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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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«Eso está prohibido», había dicho Agat hacía tiempo, ¿hacía una semana?, y se había mostrado opuesto a esta tentativa de descubrir si los gaales seguían acampados cerca de Landin.

—Nunca habíamos quebrantado esa ley —dijo Agat—. Nunca, en todo el Exilio. Sabremos dónde están los gaales en cuanto las nieves desaparezcan; mientras tanto, nos mantendremos vigilantes.

Pero los otros no estuvieron de acuerdo con él, e impusieron su voluntad. Rolery se sintió confusa e inquieta cuando vio que él se retiraba, aceptando la voluntad de la mayoría. Él había tratado de explicarle a ella por qué debía hacer eso; le explicó que él no era el jefe de la ciudad o del Consejo, y que había diez alterranos elegidos quienes gobernaban conjuntamente; pero eso carecía de sentido para Rolery. O bien el era su jefe o no lo era, y si no lo era, estaban perdidos.

Ahora la anciana mujer se retorció, mirando sin ver, tratando de expresar, con palabras que para ella eran impronunciables, semiatisbos en mentes extrañas cuyos pensamientos eran en lengua extranjera; su breve e inarticulado «lo tengo» de lo que las manos de otro ser tocaban.

—Lo tengo… lo tengo…, línea…, cuerda… —balbuceó.

Rolery se estremeció, asustada y disgustada: Agat, que estaba sentado, se apartó de Alla.

Al final Alla se quedó inmóvil, y permaneció un buen rato con la cabeza inclinada.

Seiko Esmit sirvió a los siete alterranos y a Rolery la tacita ceremonial de ti; cada uno de ellos, apenas tocándola con los labios, se la fue pasando a su compañero, y éste a otro hasta que quedó vacía. Rolery miró fascinada al cuenco que Agat le entregaba, antes de beber y pasarlo. Azul, frágil como una hoja, la luz la atravesaba como si fuera una joya.

—Los gaales se han ido —dijo Alla Pasfal en voz alta, elevando su rostro demacrado—. Ahora se han puesto en movimiento, en algún valle entre dos sierras… Eso lo he recibido muy claro.

—El valle de Giln —murmuró uno de los hombres—. A unos diez kilómetros al sur de los Bogs.

—Huyen del Invierno. Las murallas de la ciudad están a salvo.

—Pero la ley ha sido quebrantada —insistió Agat, su voz ronca cortando entre el murmullo de esperanza y júbilo—. Las murallas pueden ser reparadas. Bueno, ya veremos…

Rolery bajó con él la escalera y ambos cruzaron la vasta Sala de la Asamblea, llena de caballetes y mesas, porque el comedor comunal estaba ahora bajo los relojes dorados y los modelos en cristal de los planetas circundando sus soles.

—Vayamos a casa —le dijo él.

Y poniéndose los grandes abrigos de piel con capucha que habían sido proporcionados a todos en los almacenes situados bajo la Sala Vieja, caminaron juntos entre el viento cegador hasta la Plaza.

No habían andado diez pasos cuando salió de la ventisca una figura grotesca embadurnada con rayas rojas sobre blanco, que se paró ante ellos gritando:

— ¡La Puerta del Mar! ¡Están dentro de las murallas! ¡La Puerta del Mar!

Agat echo una rápida mirada a Rolery y desapareció entre la tormenta. En un instante el estruendo de metal sobre metal retumbó en la torre de arriba, el fuerte ruido ahogado por la nevada. Ellos llamaban a ese gran ruido la campana, y antes de que el asedio comenzara, todos habían aprendido sus señales. Cuatro, cinco campanadas, luego silencio, luego cinco de nuevo, y otra vez más: todos los hombres a la Puerta del Mar, a la Puerta del Mar…

Rolery apartó a un lado al mensajero, llevándoselo bajo las arcadas de la Sala de la Liga, antes de que los hombres salieran en tropel por la puerta, sin peto, o poniéndoselo de prisa mientras corrían, armados o desarmados, apresurándose entre la nieve arremolinada, desapareciendo en ella antes de haber cruzado la Plaza.

