Ursula Le Guin - Ciudad de ilusiones

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Ciudad de ilusiones: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista de esta dramática novela es un hombre maduro que se encuentra de pronto solo en una espesa floresta, y no puede llegar a saber de dónde ha llegado y quién es. Los ojos de este hombre no son humanos. Las gentes del bosque lo cuidan como si se tratara de un niño, le enseñan a hablar y le transmiten todo lo que saben. Pero nadie puede resolver el enigma de su pasado, y al fin él tiene que partir en una peligrosa búsqueda. Cuando logre llegar a la ciudad de Estoch, descubrirá su auténtica identidad y entrará en un peligroso universo.

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Cuando prosiguió rumbo al oeste, a través de los árboles y de los días, no llevó ya la cuenta ni de unos ni de otros. El tiempo seguía; y él seguía.

El libro no era lo único que había perdido; se habían quedado con la cantimplora de plata de Metock y con una pequeña caja, también de plata, de ungüento desinfectante. Sólo podían haberse guardado el libro porque pretendían hacer un mal uso de él o porque lo consideraban una especie de código y de misterio. Hubo un momento en que su pérdida le pesó irracionalmente, pues le parecía el único vínculo que lo unía con la gente que había amado y en quien confiara, y una vez se dijo, sentado junto al fuego, que al día siguiente volvería atrás y encontraría la casa del Terror y conseguiría el libro. Pero siguió hacia adelante, al día siguiente. Tenía la posibilidad de marchar hacia el oeste, con la brújula y el Sol como guías, pero no de volver a encontrar un lugar determinado en la infinidad de esas interminables colinas y valles de la Selva. No el oculto valle de Argerd; no el Claro donde Parth estaría tejiendo a la luz del Sol de invierno. Todo eso quedaba detrás de él, perdido.

Quizás de la misma forma se había perdido el libro. ¿Qué podría haber significado para él, aquí, ese sagaz y paciente misticismo de una civilización muy antigua, esa callada voz que hablaba desde olvidadas guerras y desastres? La humanidad había sobrevivido al desastre; y él había huido de la humanidad. Estaba demasiado lejos, demasiado solo. Vivía enteramente de la caza ahora; eso volvía más lenta su marcha diaria. Aun cuando no se tratara de caza mayor y fuera muy abundante, no era tarea que pudiera realizarse con apuro. Luego uno debía limpiar y cocinar la presa y sentarse a pelar los huesos junto al fuego, lleno por un rato y amodorrado en medio del frío invernal; y levantar un refugio de ramas y troncos contra la lluvia; y dormir; y al día siguiente seguir adelante. Un libro no tenía objeto aquí, ni siquiera ese Antiguo Canon de la Antiacción. No lo hubiera leído; en verdad, estaba dejando de pensar. Cazaba y comía y caminaba y dormía, silencioso en el silencio de la selva, sombra gris que se escurría hacia el oeste a través de un medio salvaje y frío.

El tiempo estaba cada vez más nublado. Con frecuencia, delgados gatos salvajes, hermosas criaturas de piel manchada o a rayas y ojos verdes, esperaban dentro del ámbito de su campamento los restos de su comida, y se acercaban con cautelosa y tímida fiereza a recoger los huesos que él les arrojaba: su presa de roedores era escasa ahora, pues invernaba bajo el frío. Ninguna bestia desde la casa del Terror le había hablado o se había comunicado telepáticamente con él. Los animales que poblaban el hermoso y helado bosque de tierras bajas en que ahora se encontraba nunca se habían entremetido en su andar, quizás nunca hubieran visto o sentido el olor del hombre. Y, a medida que se alejaba detrás, advertía con mayor claridad la extemporaneidad de esa casa escondida en el tranquilo valle, de sus cimientos habitados por lauchas que chillaban en lenguaje humano, de su gente que revelaba poseer avanzados conocimientos, la droga de la verdad, y una ignorancia propia de la barbarie. El Enemigo había estado allí.

Que el Enemigo hubiera estado alguna vez aquí era dudoso. Nadie había estado aquí nunca. Nadie podría haber hollado este lugar. Los grajos gritaban en las grises ramas. Heladas hojas pardas crujían bajo sus pies, las hojas de mil otoños. Un alto ciervo lo miró a través de una pequeña pradera, inmóvil, cuestionándole el derecho a estar allí.

