Rolery frente a una mesa para cortar vendas, de las cuales ya andaban escasos. A Rolery le parecía que era un gran doctor. Para complacerle en vista de su fatiga y desánimo le preguntó:

—Mayor, si no es el «demonio del arma» el que hace que una herida se pudra, ¿qué es entonces?

—¡Oh…, criaturas! Bestezuelas, animalitos demasiado pequeños para que se los pueda ver. Sólo podría enseñártelos con ayuda de un cristal especial, como aquel que hay en aquella caja. Viven casi en todas partes; están en las armas, en el aire, en la piel. Si se meten en la sangre, el cuerpo los resiste y la batalla es lo que causa la hinchazón y todo eso. Es lo que dicen los libros. No es que me haya importado nunca a mi como médico.

—¿Y por qué esas criaturas no muerden a los lejosnatos?

—Porque no les gustan los extranjeros. —Wattock soltó un bufido ante este pequeño chiste—. Somos extranjeros, ya lo sabes. Ni siquiera podemos digerir el alimento aquí a menos que tomemos periódicamente dosis de ciertos enzimoides. Tenemos una estructura química que es ligeramente diferente a la forma orgánica local, y eso se muestra en el citoplasma. Tú no sabes lo que es eso. Bueno, significa que estamos hechos de una forma ligeramente diferente a los hilfos.

—¿Por eso ustedes tienen la piel oscura y nosotros clara?

—Bueno, eso no tiene importancia. Son variaciones completamente superficiales, el color y la estructura del ojo y todo ello. No, la diferencia se halla en un nivel inferior, y es muy pequeña, una molécula en la cadena hereditaria —explicó Wattock con agrado, animándose mientras hablaba—. Y ella no es causa de grandes divergencias con el tipo hominal común de vosotros, los hilfos, tal como escribieron los primeros colonos, y ellos estaban bien enterados. Pero eso significa que nosotros no podemos cruzarnos con vosotros, o digerir el alimento orgánico local sin ayuda, o reaccionar a vuestros virus… Aunque la verdad es que todo eso del enzimoide tiene algo de exageración. Es parte del esfuerzo por hacer lo mismo que hizo la primera generación. Para algunos es pura superstición. Yo he visto personas que han vuelto de largas expediciones de caza, o a los refugiados de Atlantika la pasada Primavera, que no habían sido inyectados ni tomado una píldora de enzimoides en dos o tres fases lunares, y a pesar de ello digerían los alimentos. La vida tiende a adaptarse, al fin y al cabo.

Y al decir esto Wattock puso una expresión muy extraña, y la miró fijamente. Ella se sintió culpable, ya que no tenía la menor idea de lo que él le había explicando, pues ninguna de las palabras clave eran palabras de su idioma.

—¿La vida, qué…?—preguntó tímidamente.

—Se adapta. Reacciona. ¡Cambia! Si se le da la suficiente presión, y con las generaciones suficientes, la adaptación favorable tiende a prevalecer… Si la radiación solar actuara a la larga como una especie de norma bioquímica local…, todos los niños nacidos muertos y los abortos no serían entonces más que superadaptaciones o quizá la incompatibilidad entre la madre y un feto normalizado… —Wattock se detuvo agitando sus tijeras y se inclinó para trabajar de nuevo; pero en seguida alzó de nuevo el rostro para mirar con aquel modo extraño e intenso, murmurando—: ¡Extraño, extraño, extraño!… Eso implicaría, bueno, que el cruce fertilizador podría tener lugar.

—Escucho de nuevo —murmuró Rolery.

—¡Que de los matrimonios entre hombres e hilfas podrían nacer hijos!

Esto sí que lo comprendió ella al final, aunque no entendió si lo que él había dicho era un hecho, un deseo, o un sueño.

—Mayor —dijo—. Soy demasiado estúpida para oírle.

—Tú lo comprendes muy bien —dijo una voz débil allí cerca: la de Pilotson Alterra, que se había despertado—. ¿Así que crees que nos hemos convertido finalmente en la gota que queda en el cubo, Wattock?

Pilotson se había incorporado apoyándose en el codo. Sus ojos negros brillaban en un rostro demacrado, acalorado y sombrío.

—Si tú y algunos de los otros tenéis heridas infectadas, entonces ese hecho ha de tener una explicación.

—¡Maldita sea la adaptación, entonces! ¡Malditos el cruzamiento y la fertilidad! —exclamó el enfermo, y se quedó mirando a Rolery—. Mientras fuimos fieles a nosotros mismos, sólo nos cruzamos entre nosotros y fuimos Hombres. Exiliados, Alterranos, humanos. Fieles al conocimiento y las Leyes del Hombre. Ahora, si podemos cruzarnos con los hilfos, la gota de nuestra sangre humana se perderá antes de que pase otro Año. Diluida, disminuida hasta llegar a la nada. Nadie sabrá poner en funcionamiento estos instrumentos, o leer esos libros. Los nietos de Jakob Agat se sentarán para entrechocar dos piedras y gritar, hasta el fin de los tiempos… ¡Malditos seáis, bárbaros estúpidos! ¿No podéis dejarme a solas? ¿Dejarme en paz?

Estaba temblando por la fiebre y la furia. El viejo Wattock, que había estado manejando uno de aquellos pequeños dardos huecos, llenándolo, alargó la mano con su suave habilidad característica y pinchó al pobre Pilotson en el antebrazo.

—Échate, Huru —le dijo, y poniendo cara de aturdimiento el herido obedeció—.

A mí no me importa morir de vuestras sucias infecciones —prosiguió Pilotson, con voz cada vez más pastosa—; pero llevaos a vuestros sucios críos, lleváoslos fuera de aquí, lejos de la… ciudad.

—Esto lo mantendrá tranquilo por un rato —dijo Wattock, suspirando.

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