Ursula Le Guin - Planeta de exilio

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Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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En Landin ahora todos los alimentos estaban estrictamente racionados. La gente comía de modo comunal en uno de los grandes edificios que rodeaban la plaza, o si lo preferían se llevaban sus raciones a su casa. Las mujeres que habían estado recogiendo el ganado llegaron tarde. Después de una cena apresurada en un extraño edificio llamado Thiatr, Rolery fue con Seiko Esmit a la casa de Alla Pasfal. Ella habría preferido ir a la casa vacía de Agat y estar allí sola; pero hacía todo lo que le pedían que hiciera. Ya no era una doncella, ni tampoco era libre, era la esposa de un alterrano, y una prisionera del sufrimiento. Por primera vez en su vida obedecía.

Ningún fuego ardía en el hogar, y sin embargo la alta habitación estaba caliente; lámparas sin pabilos ardían en jaulas de cristal que había en la pared. En esta casa, tan grande como la casa de un linaje en Tevar, sólo vivía una mujer anciana. ¿Cómo soportaban ellos la soledad? ¿Y cómo mantenían el calor y la luz del Verano dentro de los muros? Y durante todo el Año vivían en estas casas, todas sus vidas, sin salir jamás, sin vivir nunca en tiendas en el campo, en las amplias tierras del Verano, en forma nómada… Rolery irguió su vacilante cabeza y miró de reojo a la vieja, a Pasfal, para ver si ésta se había dado cuenta de que estaba adormilada. Se había fijado en ello. La vieja veía todo, y odiaba a Rolery.

Y también la odiaban todos los alterranos, esos Mayores lejosnatos. La odiaban porque amaban a Jakob Agat con un amor celoso; porque había tomado a ella por esposa, porque era humana y ellos no.

Uno de ellos estaba diciendo algo sobre Tevar, algo muy extraño que ella no creyó. Bajó la mirada, pero el temor debió de haberse mostrado en su rostro, porque uno de los hombres, Dermat Alterra, dejó de escuchar a los otros y dijo:

—Rolery, ¿no sabías que Tevar se ha perdido?

—Escucho —susurró ella.

—Nuestros hombres estuvieron acosando a los gaales durante todo el día desde el oeste —explicó el lejosnato—. Cuando los guerreros gaales atacaron Tevar, nosotros atacamos su línea de porteadores de equipaje y los campamentos que sus mujeres estaban levantando al este del bosque. Eso distrajo a algunos de ellos, y algunos de los tevaranos pudieron escapar, aunque ellos y nuestros hombres se han dispersado. Algunos han vuelto ya, pero no sabemos exactamente qué está haciendo el resto, y como es una noche tan fría y ellos están allá en las colinas…

Rolery permaneció sentada y en silencio. Estaba muy cansada, y no comprendió. La Ciudad de Invierno había sido tomada, destruida. ¿Podía ser eso cierto? Ella había dejado a su pueblo; ahora todos los suyos estaban muertos o sin hogar en las colinas en la fría noche de Invierno. Había quedado sola. Aquellos extraños hablaban y hablaban con sus voces duras. Por un instante Rolery tuvo una ilusión, que ella sabía que era una ilusión, pues le pareció ver una fina película de sangre sobre sus manos y muñecas. Se sintió ligeramente enferma; pero ya no estaba adormilada. De vez en cuando le parecía que estaba entrando en las afueras, en la primera etapa de la Ausencia por un minuto. Los brillantes y fríos ojos de la vieja, la bruja Pasfal, la miraban fijamente. Ella no podía moverse. No había un sitio donde ir. Todo el mundo estaba muerto.

Entonces hubo un cambio. Era corno una lucecita lejos en la oscuridad. Y ella dijo en voz alta, aunque tan suavemente que sólo los que estaban cerca de ella la oyeron:

—Agat viene hacia aquí.

—¿Te está hablando? —le preguntó Alla Pasfal con sequedad.

Rolery miró por un momento a la vieja que ella temía, como si no la viera.

—Viene hacia aquí —repitió.

—Probablemente no está enviando, Alla —dijo el llamado Pilotson—. Ellos están en constante relación.

—Tonterías, Huru.

—¿Por qué han de ser tonterías? Él nos contó que envió a ella con gran fuerza y estableció contacto. Ella debe de ser una Natural. Y eso estableció una relación. Ya ha ocurrido antes.

—Entre parejas humanas, sí —dijo la anciana—. Una chica no entrenada no puede recibir ni enviar un mensaje paraverbal, Huru; una Natural es cosa de lo más raro en el mundo. Y ésta es una hilfa, no una humana.

