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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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La chica aguardó, y Wold se quedó absorto, como si mirara hacia otra época, al pasado, la Primavera. Colores y fragancias hacía mucho desvanecidos, plantas que no habían florecido durante cuarenta fases lunares, el casi olvidado sonido de una voz.

—Ella era joven —prosiguió el anciano—. Murió joven. Antes de que llegara el Verano —al rato añadió—: Además, eso no tiene nada que ver con que una chica sin velo hable a un lejosnato. Hay una diferencia, pacienta.

—¿Qué diferencia?

Aunque impertinente, ella se merecía una respuesta:

—Hay varias razones, y algunas son mejores que otras, Y la principal es ésta: un lejosnato toma una sola esposa, así que una verdadera mujer que se case con él no le dará hijos.

—¿Por qué no Abuelo?

—¿Es que las mujeres ya no hablan en la tienda de las hermanas? ¿Es que eres tan ignorante? ¡Porque humanos y lejosnatos no pueden concebir juntos! ¿Nunca habías oído decir eso? O una coyunda estéril o bien abortos, monstruos deformes que se malogran. Mi esposa, Arilia, que era lejosnata, murió al abortar un hijo. Su pueblo no tiene reglas como el nuestro; sus mujeres son como hombres, se casan con quien quieren. Pero entre los Seres Humanos hay leyes: las mujeres se acuestan con hombres, se casan con hombres, dan a luz criaturas humanas.

Ella pareció sentirse un poco enferma y afligida. Luego, mirando hacia el ajetreo bullicioso que había en las murallas de la Ciudad de Invierno, dijo:

—Una buena ley para mujeres que tienen hombres con quienes acostarse…

Parecía tener unas veinte fases lunares de edad, lo que significaba que era la que había nacido fuera de temporada, justo en plena barbechera de Verano, cuando no nacían niños. Los hijos de la Primavera serían ahora dos o tres veces mayores que ella en edad, estarían casados, se habrían vuelto a casar, eran prolíficos; los otoñatos eran todos niños aún. Pero algún primaverato la tomaría a ella por tercera o cuarta esposa; ella no tenía por qué quejarse. Quizás él dispusiera su matrimonio, aunque eso dependía de las afiliaciones de ella.

—¿Quién es tu madre, parienta?

Ella se quedó mirando al broche del cinturón de él, y contestó:

—Shakatany fue mi madre. ¿Es que la ha olvidado usted?

—No. Rolery —replicó el anciano al cabo de un rato—. No la he olvidado. Y ahora escucha, hija, ¿dónde hablaste con ese Alterra? ¿Se llama Agat?

—Esa palabra forma parte de su nombre.

—Yo conocí a su padre y a su abuelo. Es pariente de la mujer…, de la lejosnata de que hablamos. Puede que sea el hijo de su hermana o hijo de un hermano.

—Entonces es sobrino de usted. Mi primo —dijo la chica, echándose a reír de repente.

Wold hizo también una mueca ante la lógica grotesca de este parentesco.

—Me encontré con él cuando fui a ver el océano —explicó ella—. Allá en la arena. Antes había visto a un heraldo que venía del norte. Ninguna de las mujeres lo sabe. ¿Hay noticias? ¿Es que va a empezar la Marcha hacia el Sur?

—Quizá —repuso Wold. Él se había vuelto a olvidar del nombre de la chica—. Y ahora corre, hija, ve a ayudar a tus hermanas en los campos —le dijo.

Y olvidándose de ella y del cuenco de gachas de bhan que había estado esperando, se levantó con dificultad y dio una vuelta fuera de su tienda para ver a las cuadrillas de trabajadores sobre las madrigueras y las murallas de la Ciudad de Invierno, y más allá de ellas, hacia el norte.

Esta mañana, por aquella parte de septentrión el cielo se veía muy claro y azul, y se adivinaba frío sobre las desnudas colinas.

