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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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Y se contaban historias y circulaban rumores y fragmentos de cuentos; un cazador era «afortunado como un lejosnato»; había una cierta clase de tierra llamada «mineral de brujos» porque el pueblo de los brujos la apreciaba mucho y por ella daba cualquier cosa a cambio. Pero Rolery no sabía más que retazos de la verdad. Desde mucho tiempo antes de que ella naciera, los Hombres de Askatevar habían vagado por el norte y el oeste de sus tierras. Ella no había visto nunca llevar una cosecha a los graneros que había bajo la colina de Tevar, porque jamás había estado en este límite occidental hasta esta fase lunar, cuando todos los hombres del pueblo de Askatevar se reunieron con sus rebaños y familias para construir la Ciudad de Invierno sobre los graneros enterrados. Ella no sabía nada, realmente, sobre aquella raza extraña, y cuando se dio cuenta de que el luchador que había salido victorioso, el joven delgado llamado Jonkendy, la estaba mirando fijamente a la cara, volvió la cabeza y se apartó atemorizada y disgustada. Él se acercó a ella, su cuerpo desnudo brillando oscuramente por el sudor.

—Has venido de Tevar, ¿no? —le preguntó, en idioma humano, aunque la mitad de las palabras sonaban equivocadas.

Sintiéndose feliz por su victoria, y quitándose la arena de sus pequeños brazos, él le sonrió.

—Sí.

—¿Qué podemos hacer por ti aquí? ¿Quieres algo?

Ella no pudo mirarlo tan de cerca, claro; pero el tono de él era a la vez amistoso y burlón. Era una voz juvenil; pensó que probablemente era más joven que ella; pero no quería ser objeto de burla.

—Sí —respondió con frialdad—. Quiero ver esa roca negra que hay en medio de las arenas.

—Pues ve. La calzada está abierta.

Pareció como si él tratara de atisbar la cara que ella mantenía baja. Ella se apartó un poco más de él.

—Si alguien te detiene, dile que Jonkendy Li te ha enviado —le dijo el muchacho—, ¿o prefieres que vaya contigo?

La chica no respondió a esto. Con la cabeza alta y la mirada baja, se encaminó hacia la calle que llevaba desde la plaza a la calzada. Ninguno de aquellos sonrientes y negros falsos hombres debía de pensar que ella estaba atemorizada…

Nadie la siguió. Nadie pareció fijarse en ella al pasar a su lado en la corta calle. Llegó a los grandes pilares de la calzada, miró hacia atrás, luego hacia el frente, y se detuvo.

El puente era inmenso, una carretera para gigantes. Desde lo alto de la loma le había parecido frágil, pasando sobre campos, dunas y playa con el ritmo ligero de sus arcos; pero ahora podía ver que era lo suficientemente ancho para que lo cruzaran veinte hombres de frente, y llevaba recto hasta los amenazantes portalones negros de la torre roca. No había barandillas que protegieran contra las ráfagas de aire. A nadie se le habría ocurrido dar un paseo por él; no era un paseo para pies humanos.

Una calle lateral la condujo a una puerta occidental en la muralla de la ciudad. Pasó apresuradamente junto a corralesy establos y salió por la puerta sin que nadie lo advirtiera, intentando bordear las murallas y regresar en seguida a casa.

Pero aquí donde los acantilados eran de menor elevación,con muchos escalones cavados en ellos, los campos situados al pie tenían un aspecto pacífico y parecían bien cuidados enla tarde amarillenta. Justo más allá de las dunas estaba la extensa playa, donde ella podía encontrar las largas y verdes flores marinas que las mujeres de Askatevar llevaban en su pecho, y con las que en los días de fiesta se hacían guirnaldas para el cabello. Había olfateado el extraño olor del mar. Ella jamás había paseado por los arenales marinos. El sol aún no se había desvanecido bajo el horizonte. Rolery descendió por una de aquellas escaleras del acantilado y cruzó los campos, atravesó diques y dunas y corrió al final hacia el llano y brillante arenal que se prolongaba hasta perderse de vista hacia el norte, el oeste y el sur.

