—Bueno, claro—dijo ella, disgustada.
Él dejó de ser sarcástico.
—Lo malo es que no tenemos bastantes hijos. Hay muchos abortos o niños que nacen muertos. Muy pocos logran sobrevivir.
—Ya he oído decir eso, y he pensado en ello. Es que sois tan extraños. Concebís niños en cualquier época del Año, incluso durante la Barbecho de Invierno… Y eso ¿porqué?
—No podemos evitarlo, somos así —él volvió a reírse. mirándola; pero ella estaba muy seria ahora.
—Yo nací fuera de estación, en la Barbecho de Verano —explicó ella—. Eso ocurre entre nosotros muy raramente; y ya ves cuando el Invierno termine seré demasiado vieja para tener un niño de Primavera. Nunca tendré un hijo. Cualquier de estos días algún anciano me tomará como quinta esposa, pero la Barbecho de Invierno ha empezado y cuando llegue la Primavera seré vieja… Es por ello que moriré estéril. Para una mujer, es mejor no haber nacido fuera de estación, como nací yo… Y otra cosa, ¿es verdad eso que dicen de que un lejosnato sólo toma una esposa?
Él asintió, y ella se encogió de hombros.
—¡No me extraña que cada vez seáis menos!
El hizo una mueca, pero ella insistió:
—Muchas esposas, muchos hijos. Si tú fueras tevarano, ya tendrías cinco o seis hijos. ¿Tienes alguno?
—No, soy soltero.
—Pero, ¿no se ha acostado nunca con una mujer?
—Bueno, sí —contestó él, y ya más afirmativamente—: ¡Pues claro! Pero cuando queremos hijos, nos casamos.
—Si tú fueras uno de los nuestros…
—Pero no soy uno de los vuestros —replicó él.
Se hizo un silencio. Finalmente, el dijo muy amable:
—No son las maneras y costumbres lo que hace la diferencia. No sabemos en dónde está el mal; pero está en el semen. Algunos doctores creen que se debe a que este sol es diferente al sol bajo el cual nació nuestra raza. Nos afecta, cambia nuestro semen poco a poco. Y ese cambio mata.
De nuevo se hizo el silencio entre ellos.
—¿Cómo era el otro mundo…, el vuestro?
—Hay canciones que explican cómo era —repuso el, pero cuando ella le pregunto con timidez qué era una canción, él no contestó; al cabo de un rato dijo—: En nuestro lugar de origen el mundo estaba más cercano a su sol, y el año no tenía siquiera la duración de una fase lunar de aquí. Eso dicen los libros. Fíjate, todo el Invierno duraba noventa días…
Esto hizo reír a los dos.
—¡No tendrían tiempo de encender un fuego! —se burló Rolery.
La oscuridad sustituía poco a poco a la penumbra del bosque. El sendero corría indistinto frente a ellos, una débil abertura entre árboles que conducía por la izquierda a la ciudad de ella, y por la derecha a la de él. Pero aquí solo había viento, penumbra y soledad. La noche se acercaba rápidamente. Noche, Invierno y guerra, tiempo de morir.
—Yo tengo miedo al Invierno —dijo ella en voz baja.
—Todos se lo tenemos —contesto él—. ¿Cómo será?… Solo hemos conocido la luz del sol.
Ella no había conocido nunca a nadie, entre los suyos, que hubiera roto su temeraria y descuidada soledad mental; como no tenía compañeros de su edad, y también por propia elección, siempre había estado sola, yendo a lo suyo, y preocupándose muy poco de las demás personas. Pero ahora, cuando el mundo se volvía grisáceo, y nada prometía algo mas allá de la muerte, ahora que sentía temor por primera vez, había conocido a él, la figura morena junto a la torrerroca que se levantaba sobre el mar, y había oído una voz que habló en su sangre.
—¿Por qué nunca me miras? — le pregunto él.
—Te miraré—contesto ella—, si tú quieres que lo haga.
Pero no lo hizo, aunque sabia que él la estaba mirando con aquellos extraños ojos sombríos. Al final, ella alargo su mano y él se la tomó.
