Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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Los gaales debían de estar empleando escaleras, porque ya habían penetrado en la ciudad por su parte norte, según pudo deducir por el ruido. Una lanza se clavó en un tejado, arrojada de lejos. La puerta volvió a crujir. En tiempos antiguos los gaales no tenían escaleras ni arietes, y no venían por miles, sino como tribus andrajosas, bárbaros cobardes, que corrían hacia el sur antes de que llegaran los fríos, no se quedaban a vivir y morir en su propio territorio como hacían los hombres verdaderos… De pronto vino uno con una cara ancha y blanca, y una pluma roja en su mechón de pelo untado de pez, corriendo para abrir la puerta desde dentro. Wold avanzó un paso y le gritó:

—¡Quieto!

El gaal se volvió para mirar y el anciano le arrojó su lanza de hierro de metro ochenta de longitud, clavándosela en el lado, bajo las costillas. Aún estaba tratando de arrancarla del cuerpo convulso, cuando, tras él, la puerta de la ciudad empezó a ceder convertida en astillas. Era algo horrible de ver: la madera se despedazaba como si fuera cuero podrido, con el morro de un grueso ariete asomando por ella. Wold dejó su lanza clavada en el vientre del gaal y corrió calleja abajo, pesadamente, tropezando, hacia la Casa de su linaje. Delante de él todos los tejados de madera de la ciudad estaban ardiendo.

8. En la Ciudad Extraña

Lo más raro de todo dentro de la rareza de esta casa, era la pintura que había sobre la pared de la gran habitación de abajo. Cuando Agat se fue y en las habitaciones reinó un silencio de muerte, ella se quedó mirando la pintura hasta que le pareció que se había convertido en el mundo y ella era la pared. Y el mundo era una red: una profunda red, como las ramas entrelazadas en el bosque, como las corrientes de agua que se mezclaban, plata, gris, negro, tornasolados de verde, rosa, y un amarillo como el sol. Y al observar esta profunda red se veía en ella, entre ella, tejida en ella y tejiéndola, pequeños y grandes dibujos y figuras, animales, árboles, hierbas, hombres y mujeres y otras criaturas, algunas como lejosnatos y otras diferentes; y formas extrañas, cajas apoyadas sobre piernas redondeadas, pájaros, hachas, lanzas plateadas y plumas de fuego, caras que no eran caras, piedras con alas y un árbol cuyas hojas eran estrellas.

—¿Qué es eso? —preguntó a la mujer lejosnata a quien Agat le había pedido que la cuidara, su parienta; y ella, a su manera, esforzándose por ser amable, replicó:

—Es una pintura, un cuadro. Tu gente hace pinturas, ¿no?

—Sí, un poco, ¿y qué significa?

—Se refiere a otros mundos y al nuestro. ¿Ves sus habitantes…? Fue pintada hace mucho tiempo, en el primer Año de nuestro exilio, por uno de los hijos de Esmit.

—¿Qué es aquello? —señaló Rolery a prudente distancia.

—Un edificio. La Gran Sala de la Liga en el mundo llamado Davenant.

—¿Y aquello?

—Un erkar.

—Escucho otra vez —dijo Rolery cortésmente, quien ahora procuraba emplear sus mejores modales en todo momento; pero como Seiko Esmit pareciera no comprender la formalidad, ella le preguntó—: ¿Qué es un erkar?

La mujer lejosnata apretó sus labios un poco y contestó con indiferencia:

—Una cosa para montarse en ella, como…, bueno, vosotros no empleáis ruedas, ¿cómo puedo explicártelo? ¿No has visto nuestras carretillas? ¿Sí? Bueno, pues éste era un carro para montarse en él, pero que volaba por el cielo.

—¿Y vuestro pueblo ya no puede hacer esos carros ahora? —preguntó Rolery asombrada; pero Seiko interpretó mal la pregunta, y replicó rencorosa:

—No. ¿Cómo íbamos a conservar esas habilidades aquí, cuando la Ley nos mandaba no elevarnos sobre vuestro nivel? ¡Durante seiscientos años tu pueblo no ha logrado aprender el uso de las ruedas!

Sintiéndose triste en este extraño lugar, exiliada de su pueblo, y ahora sola sin Agat, Rolery tenía miedo de Seiko Esmit y de todas las personas y cosas con que se encontraba. Pero no quería que se burlara de ella una mujer celosa, una mujer vieja. Y le replicó:

—Pregunto para aprender. Pero no creo que vuestro pueblo haya estado aquí seiscientos años.