Soplaba el viento, bajo el débil brillo del sol. Frente a ella, muy lejos desde el oeste, oyó un sonido incesante, una inmensa y remota voz murmurante y adormecedora. La arena se extendía bajo sus pies, firme, igual e interminable. Corrió por el gozo de correr, se detuvo y con una risa de júbilo miró a los arcos de la calzada que parecían marchar solemnes y enormes junto a la diminuta y oscilante línea de la huella de sus pies, corrió de nuevo y se detuvo otra vez para recoger del suelo conchas plateadas que estaban medio enterradas en la arena. Brillante como un puñado de guijarros de color, la ciudad de los lejosnatos parecía colgada sobre la cumbre del acantilado por detrás de ella. Antes de que se cansara de viento salado, espacio y soledad, había llegado casi hasta la torrerroca, que ahora descollaba con su densa negruraentre ella y el sol.

El frío acechaba bajo aquella sombra larga. Tiritó y echó a correr de nuevo para salir de la sombra, alejándose todo lo que pudo de aquella negra masa rocosa. Quería ver cuán bajo estaba ya el sol en el horizonte, hasta dónde había de ir ella para ver las primeras olas del mar.

El viento trajo a sus oídos una voz débil y profunda a la vez, que decía algo, llamaba de un modo tan extraño e insistente que ella se detuvo de pronto, y se volvió para mirar con cierto temor la gran isla negra que se elevaba en medio de las arenas. ¿Es que aquel lugar de brujería la estaba llamando?

Sobre la calzada sin barandilla, encima de uno de los estribos que se hincaban en la isla de roca, alta y distante, una figura negra la llamaba.

Se volvió y comenzó a correr, luego se detuvo y regresó. Empezaba a estar aterrorizada. Quería correr y no podía. El terror la dominó y no pudo mover ni una mano ni un pie. Se estuvo quieta, temblando, sintiendo como un rugido en sus oídos. El brujo de la torre negra estaba tejiendo su tela de araña alrededor de ella. Alargando sus brazos volvió a gritarle de nuevo las palabras penetrantes que ella no comprendía, debilitadas por el viento como el grito de un ave marina: ¡Staak! ¡Staak! El rugido en sus oídos era más fuerte, y ella se agachó en la arena.

Entonces, de pronto, oyó una voz clara y tranquila que le gritaba:

—¡Corre! ¡Levántate y corre! ¡A la isla, ahora, rápido!

Y antes de que ella se diera cuenta, se puso de pie y echó a correr. La voz tranquila siguió hablándole para guiarla. Sin verlas, sollozando para recobrar el aliento, llegó a las escaleras negras talladas en la roca y empezó a subir por ellas con torpeza. En un recodo, una figura negra salió a su encuentro. Ella alzó su mano y fue medio conducida, medio arrastrada, más arriba de la escalera, y luego la soltaron. Cayó contra la pared, porque sus piernas ya no la sostenían. La figura negra la agarró, la ayudó a ponerse de pie, y le habló con voz alta, con aquella misma voz que antes había penetrado en su cerebro:

—Mira —le dijo—. Ahí viene.

Las aguas chocaron y bulleron bajo ellos con un rugido que hizo estremecer la sólida roca. Las aguas separadas por la isla se unieron rugientes, barrieron, silbaron y espumaron, chocando en la larga ladera que descendía a las dunas, y al final se aquietaron en un mecido de olas brillantes.

Rolery seguía cogida a la pared, temblando. No podía evitar aquellos temblores.

—La marea sube aquí un poco más rápida que un hombre corriendo —dijo la voz tranquila tras ella—. Y cuando sube, tiene unos seis metros de profundidad alrededor del Rimero. Sube por aquí… Por eso vivíamos allí en otras épocas, ¿ves? La mitad del tiempo es una isla. Servía para atraer a un ejército enemigo hasta las arenas justo antes de que la marea subiera, en el caso de que no entendiera mucho de mareas… ¿Te encuentras bien?

Rolery se encogió de hombros levemente. Él no pareció comprender el gesto, así que ella le dijo:

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