Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—¿Era pariente tuyo? —le preguntó Rolery cuando Seiko volvió a engancharse a la correa y prosiguieron su trabajo.

La mujer alterrana le contestó:

—Todos somos parientes en la Ciudad. Él era Jonkendy Li, el más joven del Consejo.

Un joven luchador en la arena de aquella gran plaza, brillando de sudor y gozoso por el triunfo, diciéndole que ella fuera por donde quisiera en su ciudad. Fue el primer lejosnato que le había hablado.

Seiko no había visto a Jakob Agat desde anteanoche, porque cada persona, humana o lejosnata que se había quedado en Landin tenía su tarea y lugar, y Agat estaba en todas partes, defendiendo una ciudad de mil quinientos contra una fuerza de quince mil. Y en el transcurso del día el cansancio y el hambre disminuyeron sus fuerzas, ella empezó a verlo también caído de bruces sobre unas piedras manchadas de sangre, allá abajo en el otro principal punto de ataque, la Puerta del Mar sobre los acantilados. Su grupo de mujeres paró de trabajar para comer pan y fruta seca traídos por un animoso muchacho que arrastraba una carreta de patas redondas llena de provisiones; una muchachita muy seria que llevaba un pellejo lleno de agua les dio de beber. Rolery cobró ánimos. Estaba segura de que todos morirían, porque ella había visto, desde los tejados, cómo el enemigo ennegrecía las colinas; parecían interminables, a pesar de que apenas habían empezado el sitio. También lo estaba de que no matarían a Agat, y como que él viviría, ella viviría también. ¿Qué tenía que hacer la muerte con él? Él era la vida, la vida de ella. Se sentó en los guijarros de la calle poniéndose cómoda para masticar su pan duro. La mutilación, la violación, la tortura y el horror estaban sólo a tiro de piedra de distancia por todos lados; pero allí siguió ella comiendo su pan. Mientras ellos lucharan con todas sus fuerzas y pusieron todo su corazón en ello, tal como estaban haciendo, al menos estaban a salvo del temor.

Pero no mucho después vinieron malos momentos. Cuando arrastraban su pesada carga hacia la puerta, el ruido de la traqueteante carretilla y todos los sonidos fueron ahogados por un increíble alarido procedente de fuera de la puerta, un rugido como el de un terremoto, tan profundo y resonante como para sentirlo en los huesos más que para oírlo. Y la puerta saltó de sus goznes de acero, estremeciéndose. Ella entonces vio a Agat, por un momento. Iba corriendo, dirigiendo un numeroso grupo de arqueros y saeteros en la parte baja de la ciudad, gritando órdenes a otro grupo que había en la muralla conforme corría.

Las mujeres se dispersaron, pues se les ordenó que se refugiaran en las calles cercanas al centro de la ciudad. ¡Jou, jou, jou!, era el grito multitudinario que se oía en la Puerta de Tierra, un ruido tan enorme que parecía que lo hacían las propias colinas, y que se iba a elevar para arrancar a la ciudad de los acantilados y arrojarla al mar. El viento era gélido. Su grupo de mujeres se había disuelto, y todo era confusión. Ella no tenía ningún trabajo al que echar mano. Oscurecía. Los días ya no eran como antes, pues no era hora de que oscureciera. De repente le pareció que se iba a morir, creyó en su muerte; se quedó quieta y gritó conteniendo el aliento, allá en una calle solitaria entre las altas casas vacías.

En una calle lateral unos muchachos arrancaban piedras y las transportaban para elevar las barricadas que habían sido construidas a través de las cuatro calles que llevaban a la plaza principal, reforzando las puertas. Se unió a ellos, para mantenerse caliente, por hacer algo. Trabajaron en silencio, cinco o seis en total, haciendo una labor que era demasiado pesada.

—Nieve —dijo uno de ellos, deteniéndose a su lado.

Ella alzó la mirada de la piedra que iba empujando calle abajo, y vio los blancos copos arremolinándose delante, cayendo cada vez más espesos. Todos se quedaron quietos. El viento había cesado de soplar, y aquella voz monstruosa que aullaba a la puerta se calló. La nieve y la oscuridad vinieron juntos, trayendo el silencio.

