Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—¡Vienen hilfos! —gritaron los guardias antes de que ellos llegaran claramente a la vista, reconociendo el pelo rubio de Umaksuman. Luego vieron a Agat y exclamaron:

— ¡El Alterra! ¡El Alterra!

Salieron a su encuentro y lo entraron en la ciudad. Eran hombres que habían luchado a su lado, recibido sus órdenes, salvado su pellejo en aquellos tres días de guerra de guerrillas en los bosques y colinas.

Habían hecho todo lo posible, cuatrocientos contra un enemigo que formaba un enjambre que recordaba las migraciones de los animales, quince mil hombres, según había calculado Agat. Quince mil guerreros, entre sesenta o setenta mil gaales en total, todos con sus tiendas, sus potes de cocina, parihuelas, hannes, alfombras de pieles, hachas, brazaletes, cunas, y yescas, todas sus escasas pertenencias, su temor al Invierno y su hambre. Él había visto a las mujeres gaalas en sus campamentos recogiendo de los troncos secos los líquenes para comérselos. Parecía increíble que la pequeña Ciudad del Exilio todavía se mantuviera, y siguiera intacta ante el alud de violencia y hambre, con antorchas encendidas sobre sus puertas de hierro y madera tallada, y hombres que les dieran la bienvenida al regresar a casa.

Tratando de contar lo ocurrido en los últimos tres días, él dijo:

—Ayer por la tarde alcanzamos por detrás su línea de marcha. —Las palabras no tenían realidad; ni tampoco la tenía esta habitación caliente, los rostros de hombres y mujeres que él había conocido toda su vida, y que le estaban escuchando—: Cuando esa emigración pasa por uno de esos estrechos valles, deja un suelo que parece que ha sufrido un corrimiento de tierras. Pura basura. Nada. Todo pisoteado y reducido a polvo, aniquilado…

—¿Y cómo pueden seguir en su avance? ¿Qué es lo que comen? —susurró Huru.

—Los almacenes de Invierno de las ciudades que toman. El país está ahora arrasado, las cosechas se han agotado, los animales de caza mayor han huido hacia el sur. Tienen que saquear cada ciudad que encuentran en su camino y vivir de los rebaños de hannes, o morir antes de que salgan de las tierras nevadas.

—Entonces vendrán aquí —dijo uno de los alterranos con voz calmosa.

—Eso creo. Mañana o al día siguiente.

Esto era cierto, pero tampoco era real. Él se pasó la mano por la cara, sintiendo la suciedad y la rigidez y las magulladuras de sus labios aún no curadas. Le había parecido que debía de venir a presentar su informe ante el gobierno de la ciudad, pero estaba tan cansado que no pudo decir nada más, y no oyó lo que los otros decían. Se volvió hacia Rolery, que estaba arrodillada en silencio al lado de él. Sin alzar sus ojos color ámbar, ella dijo con voz muy suave:

—Deberías irte a casa, Alterra.

El no había pensado en ella en todas aquellas interminables horas de lucha, de carreras, disparos y ocultación en el bosque. La conocía sólo desde hacia dos semanas; habría hablado con ella largamente como máximo tres veces; se había acostado con ella una vez, la había llevado como esposa a la Sala de la Ley a primeras horas de la mañana hacía tres días, y una hora más tarde tuvo que irse con las guerrillas. No sabía mucho de ella, y ella ni siquiera era de su especie. Y dentro de un par de días probablemente los dos estaría muertos. Él se rió a su manera silenciosa y puso su mano cariñosamente sobre la de ella.

—Sí, llévame a casa —le dijo.

Silenciosa, delicada, extraña, ella se levantó, y esperó que él se despidiera de los otros.

Él le había contado que Wold y Umaksuman, con unos doscientos más de su pueblo, habían escapado o sido rescatados de la violada Ciudad de Invierno y estaban ahora refugiados en Landin. Ella no le pidió ir a verlos. Mientras subían juntos por la empinada calle desde la casa de Alla a la de ellos, ella preguntó:

—¿Por qué entraste en Tevar para salvar a su gente?

A él le pareció una extraña pregunta.

—Porque no se habrían salvado ellos solos.

—Eso no es una razón, Alterra.

Ella parecía sumisa, la tímida esposa nativa que hacía la voluntad de su señor. Realmente, según él iba descubriendo era obstinada, voluntariosa y muy orgullosa; hablaba suavemente, pero decía lo que quería.

