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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

Planeta de exilio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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Se sentó en el suelo detrás de su tienda, acomodándose con dificultad, alargando sus nudosas piernas cicatrizadas hacia la luz del sol. Un sol que parecía pequeño y blanquecino, aunque el cielo mostraba un azul impoluto; aparentaba tener la mitad del tamaño del gran sol del Verano, más pequeño aún que la Luna. «Cuando el sol se encoge más que la luna, el frío pronto nos importuna…» El suelo estaba empapado por las continuas lluvias que les habían atormentado durante toda esta fase lunar, y marcando aquí y allá por los pequeños surcos dejados por los piesraíces emigrantes. ¿Que era lo que la muchacha le había preguntado sobre los lejosnatos, y acerca del heraldo? ¡Ah, ya! Aquel individuo vino jadeando ayer, ¿fue ayer?, contando que los gaales habían atacado la Ciudad de Invierno de Tlokna, situada al norte, cerca de las Montañas Verdes. Ese cuento podría ser una mentira o un producto del pánico. Los gaales nunca atacaban ciudades amuralladas. Los bárbaros de nariz plana, con sus plumas y suciedad, que corrían hacia el sur como animales sin madriguera cuando se aproximaba el Invierno, eran capaces de tomar una ciudad. Y además, Pekna era sólo un pequeño campamento de caza, no una ciudad amurallada. El corredor había mentido. Todo iba bien. Ellos sobrevivirían. ¿Dónde estaba aquella mujer loca con su desayuno? Aquí, ahora, hacía calor, aquí al sol…

La octava esposa de Wold subió penosamente con un cuenco de bhan humeante, vio que él estaba dormido, suspiró rezongando, y bajó penosamente de nuevo dirigiéndose hacia el fuego de cocinar.

Aquella tarde, cuando el lejosnato llegó a su tienda, rodeado de guardianes melancólicos, y seguido de un montón de chiquillos andrajosos que lo miraban de reojo y se mofaban de él, Wold recordó riéndose lo que la chica le había dicho: «Tu Sobrino. Mi primo». Se levantó como pudo y se quedó de pie para saludar al lejosnato evitando mirarle a la cara y alargándole la mano en el saludo entre iguales.

Y sin vacilar, el forastero le saludó como un igual. Ellos tenían siempre esa arrogancia, ese aire de saberse tan buenos como los hombres, lo creyeran o no realmente. Este individuo era alto, bien proporcionado, aún joven; andaba como un jefe. Exceptuando su tez morena y sus ojos negros y espectrales, podría haber sido tomado por un humano.

—Soy Jakob Agat, Mayor.

—Bienvenido a mi tienda y a las tiendas de mi linaje, Alterra.

—He oído con mi corazón —contestó el lejosnato.

Ante lo cual Wold hizo una pequeña mueca, pues no había oído a nadie decir eso desde los tiempos de su padre. Era extraño cómo los lejosnatos recordaban siempre los antiguos modales y sacaban a relucir cosas ya enterradas en el pasado. ¿Cómo podía conocer este individuo joven una frase que sólo Wold y quizás un par de los hombres más ancianos de Tevar recordaban? Ello formaba parte de la extrañeza de los lejosnatos, que era llamada brujería, y que hacía que la gente temiera a aquellas gentes morenas. Pero Wold nunca les había temido.

—Una mujer noble de tu linaje moró en mis tiendas, y yo pasé muchas veces por las calles de vuestra Ciudad en Primavera. Lo recuerdo. Por ello digo que ningún hombre de Tevar rompa la paz entre nuestros pueblos mientras yo viva.

—Ningún hombre de Landin la romperá mientras yo viva.

El anciano jefe se había sentido conmovido por su breve discurso; había lágrimas en sus ojos, y se sentó en su arca de cuero pintado carraspeando y parpadeando. Agat siguió de pie, muy erguido, vestido con capa negra, ojos oscuros en un rostro moreno. Los jóvenes cazadores que le guardaban se inquietaron, los niños atisbaron susurrando y empujándose a la puerta de la tienda. Con un gesto, Wold los echó a todos fuera. La cortina de la puerta fue bajada, la anciana Kerly avivó el fuego, y luego salió apresuradamente, y él se quedó a solas con el forastero.

—Siéntese —le dijo.

Agat no se sentó, y repuso:

—Escucharé.