—No te mataré. Cacé dos gallinas esta mañana —dijo Falk.

El ciervo lo contempló con la señorial prestancia de los que no tienen habla, y se marchó lentamente. Nadie le temía a Falk, aquí. Nadie le hablaba. Pensó que terminaría olvidando el lenguaje nuevamente y convirtiéndose, otra vez, en el ser que había sido, mudo, salvaje, inhumano. Se había alejado demasiado de los hombres y había accedido a un paraje donde reinaban las criaturas mudas y los hombres no habían llegado.

Al llegar al borde de la pradera tropezó con una piedra, y apoyado en las manos y las rodillas leyó unas letras gastadas por el tiempo, grabadas en el bloque a medio sepultar: CK O.

Los hombres habían llegado aquí; habían vivido aquí. Debajo de sus pies, debajo del helado y abrupto terreno de arbustos sin hojas y árboles desnudos, debajo de las raíces, había una ciudad. Sólo que él llegaba un milenio o dos demasiado tarde.

Capítulo 3

Los días que Falk ya no contaba se habían acortado mucho, y quizás ya habían pasado el Fin de Año, el solsticio de invierno. Aunque el tiempo no era tan malo como podría haber sido en los años en que la ciudad se irguiera por encima de la Tierra, porque éste era un ciclo meteorológico más cálido, sin embargo casi siempre estaba nublado y gris. La nieve caía a menudo, no tan espesa como para dificultar el camino, pero lo suficiente como para que Falk pensara que si no hubiera traído su ropa de invierno y su bolsa de dormir de la Casa de Zove, habría sufrido algo más que la simple incomodidad del frío. El viento norte soplaba tan cruelmente que tendía siempre a desviarse ligeramente hacia el sur, y elegía la dirección suroeste, cuando era posible hacerlo, antes que dar la cara al viento.

En la avanzada y obscura tarde de un día de cellisca y lluvia llegó trabajosamente a un valle que corría en dirección sur, y se debatió a través de espesa maleza que crecía sobre el terreno rocoso y barroso. Inmediatamente los pastizales ralearon y accedió a un súbito alto. Ante él corría un gran río, que brillaba con destellos obscuros y salpicados por la lluvia. La llovizna obscurecía casi por entero la ribera opuesta. Se asombró de la anchura, la majestad de esta gran corriente silenciosa que fluía en dirección al oeste y de sus aguas obscuras bajo el cielo encapotado. Primero pensó que se trataba del Río Inland, una de las pocas referencias del continente interior conocidas en calidad de rumores por las Casas de la Selva Oriental; pero se decía que aquel corría hacia el sur y delimitaba el borde occidental del reino de los árboles.

Seguramente era un tributario del Río Inland. Lo siguió, por esa razón, y porque lo mantenía apartado de las altas colinas y lo proveía tanto con agua como con buena caza; además, era agradable tener, a veces, una playa de arena como camino, con el cielo abierto por encima de la cabeza y no la oscuridad eterna de las ramas sin hojas. De modo que siguiendo el río se dirigía al oeste, por el sur, a través de una ondulada tierra de bosques, fría y silenciosa y sin color bajo la garra del invierno.

Una de esas mañanas junto al río, cazó una gallina salvaje, tan comunes aquí en bandadas que cacareaban y volaban bajo y que le procuraban su plato principal. Recién la había aferrado por las alas y todavía no la había matado cuando la levantó. Entonces aleteó y gritó con su penetrante voz de ave: «quitar la vida… quitar… vida… quitar…»; le retorció el cuello.

Las palabras afluían a su mente y no podía silenciarlas. La última vez que una bestia le hablara fue cuando se encontraba cercano a la casa del Terror. En alguna parte, en estas solitarias colinas grises, había, o había habido, hombres: un grupo escondido como en la casa de Argerd, o Merodeadores salvajes que lo matarían cuando vieran sus extraños ojos, u hombres instrumentos que lo llevarían ante sus Amos como prisionero o esclavo. Aunque al final tuviera que enfrentar a estos Amos, encontraría su propio camino hacia ellos, a su debido tiempo, y solo. ¡No confiar en nadie, evitar a los hombres! Había aprendido la lección. Anduvo muy cautelosamente ese día, tan silencioso que, con frecuencia, las aves acuáticas que pululaban en las riberas del río levantaban vuelo, sorprendidas, casi debajo de sus pies.

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