—Es una razón, Rolery. No puedes quedarte aquí sentado viendo cómo esos bastardos matan poco a poco a la gente. De todas formas, yo quiero luchar, responder a su ataque.

—Pero, si los gaales nos ponen sitio, o después, en pleno Invierno, ¿corno vais a alimentar a toda esta gente habéis traído a vuestra ciudad?

—Tenemos suficiente. Los alimentos no son nuestra preocupación. Lo que necesitamos son hombres.

Se tambaleó un poco debido al cansancio. Pero la clara y fría noche había despejado su cerebro, y él sentía con ligero brote de gozo que no había sentido en mucho tiempo. Tenía la sensación de que este pequeño alivio, esta ligereza de espíritu, era debido a la presencia de ella. Él había sido responsable de todo durante mucho tiempo. Ella, la extraña, la extranjera, de sangre y mentalidad ajenas, no compartía su poder o su conciencia o su conocimiento o su exilio. Ella no compartía nada con él, sino que lo había conocido y se había unido a él total e inmediatamente por encima del abismo de sus grandes diferencias: como si fuera tal diferencia, la disparidad entre ellos, lo que les había hecho conocerse y, al unirlos, los había liberado.

Entraron por la puerta de su casa que no estaba cerrada con llave. No había ninguna luz encendida en la alta y estrecha casa de piedra toscamente esculpida. Allí había estado durante trescientos Años, ciento ochenta fases lunares; su bisabuelo había nacido en ella, así como su abuelo, su padre, y el mismo. Para él le resultaba tan familiar como su propio cuerpo. Entrar con ella, la mujer nómada cuyo único hogar habría sido esta o aquella tienda en una ladera u otra, o las hormigueantes madrigueras bajo la nieve, le producía un placer particular. Sentía una ternura hacía ella que apenas sabía cómo expresar. Sin proponérselo dijo su nombre no en voz alta sino paraverbalmente. En seguida ella se volvió hacia él en la oscuridad del vestíbulo, y a oscuras se lo quedó mirando a la cara. La casa y la ciudad estaban en silencio alrededor de ellos. Mentalmente él oyó cómo ella decía su nombre, como un susurro en la noche, como un toque a través del abismo…

—Me has hablado —le dijo él de viva voz, desconcertado, maravillado.

Elia no respondió nada, pero una vez más él la oyó mentalmente, en su sangre y nervios, cómo la mente de ella lo alcanzaba: «Agat, Agat…»

10. El viejo jefe

El viejo jefe era duro. Había sobrevivido a los golpes, las caídas, el agotamiento, la exposición y el desastre con su voluntad intacta, conservando casi totalmente su inteligencia.

Había algunas cosas que no comprendía, y otras a veces las olvidaba. De todos modos estaba contento de haber salido de la sofocante oscuridad de la Casa del linaje, donde el estar sentado junto al fuego le había hecho sentirse como una mujer; eso estaba claro para él. Le gustaba (siempre le había gustado) esta ciudad de los lejosnatos fundada sobre las rocas, iluminada por el sol, barrida por los vientos construida antes de que ninguno de los vivientes hubiera nacido y que aún permanecía desafiante en el mismo lugar. Era una ciudad mucho mejor construida que Tevar. Sobre Tevar él no tenía siempre ideas claras. A veces recordaba los gritos, los techos ardiendo, los cadáveres despedazados y despanzurrados de sus hijos y nietos. A veces no. La voluntad de sobrevivir era muy fuerte en él.

Poco a poco fueron llegando otros refugiados, algunos de las Ciudades de Invierno saqueadas en el norte; en conjunto había ahora unos trescientos miembros de la raza de Wold en la ciudad lejosnata. Era extraño ser pocos, ser débiles, vivir de la candad de los parias, y algunos tevaranos, particularmente entre los hombres de mediana edad, no pudieron soportarlo. Se sentaron en Ausencia con las piernas cruzadas, los ojos semicerrados, como si se los hubieran estado frotando con aceite de gesina. También algunas de las mujeres, que habían visto cómo despedazaban a sus hombres en las calles y casas de Tevar, o que habían perdido hijos, lloraban afligidas sintiéndose enfermas. Mas para Wold el colapso del mundo tevarano era sólo parte del colapso de su propia vida. Sabiendo que su muerte se aproximaba, miraba con gran benevolencia a cada día y a los jóvenes, humanos o lejosnatos: eran los que tenían que seguir luchando.

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