—Tus ojos son dorados —le dijo él—. Quiero…, quiero… ¡Si supieran que estamos juntos ahora!
—¿Los tuyos?
— No, los tuyos. A los míos no les importa.
—Y los míos no tienen por qué enterarse.
Los dos hablaron casi en susurros, pero ansiosamente, sin pausas.
—Rolery, me marcho para el norte dentro de dos noches.
—Ya lo sé.
—Cuando vuelva…
—Pero, ¿y si no vuelves? —gritó la chica, bajo la presión del terror que se había apoderado de ella por el fin del Otoño, el miedo al frío y la muerte.
Él la sostuvo contra sí, asegurándole, con voz tranquila, que él volvería.
Y mientras Agat hablaba, ella sintió el latido del corazón de él y el latido de su propio corazón.
—Quiero quedarme contigo —dijo Rolery.
—Quiero quedarme contigo —repitió él.
Se había hecho la oscuridad alrededor de ellos. Cuando se levantaron caminaron lentamente por la grisácea lobreguez. Ella le siguió hacia la ciudad de él.
—¿Dónde podemos ir? —preguntó él con una especie de risa sarcástica—. Esto no es como un amor de Verano… Hay un refugio de cazadores allá por la loma… Pero te van a echar de menos en Tevar.
—No —susurró ella—. No me echarán de menos.
Los exploradores ya se habían ido; mañana los Hombres de Askatevar emprenderían la marcha hacia el norte por la ancha y confusa senda que dividía su territorio, mientras que el grupo más pequeño de Landin iría por la vieja carretera de la costa. Al igual que Agat, Umaksuman había juzgado que era mejor mantener separadas a las dos fuerzas hasta la víspera del combate. Se habían aliado sólo porque Wold había impuesto su autoridad. Muchos de los hombres de Umaksuman, aunque veteranos de muchas incursiones y expediciones de saqueo antes de la Paz de Invierno, habían ido con desgana a esta guerra fuera de temporada, y una facción numerosa, que incluso contaba con miembros dentro de su linaje, detestaba tanto esta alianza con los lejosnatos que estaban dispuestos a interponer tantas dificultades como pudieran. Ukwek y otros habían dicho abiertamente que cuando hubieran terminado con los gaales, acabarían con los brujos. Agat no hizo caso de eso, previendo que la victoria modificaría, y la derrota acabaría, sus prejuicios; pero ello preocupaba a Umaksuman, cuyos pensamientos no iban tan lejos.
—Nuestros exploradores los tendrán siempre a la vista a lo largo de todo el camino. Puede que los gaales no nos esperen en la frontera.
—El Valle Largo más abajo de Cragtop sería un buen sitio para entablar batalla —dijo Umaksuman con su abierta sonrisa—. ¡Buena suerte, Alterra!
—¡Buena suerte, Umaksuman!
Se separaron como amigos, allí bajo la entrada de piedra cimentada en barro de la Ciudad de Invierno. Al volverse Agat algo brilló en la empañada atmósfera de la tarde más allá del arco, el movimiento de algo que se agitaba. Él alzó la mirada, sorprendido, y luego se volvió.
—Mira eso.
El nativo salió de las murallas y se quedó al lado de él un minuto, para ver por primera vez aquello de que tanto habían hablado los ancianos. Agat alargó su mano con la palma hacia arriba. Una reluciente partícula blanca tocó su muñeca y desapareció. El largo valle cubierto de rastrojos y pastos consumidos, el arroyo, la oscura mancha del bosque y las lejanas colinas al sur y al oeste parecieron temblar ligeramente, retirarse, mientras los copos caían al azar de un cielo que parecía muy bajo, girando e inclinándose un poco, aunque el viento estaba en calma.
Los niños gritaron excitados tras ellos entre las casas de tejados de madera.
—La nieve es más pequeña de lo que pensé —dijo Umaksuman al final, con voz soñadora.
—Yo pensé que sería más fría. El aire parece más caliente que antes.
Agat se sintió emocionado por la encantadora fascinación de la caída de la nieve.
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