Ursula Le Guin - Ciudad de ilusiones

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Ciudad de ilusiones: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista de esta dramática novela es un hombre maduro que se encuentra de pronto solo en una espesa floresta, y no puede llegar a saber de dónde ha llegado y quién es. Los ojos de este hombre no son humanos. Las gentes del bosque lo cuidan como si se tratara de un niño, le enseñan a hablar y le transmiten todo lo que saben. Pero nadie puede resolver el enigma de su pasado, y al fin él tiene que partir en una peligrosa búsqueda. Cuando logre llegar a la ciudad de Estoch, descubrirá su auténtica identidad y entrará en un peligroso universo.

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—La culpa es tuya —se dijo amargamente Falk, y una especie de diálogo se estructuró en su mente.

—¿Qué hice? ¿Por qué me atacaron?

—Zove te dijo: «No confíes en nadie». Ellos no confían en nadie y tienen razón.

—¿Aun en alguien que viene solo y pide ayuda?

—¿Con tu rostro… tus ojos? ¿Cuando es evidente, con una simple ojeada, que tu no eres un ser humano normal?

—No importa, podrían haberme ofrecido un vaso de agua —dijo la quizás aniñada y no temerosa parte de su mente.

—Tienes una suerte de los mil demonios de que no te hayan matado después de haberte visto —replicó su intelecto y no obtuvo ya respuesta.

Todas las personas de la Casa de Zove se habían acostumbrado a la mirada de Falk, y los huéspedes eran poco frecuentes y circunspectos, de modo que nunca se había visto obligado a reparar específicamente en su diferencia física con la norma humana. Le había parecido una peculiaridad y una barrera mucho menor que la amnesia y la ignorancia que lo aislaran durante tanto tiempo. Ahora, por primera vez, advertía que un extraño que lo observara no encontraría en él el rostro de un hombre. El llamado Drenhem le había temido y lo había golpeado porque el extranjero lo atemorizaba y le resultaba repelente, lo monstruoso, lo inexplicable.

Era sólo aquello que Zove había intentado decirle cuando le advirtiera grave y tiernamente:

—Debes ir solo, no hay otra posibilidad.

No le quedaba otro recurso que dormir. Se enroscó de la mejor manera posible en el último escalón, porque el sucio piso estaba húmedo y cerró sus ojos en la oscuridad.

Poco tiempo después, sin conciencia de la hora, lo despertaron las lauchas. Corrían y hacían un débil ruidito, un zigzagueante rasguño de sonido a través del velo negro y susurraban con voces pequeñas muy cerca del suelo.

—Es un error quitar la vida es un error quitar la vida hola holaaaaaa no nos mates.

—Las mataré —rugió Falk y todas las lauchas se callaron.

Era difícil conciliar el sueño nuevamente; o quizás lo difícil era dirimir si estaba dormido o despierto. Se quedó recostado y se preguntó si sería ya el día o todavía la noche; cuánto tiempo lo dejarían allí y si lo matarían o si utilizarían otra vez esa droga hasta que su mente quedara destrozada, no sólo violada; cuánto tardaría la sed en convertirse de molestia en tormento; cómo haría uno para cazar lauchas en la oscuridad sin trampa ni cebo; cuánto tiempo duraría uno vivo con una dieta de ratón crudo.

Varias veces, para descansar de sus pensamientos, se dedicó a nuevas exploraciones. Encontró una tina grande o cuba y su corazón latió con esperanza, pero estaba vacía: las maderas astilladas cerca del fondo le lastimaron las manos cuando las tanteó. No pudo encontrar ni otras escaleras ni puertas en sus ciegas excursiones a lo largo de interminables e invisibles paredes.

Finalmente perdió la noción de la orientación y no dio con las escaleras. Se sentó en el suelo, entre las sombras, y se imaginó la lluvia cayendo en la selva de su solitario viaje, la luz gris y el sonido de la lluvia. Habló para sí las palabras que pudo recordar del Antiguo Canon, que comienzan en el comienzo:

El camino que puede ser caminado
no es el eterno camino…

Su boca estaba tan seca que intentó lamer el suelo sucio en busca de frescura; pero, para la lengua sólo fue polvo seco. Las lauchas corrían cercanas a veces, susurrando.

En la lejanía, corredores abajo, los cerrojos chirriaron y hubo estrépito de metales y un brillante y penetrante estampido de luz. Luz…

Vagas formas y sombras, bóvedas, arcos, tinas, rayos, puertas que se abrían, se desvelaron y relucieron a través de la sombría realidad que lo rodeaba. Luchó para ponerse en pie y salvó el camino, inseguro pero corriendo, hacia la luz.

Provenía de una puerta baja, a través de la cual, cuando se acercó, pudo ver una loma del terreno, las copas de los árboles y el cielo rosado del crepúsculo o de la mañana, que deslumbró sus ojos como si fuera una mediodía de verano. Se detuvo, puertas adentro, por el encandilamiento y porque una figura inmóvil permanecía justo a la entrada.