Con toda claridad recordó la vida en las madrigueras excavadas en las cimas: los cuerpos amontonados de cien durmientes, las ancianas despertándose para ir a reavivar los fuegos que enviaban calor y humo a todos sus poros, el olor a hierba de Invierno hervida, el ruido, el hedor, el calor que en Invierno daba la proximidad a aquellos refugios subterráneos construidos bajo el suelo helado. Y la fría y limpia quietud del mundo de arriba, azotado por el viento o cubierto por la nieve, cuando él y otros jóvenes cazadores llegaban hasta muy lejos de Tevar a la caza de pájaros de nieve y korios, y de los gordos wespries que seguían el curso de los ríos helados desde el norte más remoto. Y por encima de todo, al otro lado del valle, desde una mancha de pasto invernal, la aparición de la blanca cabeza colgante de un demonio de las nieves… Pero antes, antes de la nieve, el hielo y las bestias blancas del Invierno, hubo una vez una atmósfera brillante como ésta, un día soleado de viento dorado y cielo azul, frío por encima de las colinas. Y él, que aún no era un hombre, sino sólo un crío entre otros críos y mujeres, al mirar hacía arriba sólo veía caras blancas y planas, plumas rojas, capas muy raras, pieles grises emplumadas; voces que parecía que ladraban como animales con palabras que él no entendía, mientras que los hombres de su linaje y los Mayores de Askatevar respondían con voz firme, ordenando a los caras planas que no prosiguieran. Y aún antes de eso hubo un hombre que vino corriendo desde el norte con un lado de su cara quemado y sangrando, gritando:

—¡Los gaales! ¡Los gaales! ¡Vienen cruzando nuestro campamento de Pekna!

Y mucho más claro que cualquier voz actual, él oyó aquel ronco grito que resonó a lo largo de toda su vida, las sesenta fases lunares que había entre él y aquel chiquillo que miraba fijamente y escuchaba con atención en aquel brillante día. ¿Dónde estaba Pekna? Perdida bajo las lluvias, y las nieves; y los deshielos de la Primavera habían arrastrado los huesos de las víctimas de la matanza, las tiendas de campaña podridas, el recuerdo, el nombre.

No habría matanzas esta vez cuando los gaales vinieran al sur a través de los campos de Askatevar. Él ya se había cuidado de eso. Había algo de bueno en vivir mucho tiempo y recordar males pasados. Ni un solo clan o familia de los Hombres de todo este linaje fue dejado en las Tierras de Verano para que fuera sorprendido sin advertirlo los gaales o la primera ventisca. Todos estaban aquí. Eran veinte cientos con los pequeños otoñatos numerosos como hojas arremolinándose alrededor de sus pies, y mujeres charlando y espigando en los campos como bandadas de aves emigrantes, y hombres reunidos en cuadrillas para construir las casas y murallas de la Ciudad de Invierno con las viejas piedras de los viejos cimientos, o cazando los últimos animales emigrantes; hachando y almacenando montones interminables de leña de los bosques y turba del Pantano Seco, recogiendo todas las cabezas de hannes y metiéndolas en grandes establos, y dándoles pienso hasta que volviera a crecer la hierba de Invierno. Todos ellos, en estas tareas que ya les habían ocupado media fase lunar, le habían obedecido, y él había obedecido las viejas leyes del Hombre. Cuando los gaales llegaran, ellos cerrarían las puertas de la ciudad: cuando las ventiscas comenzaran, ellos cerrarían las aberturas de las madrigueras, y así sobrevivirían hasta la Primavera. Sobrevivirían.

Se sentó en el suelo detrás de su tienda, acomodándose con dificultad, alargando sus nudosas piernas cicatrizadas hacia la luz del sol. Un sol que parecía pequeño y blanquecino, aunque el cielo mostraba un azul impoluto; aparentaba tener la mitad del tamaño del gran sol del Verano, más pequeño aún que la Luna. «Cuando el sol se encoge más que la luna, el frío pronto nos importuna…» El suelo estaba empapado por las continuas lluvias que les habían atormentado durante toda esta fase lunar, y marcando aquí y allá por los pequeños surcos dejados por los piesraíces emigrantes. ¿Que era lo que la muchacha le había preguntado sobre los lejosnatos, y acerca del heraldo? ¡Ah, ya! Aquel individuo vino jadeando ayer, ¿fue ayer?, contando que los gaales habían atacado la Ciudad de Invierno de Tlokna, situada al norte, cerca de las Montañas Verdes. Ese cuento podría ser una mentira o un producto del pánico. Los gaales nunca atacaban ciudades amuralladas. Los bárbaros de nariz plana, con sus plumas y suciedad, que corrían hacia el sur como animales sin madriguera cuando se aproximaba el Invierno, eran capaces de tomar una ciudad. Y además, Pekna era sólo un pequeño campamento de caza, no una ciudad amurallada. El corredor había mentido. Todo iba bien. Ellos sobrevivirían. ¿Dónde estaba aquella mujer loca con su desayuno? Aquí, ahora, hacía calor, aquí al sol…

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