—Seiscientos años de nuestro planeta que son diez años de aquí. —Al cabo de un rato, Seiko Esmit prosiguió—: Ya ves, no lo sabemos todo acerca de los erkars y muchas otras cosas que fueron propias de nuestro pueblo, porque cuando nuestros antepasados vinieron aquí, habían jurado obedecer una ley de la Liga, que les prohibía utilizar muchas cosas diferentes de las cosas que usaban los nativos. A esto se le llamaba el Embargo Cultural. Con el tiempo nosotros os habríamos enseñado cómo hacer cosas, como carros con ruedas. Pero la Nave se marchó. Aquí quedamos pocos, y no recibimos noticias de la Liga, y encontramos muchos enemigos entre vuestras naciones en aquellos tiempos. Fue difícil para nosotros observar la Ley y también atenernos a lo que teníamos y sabíamos. Así que quizá olvidamos muchas habilidades y conocimientos. No lo sabemos.

—Era una ley extraña —murmuró Rolery.

—Fue hecha en favor de vosotros, no de nosotros —dijo Seiko con su voz apresurada, con aquel acento duro y claro como el de Agat—. En los Cánones de la Liga, que estudiamos de niños, está escrito: «No se hará proselitismo de ninguna Religión o Ideal, no se enseñará ninguna técnica o teoría, no se exportará ningún modelo cultural, ni se enseñará el idioma paraverbal a ninguna forma de vida de alta inteligencia no comunicante, o a cualquier planeta colonial, hasta que se considere por el Consejo del Área, con el consentimiento del Pleno, que tal planeta está preparado para el Control o para ser elegido miembro» Eso quiere decir, ya ves, que habíamos de vivir exactamente como vosotros vivís En lo que no lo hemos hecho, hemos quebrantado nuestra propia Ley.

—A nosotros no nos hizo ningún daño —comentó Rolery—; pero a vosotros no os hizo mucho bien.

—Tú no puedes juzgarnos —repuso Seiko con aquella rencorosa frialdad; luego, controlándose otra vez, dijo—: Bueno, ahora hay trabajo que hacer. ¿Quieres venir?

Sumisa, Rolery siguió a Seiko. Pero antes de salir se volvió para echar una última mirada a la pintura. Era más grande que cualquier otro objeto que ella hubiera visto. Su sombría, plateada y desconcertante complejidad en cierto modo la afectaban, lo mismo que la presencia de Agat; y cuando él estaba con ella, ella le temía; pero fuera de él. A nada ni a nadie.

Los luchadores de Landin se habían ido. Tenían cierta esperanza de que, por medio de ataques de guerrilla y emboscadas, pudieran hostilizar a los gaales empujándolos hacia el sur en busca de víctimas menos agresivas. Era una esperanza muy débil, y las mujeres estaban trabajando para preparar a la ciudad a resistir un sitio. Seiko y Rolery se presentaron en la Sala de la Liga de la gran plaza, y allí se les asignó la tarea de ayudar a reunir los grandes rebaños de hannes que había en los extensos campos al sur de la ciudad. Fueron veinte mujeres, y a cada una al salir de la Sala se le entregó un paquete con pan y cuajada de leche de hann, porque estarían fuera todo el día. Como el forraje era cada vez más escaso, los rebaños habían estado pastando mucho más al sur entre la playa y las colinas costeras. Las mujeres caminaron algunos kilómetros hacia el sur y luego retrocedieron zigzagueando de acá para allá, reuniendo y arreando a aquellos pequeños, silenciosos y peludos animales cada vez en mayor número.

Rolery vio ahora a las mujeres lejosnatas a una nueva luz. Le habían parecido delicadas, infantiles, con sus vestidos suaves y ligeros, sus voces y sus mentes rápidas. Pero aquí estaban en las rastrojeras de las colinas, rodeadas de hielo, arreando a los lentos y peludos rebaños contra el viento del norte, trabajando juntas, de un modo inteligente y decidido. Eran maravillosas tratando animales, pareciendo dirigirles más que empujarles, como si tuvieran algún dominio sobre ellos. Subieron por la carretera hasta la Puerta del Mar después de que el sol se hubiera puesto, un puñado de mujeres en un mar hirsuto de bestias trotonas y jibosas. Cuando las murallas de Landin aparecieron a la vista, una mujer alzó la voz y cantó. Rolery no había oído nunca a una voz jugar a este juego de entonación y tiempo. Esto hizo parpadear sus ojos y doler su garganta, y en la carretera a oscuras sus pies siguieron el ritmo de la música. El canto fue de voz en voz, carretera abajo; cantaban evocando una patria perdida que no habían conocido jamás, sobre paños tejidos que tenían joyas cosidas, sobre guerreros muertos en la guerra; había una canción acerca de una chica que se volvió loca de amor y se tiró al mar. «¡Oh, las olas balancean lejos antes de la marea…!» Con sus voces dulces, convirtiendo la pena en canción, se acercaron con sus rebaños, veinte mujeres que caminaban en la ventosa oscuridad. La marea había subido, y era una susurrante negrura sobre las dunas a su izquierda. Las antorchas sobre las altas murallas ardieron llameantes ante ellas, convirtiendo a la Ciudad del Exilio en una isla de luz.

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