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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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Se sentó en silencio mientras que Rolery continuaba preparando vendas. Ella era diestra y rápida haciendo tal trabajo. El anciano doctor la observó con cara melancólica.

Cuando ella se incorporó para estirar su espalda, vio que el anciano también se había quedado dormido, un oscuro bulto de piel y huesos acurrucado en un rincón tras la mesa. Ella siguió trabajando, preguntándose si había comprendido lo que él le dijo, y si lo habría dicho en serio: que ella podría tener un hijo de Agat.

Se había olvidado totalmente de que Agat muy bien pudiera estar ya muerto, tal como se iban desarrollando los acontecimientos. Permaneció allí sentada entre hombres heridos y durmientes, bajo las ruinas de una ciudad llena de muertos, y meditó en silencio sobre las cosas de la vida.

14. El primer día

El frío se hizo más intenso en cuanto llegó la noche. La nieve, que se había derretido bajo el sol, se congeló, formándose un hielo muy resbaladizo. Ocultos en los tejados cercanos o en las buhardillas, los gaales arrojaban sus flechas con las puntas untadas, que al salir disparadas y atravesar la fría atmósfera vespertina parecían pájaros. Los tejados de los cuatro edificios sitiados eran de cobre, los muros de piedra, por lo tanto en ellos no ardía el fuego. Los ataques contra las barricadas cesaron, y ya no fueron arrojadas más flechas o tizones encendidos. De pie ante una barricada, Jakob Agat miró hacia las calles cada vez más oscuras que estaban solitarias entre los sombríos edificios.

Al principio los hombres que estaban en la Plaza aguardaron un ataque nocturno, porque los gaales estaban ya francamente desesperados; pero cada vez iba haciendo más y más frío. Al final Agat ordenó que se mantuviera sólo la mínima vigilancia, y permitió que la mayoría de los hombres fueran a que les curaran sus heridas, comieran y descansaran. Si ellos estaban exhaustos, también lo debían de estar los gaales, y ellos por lo menos estaban vestidos contra el frío, mientras que los gaales no. Ni siquiera la desesperación lanzaría a los nórdicos en esta horrible noche iluminada sólo por las estrellas, con sus escasos andrajos de piel y fieltro. Así que los defensores pudieron dormir, muchos en sus puestos, o acurrucados en las salas y junto a las ventanas de edificios calientes. Y los sitiadores, sin alimentos, se apretujaban alrededor de las hogueras encendidas en habitaciones de piedra de altos techos; y sus muertos yacían rígidos sobre la costra de hielo delante de las barricadas.

Agat no tenía ganas de dormir. No podía entrar en los edificios, dejando la Plaza donde ellos habían estado luchando durante todo el día en defensa de su vida, y que ahora estaba tan tranquila bajo las constelaciones de Invierno: el Árbol, la Flecha, y el Carril de las Cinco Estrellas, así como la Estrella de Invierno orgullosas por encima de los tejados allá por la parte del este: las estrellas del Invierno. Parecían cristales encendidos en la profunda y fría negrura de lo alto.

Él sabía que ésta sería la última noche, su propia última noche, o la de su ciudad, o la última noche de lucha, de lo que fuera, eso él no lo sabía. Conforme fueron pasando las horas, y la Estrella de Nieve se elevó, y un silencio total reinó en la Plaza y en las calles que la rodeaban, empezó a sentir una especie de gozo. Todos dormían, todos los enemigos que había dentro de los muros de la ciudad, y parecía como si él fuera el único que estuviera desvelado; como si la ciudad, con todos sus durmientes y muertos perteneciera a él solo. Ésta era su noche.

Y no quería pasarla en una trampa dentro de una trampa. Dando aviso al adormilado guardián, se subió a la barricada de la calle Esmit, y saltó al otro lado.

—¡Alterra! —le llamó alguien con un murmullo ronco; él se volvió e hizo gesto de que mantuvieran una cuerda lista para él para que cuando volviera pudiese subir por ella, y prosiguió, justo por el centro de la calle. Tenía una convicción de su invulnerabilidad, y de que discutirla habría sido señal de mala suerte. Él la aceptaba, y caminó calle arriba entre sus enemigos como si estuviera dando un paseo después de cenar.

