La conversación derivó hacia temas generales, aunque tendía siempre a centrarse en torno y a referirse a Jakob Agat. Él era más joven que varios de ellos, y aunque diez alterranos eran elegidos como iguales para ocupar durante diez años sus cargos en el consejo, él era de modo claro y reconocido su dirigente, su centro. No es que hubiera ninguna razón especial visible para ello, excepto el vigor con que se movía y hablaba, su aire de autoridad, cuyos efectos sobre él eran una cierta tensión y gravedad, resultados de la pesada carga de responsabilidad que había llevado durante tanto tiempo, y que cada día era más excesiva.
—Cometí un desliz —dijo a Pilotson, mientras que Seiko y las otras mujeres del consejo preparaban y servían una infusión de hojas de basuk, llamada ti, en las tacitas ceremoniales.
—Puse tanto interés en convencer a aquel viejo de que los gaales son realmente un peligro, que creo que transmití por un momento. No de modo verbal; pero él pareció como si hubiera visto un fantasma.
—Tienes un sentido de la proyección muy poderoso, y te controlas mal cuando estas bajo tensión. Probablemente él vio un fantasma.
—Hemos estado sin contacto con los hilfos tanto tiempo, hemos vivido tanto para nosotros mismos, estamos tan aislados que no puedo fiarme de mi control. Primero dirigí la palabra a aquella chica allá en la playa, luego me proyecte hacia Wold, dirán que somos brujos si esto sigue, como lo dijeron en los primeros años… Y hemos de lograr que confíen en nosotros. ¡En tan breve tiempo! ¡Si hubiéramos previsto lo peligrosos que son ahora los gaales!
—Bueno —comentó Pilotson en su estilo prudente—, como ya no hay mas asentamientos humanos a lo largo de la costa, demos gracias a tu previsión al enviar exploradores al norte, que nos han informado de antemano. A tu salud, Seiko —añadió, aceptando la humeante tacita que ella le entregó.
Agat tomó la última tacita de la bandeja, y se bebió su contenido de un trago, El ti recién hecho producía una ligera sensación estimulante. Él sintió un vivido calorcillo astringente en la garganta y se dio cuenta de la intensa mirada de Seiko, de la gran sala desnuda iluminada, del crepúsculo fuera de las ventanas. La taza que tenía en sus manos, de porcelana azul, era muy antigua, un trabajo del Quinto Año. Los libros impresos a mano guardados en cajas situadas bajo las ventanas eran también de gran antigüedad. Todos sus lujos, todo lo que los hacia civilizados, todo lo que les mantenía alterranos era antiguo. En vida de Agat, y mucho antes, no había habido energía ni ocio para esas afirmaciones sutiles y complejas de la habilidad y el espíritu del hombre. Ahora se limitaban a conservar y a perdurar.
Año tras año, al menos durante diez generaciones, su número había ido disminuyendo; muy gradualmente, pero cada vez nacían menos niños. Ellos quedaron cercenados y al mismo tiempo en desventaja. Los viejos sueños de dominación fueron olvidados definitivamente. Volvieron (si los Inviernos y las hostiles tribus hilfas no se aprovecharon de su debilidad primero) al viejo centro, la primera colonia, Landin. No enseñaron a sus hijos nada nuevo, sino los viejos conocimientos y las antiguas maneras. Vivieron cada vez más humildemente, y llegaron a valorar lo sencillo sobre lo complicado, la calma sobre la emulación, el valor sobre el éxito. Se retiraban.
Agat, mirando fijamente a la tacita que tenía en su mano, vio en su clara transparencia la perfecta habilidad de su hechura y la fragilidad de su sustancia, una especie de epítome del espíritu de su pueblo. Fuera de las altas ventanas el aire tenía el mismo azul translúcido. Pero era frío: un crepúsculo azul, inmenso y frió. Agat evocó de nuevo el viejo terror de su infancia, el terror que, conforme él se volvió adulto, razonó así: este mundo en el que él había nacido, en el cual su padre y antepasados habían nacido durante veintitrés generaciones, no era su patria ni su hogar. Su especie era aquí extraña. Y en su interior ellos se daban cuenta de eso. Ellos eran los lejosnatos. Y poco a poco, con mayestática lentitud, con la obstinación vegetal del proceso de evolución, este mundo los estaba matando, rechazaba el injerto.