No vinieron más. Ella pudo oír algún ruido en la dirección de la Puerta del Mar, parecía muy remoto debido al sonido del viento y el apaciguamiento de la nieve. El mensajero se apoyó sobre ella, bajo la protección de la arcada. Estaba sangrando de una profunda herida en el cuello, y habría caído si ella no lo hubiera sujetado Reconoció su cara: era el alterrano llamado Pilotson, y ella lo llamó por su nombre para animarlo y ayudarlo a caminar mientras trataba de meterlo dentro del edificio. Él se tambaleó por la debilidad, y murmuró como si aun tratara de comunicar su mensaje:

—Han irrumpido, están dentro de las murallas…

12. El asedio de la Plaza

La alta y estrecha Puerta del Mar se abrió con gran estruendo, los cerrojos cedieron. La batalla entre la tormenta había terminado. Pero los hombres de la ciudad se volvieron y vieron, por encima de la polvareda teñida de sangre en la calle, sombras que corrían a través de la nieve.

Se llevaron deprisa a sus muertos y heridos y regresaron a la Plaza. Con esta ventisca no era posible vigilar para que no se apoyaran escaleras contra los muros; ya que allá no se veía a más de quince pasos de distancia en ambos lados. Un gaal o un grupo de ellos había logrado saltar, justo bajo las narices de los centinelas, y abierto la Puerta del Mar a los asaltantes. Hasta entonces los ataques habían sido rechazados, pero el siguiente podría producirse en cualquier lugar, en cualquier momento, por fuerzas más numerosas.

—Creo que la mayoría de los gaales tomaron hoy rumbo hacia el sur —dijo Umaksuman, quien junto con Agat se dirigía a la barricada que había entre el Thiatr y el Colegio.

Agat asintió.

—Debe de haber sido así. Si no se van, se mueren de hambre. Pero ahora tenemos que enfrentarnos con una fuerza de ocupación que han dejado atrás para acabar con nosotros, y vivir de nuestros aprovisionamientos. ¿Cuántos crees que pueden ser?

—Ante la puerta no había más de mil —repuso el tevarano, dubitativo—; pero puede que haya más. Y todos estarán dentro de las murallas. ¡Mira allí! —Umaksuman señaló a una forma que se ocultaba subrepticiamente, cuando la cortina de nieve reveló por un momento media calle—. Tú por allí —murmuró el nativo, y desapareció velozmente por la izquierda.

Agat rodeó la manzana de casas por la derecha, y se encontró de nuevo con Umaksuman en la calle.

—No ha habido suerte —dijo.

—Yo sí la he tenido —contestó el tevarano, esgrimiendo un hacha gaal incrustada de hueso, que hacía un minuto no tenía.

Por encima de sus cabezas, la campana de la torre de la Sala seguía resonando metódica y lúgubremente entre la nieve: uno, dos…, uno, dos… uno, dos… Retirada a la Plaza, a la Plaza… Todos los que habían luchado en la Puerta del Mar, y los que habían estado patrullando las murallas o vigilando la Puerta de Tierra, o bien dormido en sus casas o habían estado vigilando desde los tejados, ya habían llegado o estaban llegando al corazón de la ciudad, la Plaza entre los cuatro grandes edificios. Uno a uno los dejaron pasar a través de las barricadas. Umaksuman y Agat fueron de los últimos en llegar, sabían que ahora era una locura quedarse fuera en aquellas calles donde las sombras corrían.

—¡Vámonos, Alterra! —le insistió el nativo, y Agat se fue, aunque de mala gana: era duro dejar su ciudad al enemigo.

El viento había amainado ahora. A veces, en el extraño y complejo silencio de la tormenta, la gente de la plaza podía oír el ruido de cristales rotos, los golpes de un hacha contra una puerta que saltaba hecha astillas, allá arriba en una de las calles que desaparecían entre la espesa nevada. Muchas de las casas habían sido abandonadas con las puertas abiertas, como una tentación al botín; encontrarían un poco en ellas aparte de refugio contra la nieve. Hasta la última brizna de aumento había sido llevada a los Comunes de la Sala hacía una semana. Las conducciones de agua y de gas natural de todos los edificios, exceptuando los cuatro que rodeaban la Plaza, habían sido cortadas la pasada noche. Las fuentes de Landin estaban secas, bajo sus anillos de carámbanos y el espesor de la nieve. Todos los almacenes y graneros eran subterráneos, en bóvedas y bodegas excavadas por generaciones anteriores bajo la Sala Vieja y la Sala de la Liga. Vacías, heladas, a oscuras, las casas abandonadas se elevaban sin ofrecer nada a los invasores.

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