Rolery mientras tanto se levantó, se salió del círculo y se dirigió hacia la puerta. La abrió. Fuera había la vacía oscuridad y el frío. Ella miró calle arriba, y en un instante pudo distinguir a un hombre que bajaba fatigado y a paso lento. Él llegó al chorro de luz amarillenta que salía de la puerta abierta, y alargando su mano para tomar la de ella. Casi sin aliento, la llamó por su nombre. Su sonrisa mostró que había perdido tres dientes; había un vendaje ennegrecido alrededor de su cabeza, por debajo de su gorro de piel; él estaba grisáceo por la fatiga y el dolor. Había estado en las colinas, desde que los gaales habían entrado en el territorio de Askatevar, durante tres días y dos noches.

—Dame un poco de agua para beber —dijo a Rolery con suavidad, y entonces penetró en la luz, mientras que los otros se acercaban y lo rodeaban.

Rolery halló la sala de cocinar y en ella la caña de metal con una flor encima a la que se había de dar una vuelta para que el agua saliera de la caña; en la casa de Agat había también uno de esos artificios. Como ella no viera cuencos ni tazas colocadas en ninguna parte, recogió el agua en un hueco del borde suelto de su túnica de cuero, y así la llevó a su esposo que estaba en la otra habitación. Él, gravemente, bebió en la túnica. Los otros se quedaron mirando boquiabiertos y Pasfal dijo secamente:

—Hay tazas en la alacena.

Pero ella ya no era una bruja, su malicia caía como una flecha gastada. Rolery se arrodilló al lado de Agat y oyó su voz.

9. Las guerrillas

La temperatura era más cálida de nuevo, después de la primera nevada. Lució el sol, llovió poco, sopló viento del noroeste, y hubo ligeras heladas de noche, más o menos como en la última fase lunar de Otoño. El Invierno no era tan diferente a la estación anterior. Era difícil creer en los anales anteriores, que hablaban de nevadas de tres metros de altura, y fases lunares enteras en que el hielo nunca se derretía. Puede que eso viniera más tarde. El problema ahora eran los gaales…

Prestando poca atención a las guerrillas de Agat, aunque habían infligido algunas desagradables pérdidas a los flancos de su ejército, los norteños habían proseguido en gran número su rápida marcha a través del territorio de Askatevar, acamparon al este del bosque, y ahora en el tercer día estaban asaltando la Ciudad de Invierno. Sin embargo no la estaban destruyendo; evidentemente estaban tratando de salvar del fuego los graneros, los rebaños y quizás a las mujeres. Sólo mataban a los hombres. Quizá, tal como se había informado, iban a dejar una guarnición en aquel lugar compuesta de algunos de sus hombres. Cuando viniera la Primavera, los gaales que regresaran del sur podrían marchar de ciudad en ciudad de un Imperio.

«No son como los hilfos», pensó Agat, que estaba echado en el suelo, oculto bajo un inmenso árbol caído, en espera de que su pequeño ejército tomara posiciones para su propio asalto a Tevar, Él había estado en campo abierto, luchando y escondiéndose, desde hacía dos días y dos noches. Una de las costillas que le habían resquebrajado durante la paliza que recibió en el bosque, le dolía a pesar de estar bien vendada, así como una ligera herida en el cuero cabelludo que le había causado ayer un gaal con una honda; pero gracias a la inmunidad contra la infección, las heridas cicatrizaban muy rápidamente, y Agat prestaba poca atención a todo lo que no fuera una arteria cortada. Sólo había sido derribado una vez de un golpe. Estaba sediento en aquel momento y se sentía un poco agarrotado; pero su mente estaba atenta y sintió alivio por este breve y forzado descanso. Esta planificación anticipada no se parecía en nada a lo que hacían los hilfos. Los hilfos no consideraban ni el tiempo ni el espacio del modo lineal e imperialista de su propia especie. El tiempo para ellos era un farol iluminado un paso antes, un paso después; el resto era una oscuridad en la que no se distinguía nada. El tiempo era este día, este único día del Año inmenso. Ellos no tenían vocabulario histórico, simplemente había un hoy y un «tiempo pasado». Miraban hacia delante a lo máximo hasta la próxima estación. No miraban al tiempo sino como la lámpara en la noche, como el corazón en el cuerpo. Y lo mismo les pasaba con el espacio: el espacio para ellos no era una superficie sobre la cual trazar límites, sino un territorio, una tierra núcleo, centrada en sí y en el clan y la tribu. Alrededor del territorio había áreas que se abrillantaban cuando uno se aproximaba a ellas, y se oscurecían cuando uno las dejaba; contra más lejanas, más desmayadas. Pero no había líneas, ni límites. Esta planificación anticipada, este intento de aferrarse a un sitio conquistado a través del espacio y del tiempo no era típico de ellos; mostraba… ¿qué? ¿Un cambio autónomo en el modelo de cultura hilfa, o un contagio de las viejascolonias septentrionales y correrías del Hombre?

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