Ursula Le Guin - Ciudad de ilusiones

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Ciudad de ilusiones: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista de esta dramática novela es un hombre maduro que se encuentra de pronto solo en una espesa floresta, y no puede llegar a saber de dónde ha llegado y quién es. Los ojos de este hombre no son humanos. Las gentes del bosque lo cuidan como si se tratara de un niño, le enseñan a hablar y le transmiten todo lo que saben. Pero nadie puede resolver el enigma de su pasado, y al fin él tiene que partir en una peligrosa búsqueda. Cuando logre llegar a la ciudad de Estoch, descubrirá su auténtica identidad y entrará en un peligroso universo.

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El helado rocío se amontonaba en las amplias curvas de agua, adelante y detrás de él, y colgaba entre los grises árboles de cada margen. El suelo y los árboles y el cielo se teñían de gris con hielo y niebla. Sólo el agua que se deslizaba algo más lentamente que su deslizador aéreo era más obscura. Cuando, al día siguiente, comenzó a nevar, los copos eran obscuros contra el cielo, blancos contra el agua antes de desvanecerse, cayendo interminablemente y perdiéndose en la interminable corriente.

Este modo de viajar significaba el doble de velocidad que la marcha a pie, y era más seguro y cómodo, demasiado cómodo, en realidad, monótono, hipnótico. Falk se alegraba de acercarse a la orilla cuando tenía que cazar o acampar. Las aves acuáticas caían ante sus manos y los animales que se acercaban a la orilla para beber, lo miraban como si él y su deslizador fueran una grulla o una garza que pasara rasante y le ofrecían sus indefensos flancos y pechos a su fusil de caza. Entonces, todo lo que podía hacer era sacarles el cuero, descuartizarlos, cocinarlos, comerlos y construirse un pequeño refugio para pasar la noche a resguardo de la nieve o de la lluvia, con ramas y troncos y el deslizador invertido a manera de techo; dormía, al amanecer comía carne fría de la noche anterior, bebía agua del río y seguía. Y seguía.

Practicaba juegos con el deslizador para entretener las horas muertas; lo elevaba a unos quince pies donde el viento y las corrientes de aire volvían menos denso el sostén del aire y hacían inclinarse al deslizador casi hasta volcarlo, pero lo impedía instantáneamente con los controles y su propio peso; o acercaba al deslizador hasta el agua y producía una salvaje conmoción de espuma y salpicaduras cuando golpeaba y saltaba y rebotaba por encima del río, corcoveando como un potro. Un par de caídas no le hicieron desistir de su entretenimiento. El deslizador estaba preparado para estabilizarse a un pie de altura, en caso de pérdida de los controles, y todo lo que él tenía que hacer era trepar nuevamente, llegar a la costa y encender un fuego si se había enfriado, o si no, simplemente seguir viaje. Sus ropas eran a prueba de condiciones meteorológicas adversas, y, en todo caso, el río sólo lo mojaba un poco más que la lluvia. La ropa de invierno lo mantenía agradablemente templado; nunca sentía realmente calor. Sus pequeños fuegos de campamento eran estrictamente para cocinar. No había suficiente madera seca en toda la Selva Oriental, probablemente, para una verdadera fogata, después de los largos días de lluvia, nieve, rocío y nuevamente lluvia.

Se aficionó a batir el deslizador contra el río en una serie de largos y ruidosos saltos de pez, brincos en diagonal que terminaban en un golpe y en un chorro de salpicaduras. El ruido del procedimiento le agradaba como una ruptura en la suave y silenciosa monotonía del deslizador por encima del agua, entre los árboles y las colinas. Venía golpeando el río en una curva, contorneando la ruta con delicados toques en los arcos de control, cuando irrumpió en un súbito alto silencioso en medio del aire. A lo lejos, contra el acerado brillo del río, un bote se dirigía hacia él.

Cada nave quedaba completamente a la vista de la otra; no había posibilidad de evadirse secretamente detrás de la pantalla de los árboles. Falk se tiró boca abajo en el deslizador, el fusil en la mano, y piloteó hacia la margen derecha del río, a una altura de diez pies, de modo tal que su posición resultara ventajosa respecto de los tripulantes del bote.

Se acercaban tranquilamente con su embarcación triangular. Cuando estuvieron más cerca, a pesar de que el viento soplaba río abajo, pudo escuchar el débil sonido de su canto.