Y siguió de pie. Si Wold no le pedía que se sentara, delante de otros humanos, él no se sentaría cuando nadie le viera. Wold no pensó en ello ni tomó ninguna decisión, simplemente lo percibió a través de una piel vuelta sensible por sus muchos años de jefatura y de mando sobre personas.

Suspiró y llamó:

—¡Mujer! —con su voz baja y cascajosa. La anciana Kerly reapareció, y le miró con fijeza—. ¡Siéntate! —dijo Wold a Agat, quien se sentó con las piernas cruzadas, junto al fuego—. ¡Vete! —refunfuño Wold a su esposa, que desapareció.

Silencio. Despacio y trabajosamente, Wold deshizo los lazos de una pequeña bolsa de cuero que colgaba del cinturón de su túnica, sacó un diminuto terrón de aceite de gesina solidificado, partió de él un fragmento aún más pequeño, lo volvió a guardar en la bolsa, ató de nuevo ésta y puso el fragmento sobre un carbón encendido al borde del fuego. Un pequeño rizo de un humo acre y verdoso se elevó; Wold y el forastero inhalaron profundamente y cerraron los ojos. Wold se apoyó contra el gran orinal recubierto de pez y dijo:

—Te escucho.

—Mayor, hemos tenido noticias del norte.

—Nosotros también. Ayer vino un heraldo.

«Fue ayer», pensó.

—¿Te habló de la Ciudad de Invierno de Tlokna?

El anciano se quedó mirando al fuego durante un rato, aspirando profundamente, como si quisiera una última vaharada de gesina, mordiéndose la parte interior de sus labios, su cara (como él bien sabía) tan embotada como un pedazo de madera, inexpresiva, senil.

—No me gustaría ser portador de malas noticias —dijo el forastero con su voz tranquila y grave.

—Y no lo eres, pues ya hemos oído decir eso. Es muy difícil, Alterra, saber la verdad por historias que vienen de muy lejos, de otras tribus, de otros terrenos de pastos. Incluso un heraldo tarda ocho días en ir de Tlokna a Tevar, y el doble si va con tiendas y hannes. ¿Quién sabe? Estaremos preparados para cerrar las puertas de Tevar inmediatamente cuando se produzca la Marcha hacia el Sur. Y vosotros, en vuestra ciudad que nunca dejáis, ¿no necesitáis reparar las puertas?

—Mayor, esta vez harán falta puertas muy fuertes. Tlokna tenía murallas, y puertas, y guerreros. Y ahora ya no tiene nada. Y eso no es un rumor. Allá había hombres de Landin hace diez días; estaban vigilando las fronteras a la espera de los primeros gaales. Pero los gaales se han presentado todos de una vez…

—Alterra, yo te he escuchado… Ahora escúchame tú a mí. Los hombres a veces se asustan y huyen antes de que el enemigo llegue. Hemos oído contar que si esto, que si lo otro. Pero yo soy viejo. He visto dos Otoños, he visto venir el Invierno, he visto a los gaales venir hacia el sur. Yo te diré la verdad.

—Te escucho —dijo el forastero.

—Los gaales viven en el norte, más allá de las tierras más lejanas pobladas por los hombres que hablan nuestro lenguaje. Tienen allá ricas tierras herbosas de Verano, según cuentan, al pie de montañas con ríos de hielo en sus cimas. A mediados de Otoño el frío y los animales de la nieve empiezan a descender hacia sus tierras desde el norte más remoto donde siempre es Invierno, y, al igual que nuestros animales, los gaales se dirigen hacia el sur. Llevan con ellos sus tiendas; pero no construyen ciudades ni guardan grano. Atraviesan los terrenos de pastos de Tevar mientras las estrellas del Árbol aparecen con el crepúsculo, y antes de que salga la Estrella de Nieve, en la transición de Otoño a Invierno. Si encuentran familias que viajen sin protección, caza, rebaños o campos sin guardar, matan y roban. Si ven una Ciudad de Invierno construida, con guerreros en sus murallas, pasan esgrimiendo sus espadas y gritando, y nosotros disparamos algunos dardos contra las espaldas de los últimos… Prosiguen su marcha, y se detienen sólo en alguna parte muy al sur de aquí; algunos hombres dicen que es un sitio caliente donde ellos pasan el Invierno, pero, ¿quién sabe? Así es la Marcha hacia el Sur. Lo sé. Yo la he visto, Alterra, y también les he visto regresar al norte en el deshielo, cuando los bosques brotan. No atacan ciudades de piedra. Son como el agua que corre y hace ruido, pero a la que la piedra divide sin moverse. Y Tevar es de piedra.

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