Ellos eran quizá demasiado sumisos a este proceso, tenían demasiadas ganas de extinguirse. Pero no tenían ni el conocimiento ni la habilidad para combatir la esterilidad y los abortos prematuros que reducían sus generaciones. Porque no toda la sabiduría estaba escrita en los Libros de la Liga, y día a día, y año a año, siempre se perdían algunos conocimientos, suplantados por ese poco de información mucho más útil inmediatamente y que concernía a la resistencia aquí y ahora. Y al final, habían llegado a no comprender mucho de lo que los libros les decían. ¿Qué quedaba en verdadera de su herencia? Si alguna vez la nave de que hablaban las viejas esperanzas y relatos descendía envuelta en fuego de las estrellas, los hombres que bajaran de ella ¿sabrían que ellos eran también hombres?
Pero ninguna nave había venido, ni vendría. Ellos morirían; su presencia aquí, su largo exilio y lucha en este mundo acabaría, roto como un pedazo de arcilla.
Soltó la tacita con mucho cuidado sobre la bandeja, y se secó el sudor de su frente. Seiko le estaba mirando. El se apartó de ella bruscamente y empezó a escuchar a Jonkendy, Dermat y Pilotson. Entre aquel débil alud de presentimientos él había recordado brevemente, ajena al asunto y, sin embargo, pareciendo ser a la vez una explicación y un signo, a la ligera, ágil y asustada figura de aquella chica, Rolery, que le tendía su mano desde las piedras oscuras asediadas por el mar.
El ruido fuerte y sordo de piedra golpeada sobre piedra resonó entre los tejados y murallas inacabadas de la Ciudad de Invierno, y llegó hasta las altas tiendas rojas levantadas alrededor de ella. Los gritos de ak ak ak ak se oyeron largo tiempo, hasta que de repente un segundo golpeteo se unió a él como contrapunto, kadak ak ak kadak. Le siguió otro en una nota más elevada, con un ritmo rápido, y otro, y otro más, hasta que se perdió toda medida en el estruendo confuso del ruido constante, una avalancha de choques de piedras contra piedras en el cual el ritmo de cada golpeteo particular quedaba sumergido y no era distinguible.
Conforme aquel fragor de ruidos prosiguió incesante y aturdidor, el Hombre Mayor de los Hombres de Askatevar caminó lentamente desde su tienda entre las filas de tiendas y fuegos encendidos para cocinar de los cuales se elevaba el humo a través de la luz tenue del anochecer de un Otoño tardío. Rígido y grave, el anciano recorrió solo el campamento de su pueblo y entró por la puerta de la Ciudad de Invierno por un tortuoso sendero entre los tejados de madera de las casas, que se asemejaban a tiendas, pues no tenían paredes laterales sobre el suelo, y llego a un espacio abierto en medio de aquellos techos puntiagudos. Allí había un centenar de hombres sentados, las rodillas contra el mentón, golpeteando piedras contra piedras, machacando, en una percusión que parecía un trance hipnótico carente de tono. Wold se sentó, completando el circulo. Tomó la más pequeña de las dos pesadas piedras desgastadas por el agua que había frente a él, y con una fuerza satisfactoria la golpeó contra la mayor: ¡ Klak! ¡Klak! ¡Klak! A derecha e izquierda de él prosiguió el estruendo, un rugido rechinante de ruidos al azar en medio del cual podía oírse de vez en cuando un fragmento de cierto ritmo. El ritmo desaparecía, se repetía, una concatenación de ruidos casuales. Cuando se repitió, Wold se sumó a él, lo dejó cuando cesó de nuevo y lo mantuvo al volver otra vez. Ahora para él dominaba el estruendo. Ahora lo marcaba su vecino de la izquierda, sus dos piedras levantándose y cayendo a la vez; ahora su vecino de la derecha. Ahora lo estaban marcando otros al otro lado del circulo, golpeteando al unísono. Se distinguió claro entre el ruido, lo dominó, y forzó a todo ruido distinto a someterse a su ritmo simple e incesante, el concordante y fuerte latir de los Hombres de Askatevar, golpeteando, golpeteando, golpeteando.
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