—Sal —dijo la débil y ronca voz del hombre corpulento, Argerd.

—Espera. Todavía no puedo ver.

—Sal. Y sigue tu camino. No vuelvas la cabeza o te la saco de un tiro.

Falk llegó a la entrada luego vaciló nuevamente. Sus pensamientos en la oscuridad tenían ahora un sentido. Si lo dejaban ir, había pensado, significaría que tenían miedo de matarlo.

—¡Muévete!

Aprovechó la oportunidad.

—No sin mi bolso —dijo, débil la voz en su garganta reseca.

—Es un láser, te advierto.

—Puedes usarlo. No puedo atravesar el continente sin mi propio revólver.

Ahora fue Argerd quien hesitó. Finalmente, su voz. se convirtió casi en un chillido cuando le gritó a alguien:

—¡Gretten! ¡Gretten! ¡Trae las cosas del extranjero!

Hubo una larga pausa. Falk permanecía en la oscuridad del lado de adentro de la puerta, Argerd, inmóvil, del de afuera. Un muchacho se acercó corriendo por la pendiente de césped que se divisaba desde la puerta, arrojó el bolso de Falk al piso y desapareció.

—¡Levántalo! —ordenó Argerd; Falk salió a la luz y obedeció—. Ahora sigue tu camino.

—Espera —murmuró Falk, de rodillas mientras buscaba afanosamente dentro del desordenado y desatado bolso—. ¿Dónde está mi libro?

—¿Libro?

—El Antiguo Canon. Un libro manual, no electrónico…

—Crees que te dejaríamos partir de aquí con eso?

Falk lo miró con fijeza.

—¿No reconocen ustedes los Cánones del Hombre cuando los ven? ¿Por qué cosa los toman?

—Tú no sabes ni sabrás qué es lo que pensamos, y si no comienzas a marcharte te quemaré las manos. Levántate y sigue tu camino, en línea recta, ¡pronto!

La nota chillona deformaba nuevamente la voz de Argerd, y Falk advirtió que se había extralimitado. Cuando vio la mirada de odio y miedo en la pesada e inteligente cara de Argerd se sintió perdido y con rapidez cerró y se echó al hombro el bolso, pasó junto al hombre y comenzó a subir la cuesta cubierta de césped que arrancaba desde la puerta. La luz era la del atardecer, poco después de la puesta del Sol. Caminó hacia ella. Un fino cordel elástico de puro suspenso parecía conectar la parte posterior de su cabeza con el caño de la pistola láser que sostenía Argerd, estirándose, estirándose a medida que él caminaba. A través de una extensión cubierta de maleza, a través de un puente de tablones sueltos que cruzaba el río, camino arriba, entre pastizales y luego entre huertos. Llegó a la cima de la loma. Allí miró hacia atrás rápidamente, y vio el oculto valle tal como la primera vez, inundado por la dorada luz del crepúsculo, suave y tranquilo, las altas chimeneas reflejadas en el espejo del río. Se apresuró a internarse entre las sombras de la selva donde ya era de noche.

Sediento y hambriento, dolorido y desanimado, Falk vislumbró su desamparado viaje a través de la Selva Oriental, abriéndose paso ante sus ojos sin ningún vago deseo, ahora, de un hogar amistoso, en algún lugar, a lo largo de su ruta, para quebrar la dura y salvaje monotonía. No debía buscar un camino sino evitar todos los caminos, y ocultarse de los hombres y de sus tristes parajes como cualquier bestia salvaje. Sólo una cosa lo alegraba ligeramente, mientras hacía un alto junto a una corriente de agua para beber y comer algo de la ración que guardaba en el bolso, y era el pensamiento de que, si bien había atraído el peligro sobre sí; no había sucumbido a él. Había burlado al jabalí moral y al brutal hombre en su propio terreno y salido a salvo. Eso lo animaba; porque se conocía tan poco a sí mismo que todos sus actos eran, también, actos de descubrimiento de sí, como los de un chico, y al saber que tanta falta le hacía se alegraba de comprobar que por lo menos no carecía de coraje. Después de beber y comer y de beber una vez más prosiguió, a la luz de una Luna que recién salía y que era suficiente para sus ojos, hasta que puso una milla o más de campo abierto entre él y la Casa del Terror, como ahora la pensaba. Luego, agotado, se echó a dormir al borde de un pequeño claro, sin hacer fuego ni levantar refugio alguno, yaciendo boca arriba bajo el invernal cielo bañado por la Luna. Nada rompió el silencio sino una o dos veces el suave chistido de un búho cazador. Y esta desolación le parecía llena de paz y bendita después de las carreras y de las fantasmales voces y de la oscuridad del sótano prisión de la casa del Terror.

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