Se acercaban más aun y no le prestaban atención y seguían cantando.

Hasta donde llegaba su breve memoria, la música siempre lo había arrastrado y atemorizado, embargándolo con una especie de angustiado deleite, un placer muy cercano al tormento. Ante el sonido de una voz humana que cantara sentía intensamente que él no era humano, que esta combinación de modulación y ritmo y tono le era ajena, no algo olvidado sino algo nuevo, más allá de él. Pero justamente esa extrañeza lo arrebataba y ahora, inconscientemente, disminuyó la velocidad del deslizador para escuchar. Cuatro o cinco voces cantaban, entonaban y se entretejían en una armonía tan llena de arte como no escuchara antes. No entendía las palabras. Toda la selva, las millas de agua gris y de cielo gris le parecían alertas, en un silencio intenso e incomprensible.

El sonido se desvaneció, deshaciéndose y perdiéndose en una ráfaga de risas y charla. El deslizador y el bote se encontraban casi de frente, ahora, separados por un centenar de yardas. Un hombre alto y muy esbelto de pie sobre la popa, saludó a Falk; su clara voz sonaba argentina a través del agua. Nuevamente no captó las palabras. A la acerada luz invernal, el pelo del hombre y el pelo de los otros cuatro o cinco que se encontraban en el bote brillaban con reflejos dorados, todos del mismo modo, como si fueran de la misma sangre o de una misma especie. No pudo distinguir los rostros con claridad, sólo el pelo oro rojo y las esbeltas figuras que se inclinaban y hacían señas y reían. Durante un segundo un rostro fue nítido, el de una mujer que lo observaba a través del agua que fluía y del viento. Había casi detenido el deslizador que permanecía suspendido y el bote, también, parecía inmóvil en el río.

—Síguenos —dijo nuevamente el hombre, y, esta vez, al reconocer el idioma, Falk entendió. Era la antigua lengua de la Liga, Galaktika. Como todos los Forasteros, Falk la había aprendido mediante cintas grabadas y libros, pues los documentos que se habían conservado de la Gran Edad, estaban grabados en ella, que servía como idioma común entre hombres de diferentes lenguas. El dialecto de la Selva había descendido del Galaktika, pero se había emancipado después de mil años, y, en la actualidad, difería hasta de Casa a Casa. Una vez, habían llegado a la Casa de Zove viajeros que provenían de la costa del Mar Oriental, y hablaban en un dialecto tan diferente que les resultó más fácil hablar en Galaktika con sus huéspedes, y sólo en esa oportunidad Falk la había escuchado como a una lengua viva; en general, sólo había sido la voz de un libro sonoro o el murmullo del teleprofesor en su oreja, en la oscuridad de una mañana de invierno.

Como un sueño y arcaica sonaba ahora en la clara voz del piloto:

—¡Síguenos, vamos a la ciudad!

—¿A qué ciudad?

—A nuestra ciudad —dijo el hombre y rió.

—La ciudad que da la bienvenida al viajero —gritó otro.

Y otro, con esa voz de tenor que tan dulcemente fluyera en su canto, habló más suavemente:

—Aquéllos que no hacen daño, ningún daño encuentran entre nosotros.

Y una mujer dijo como si sonriera con las palabras:

—Abandona la vida salvaje, viajero, y escucha nuestra música por una noche.

El nombre con el que lo invocaban era viajero o mensajero.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.

El viento sopló y el ancho río fluyó. El bote y el bote aéreo permanecieron inmóviles entre el flujo del aire y del agua, juntos y separados como en un encantamiento.

—Somos hombres.

Con esa respuesta el hechizo se desvaneció, se perdió como un suave sonido o un aroma en el viento del este. Falk sintió nuevamente el ave que se debatía, herida, entre sus manos, y que gritaba palabras con su penetrante voz inhumana: ahora, como entonces, lo recorrió un escalofrío y, sin vacilar, pero también sin firmeza, tocó el arco de plata y aceleró el deslizador hacia adelante a toda velocidad.

Ningún sonido le llegaba desde el bote, aunque ahora el viento soplaba de ellos hacia él, y después de unos momentos, cuando la vacilación pudo vencerlo, disminuyó la marcha de su nave y miró hacia atrás. El bote se había ido. Nada se divisaba sobre la ancha y obscura superficie del agua, desnuda hasta la lejana curva.

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