Pasó junto a su casa, pero no se volvió para mirarla. Las estrellas se eclipsaban tras las negras agujas de los tejados y reaparecían, sus reflejos reluciendo en el hielo que había a sus pies. Cerca del extremo superior de la calle, ésta se estrechaba y volvía un poco entre casas que habían estado deshabitadas desde antes que Agat naciera, y luego se abría de improviso a una plazuela bajo la Puerta de Tierra. Las catapultas seguían estando allí, en parte destruidas y desmanteladas por el fuego que les prendieron los gaales, cada una de ellas con un montón de piedras a su lado. El alto portalón había sido abierto y luego vuelto a cerrar, y ahora parecía atrancado. Agat subió las escaleras de una de las torres de la puerta hasta un puesto de guardia en la muralla; recordó que él había mirado hacia abajo desde aquel sitio poco antes de que empezara a nevar, en el momento culminante de la batalla contra el conjunto de los gaales, una rugiente marea de hombres parecida a la marea que subía allá en la playa. De haber tenido más escaleras, los gaales habrían acabado con todos ellos aquel día… Ahora nada se movía; nada hacía el menor ruido. Nieve, silencio, luz de estrellas sobre la ladera y los muertos, árboles cargados de nieve que la coronaban.

Miró hacia atrás en dirección oeste, contemplando en su conjunto la Ciudad de Exilio; un pequeño racimo de tejados que descendían desde este alto puesto en la muralla hasta el acantilado marino. Sobre aquel puñado de piedras las estrellas se movían lentamente hacia el oeste. Agat se quedó inmóvil, sintiendo frío a pesar de su vestimenta de cuero y pieles gruesas, tarareando bajito una jiga.

Finalmente sintió los efectos del cansancio del día, y descendió de aquel punto elevado. Los escalones estaban helados. Resbaló en el penúltimo y no cayó al suelo porque se agarró a la rugosa piedra del muro, y aún tambaleándose se dio cuenta de que algo se había movido al otro lado de la plazuela.

En el negro abismo de una calle que se abría entre dos filas de casas, algo blanco se movió, un ligero movimiento ondulante como una ola vista en la oscuridad. Agat se quedó mirando perplejo, aturdido. Luego aquello salió al gris confuso de la luz de las estrellas: una figura alta, delgada y blanca que corría hacia él rápidamente como un hombre corre, la cabeza sobre el cuello largo y curvado balanceándose un poco de un lado a otro. Y al acercarse hizo un ruido como de un resuello, como gorjeante.

Él no había dejado de tener en sus manos su lanzadardos, pero su mano estaba rígida por la herida de ayer, y el guante le estorbaba: disparó y el dardo hizo blanco, pero aquel monstruo ya había caído sobre él, los cortos antebrazos terminados en garras, alargados, la cabeza hacia delante con su movimiento cambiante y oscilante, una boca redonda muy abierta que enseñaba los dientes. Él se agachó rápidamente en un esfuerzo para hurtar su cuerpo a la primera arremetida de aquel monstruo y de su mordedura; pero éste fue más rápido que él y se agachó también agarrándole, y él sintió las garras de aquellos bracitos de apariencia débil que desgarraban el cuero de sus vestiduras y cayó al suelo sin poderse librar de aquella sujeción. Una terrible fuerza le echó hacia atrás la cabeza, dejando al descubierto su garganta, y vio a las estrellas arremolinarse en el cielo muy por encima de él y apagarse.

Y luego trató de incorporarse en manos y rodillas, sobre piedras heladas, junto al grande y ensangrentado bulto de piel blanca que se crispaba y temblaba. Cinco segundos necesitó el veneno de la punta del dardo para actuar, y casi había sido un segundo de más. La boca redonda aún se cerraba y abría, las piernas, con sus pies anchos y planos que parecían raquetas bombeaban como si el fantasma de las nieves siguiera andando. Los demonios de las nieves cazaban en manadas, recordó Agat de repente, mientras trataba de recobrar el aliento y dominar sus nervios. Los demonios de la nieve cazaban en manadas… Volvió a cargar su arma torpe, aunque metódicamente, y, cuando la tuvo lista, emprendió el camino calle Esmit abajo, no corriendo, no fuera a resbalar en el hielo, ni andando a zancadas. La calle seguía solitaria, y serena, y le pareció muy larga.

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