—¡Mirad! —exclamó un muchacho, maravillado. Ya no podían ver el final de la calle. Tenue, vacilante y amarillenta se veía la luz de la Sala de la Liga, que sólo estaba a una manzana de casas de distancia.

—Tenemos todo el Invierno para mirar eso —dijo otro muchacho—. Si vivimos para verlo. ¡Vamos! ¡Deben de estar sirviendo la cena en la Sala!

—¿Vienes? —le preguntó el más joven a Rolery.

—Los míos están en la otra casa, en el Thiatr, creo.

—No, comemos todos en la Sala, para ahorrar trabajo, ¡vamos!

Aquellos chicos eran tímidos y bruscos, la trataban como a un camarada. Y se fue con ellos.

Se hizo de noche muy pronto y amaneció muy tarde. Ella se despertó en la casa de Agat, al lado de él, y vio una luz grisácea en las paredes grises, rajas mortecinas que se filtraban a través de las persianas que ocultaban los cristales de las ventanas. Todo estaba tranquilo, completamente tranquilo. Dentro de la casa y fuera de ella no se oía ningún ruido. ¿Cómo podía una ciudad sitiada estar tan en silencio? Pero el asedio y los gaales parecían estar muy lejos, apartados por esta extraña quietud matinal. Ella se quedó inmóvil.

Alguien llamó abajo, aporreando la puerta. Se oyeron voces. El encanto se rompió; el mejor momento pasó. Llamaban a Agat. A ella le costo mucho trabajo despertarlo, y al final, medio adormilado, él se levantó, descorrió la persiana y abrió la ventana, dejando entrar la luz del día.

El tercer día de asedio, el primero de tormenta. La nieve tenía ya una altura de más de treinta centímetros en las calles, y seguía cayendo sin cesar, a veces densa y tranquila, pero siempre empujada por un fuerte viento del norte. Todo había sido silenciado y transformado por la nieve. (Colinas, bosque, campos, todo había desaparecido; no había cielo. Sólo nieve caída y nieve cayendo, al final tan espesa que no se podía distinguir nada.

En dirección oeste, la marea subía y subía entre la silenciosa tormenta. La calzada se curvaba sobre el vacío. No se veía el Rimero. No había cielo ni mar. La nieve había cubierto los oscuros acantilados y ocultado la arena de la playa.

Agat cerró la ventana con pestillo y corrió la persiana. Su rostro aún estaba relajado por el sueño, su voz era ronca:

—No pueden haberse ido —susurró.

Precisamente para decirle eso lo habían llamado desde la calle:

—Los gaales se han ido, se han retirado, corren hacia el sur.

No había nada que decir. Desde las murallas de Landin no se podía ver más que la tormenta. Pero un poco más allá, entre la tormenta, podría haber instaladas mil tiendas de campaña para aguantar el mal tiempo; o puede que no hubiera ninguna.

Algunos exploradores descendieron por el otro lado de la muralla, empleando cuerdas. Tres regresaron diciendo que habían ido hasta la loma del bosque y no habían visto a ningún gaal; pero habían vuelto porque no podían ver la ciudad a cien metros de distancia. Uno no regresó, ¿había sido capturado, o se perdió en la tormenta?

Los alterranos se reunieron en la biblioteca de la Sala; como era costumbre, cualquier ciudadano que lo deseara podía venir a escuchar y deliberar con ellos. El Consejo Alterranos estaba ahora compuesto de ocho miembros, no de diez. Jonkendy Li había muerto, así como Haris, o sea el más joven y el de más edad. Sólo había siete presentes, porque Pilotson estaba de guardia. Pero la sala estaba llena de oyentes silenciosos.

—No se han ido… No están cerca de la ciudad… Algunos… Algunos están…

Alla Pasfal habló con voz pastosa, el pulso le palpitaba en las venas de su cuello, su cara se había vuelto de un color gris barroso. Ella era la mejor entrenada de todos los lejosnatos en lo que ellos llamaban lenguaje mental: podía oír los pensamientos de los hombres más lejos que nadie, y escuchar una mente ignorante de que ella la estaba escuchando.

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