Ursula Le Guin - Ciudad de ilusiones

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Ciudad de ilusiones: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista de esta dramática novela es un hombre maduro que se encuentra de pronto solo en una espesa floresta, y no puede llegar a saber de dónde ha llegado y quién es. Los ojos de este hombre no son humanos. Las gentes del bosque lo cuidan como si se tratara de un niño, le enseñan a hablar y le transmiten todo lo que saben. Pero nadie puede resolver el enigma de su pasado, y al fin él tiene que partir en una peligrosa búsqueda. Cuando logre llegar a la ciudad de Estoch, descubrirá su auténtica identidad y entrará en un peligroso universo.

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Después de eso, Falk no practicó ya juegos sonoros, sino que prosiguió tan rápida y silenciosamente como podía; no encendió fuego alguno esa noche, y su sueño fue intranquilo. Sin embargo, algo del encanto persistía. Las dulces voces habían hablado de una ciudad, Elonaae en la antigua lengua y mientras navegaba río abajo, en medio del aire y en medio de la espesura, Falk susurró la palabra en voz alta. Elonaae, el lugar del Hombre; miríadas de hombres reunidos, no una casa sino miles de casas, grandes lugares habitados, torres, paredes, ventanas, calles y los lugares abiertos adonde convergían las calles, las casas de comercio de las que se hablaba en los libros, donde todos los ingeniosos inventos de las manos de los hombres se fabricaban y vendían, los palacios de gobierno donde los poderosos se reunían para hablar entre sí de las grandes obras que ellos hacían, los campos de maniobras desde donde se disparaban naves espaciales que viajaban a través de años hacia soles extranjeros: ¿Hubo alguna vez en la Tierra algo más maravilloso que los Lugares del Hombre? Todos habían desaparecido ahora. Sólo quedaba Es Toch, el Lugar de la Mentira. No había ninguna ciudad en la Selva Oriental. Ni torres de piedra y acero y cristal llenas de almas se elevaban ya entre los pantanos y las alamedas, las cuevas de los conejos y las huellas de los ciervos, los perdidos caminos, las piedras rotas y sepultadas.

Sin embargo, la visión de una ciudad yacía en Falk como un obscuro recuerdo de algo que había conocido alguna vez. Por ello estimaba la potencia de la ilusión, la esperanza que lo había conducido a tientas y mantenido a salvo, y se preguntaba si habría más trampas y engaños en su viaje hacia el oeste, hacia su misma fuente.

Los días y el río seguían corriendo, fluyendo con él, hasta que una quieta y gris tarde el mundo se abrió lentamente más y más en una imponente anchura, en una inmensa llanura de aguas barrosas debajo de un cielo inmenso: la confluencia del Río de la Selva con el Río Inland. No era de extrañarse que hubieran escuchado hablar del Río Inland aun en la profunda ignorancia de su aislamiento, a cientos de millas de allí, en las Casas: era tan enorme que ni siquiera los Shing podían ocultarlo. Una vasta y brillante desolación de aguas gris amarillentas surgía de los últimos tramos e islas de la regada Selva hacia el oeste y hasta una lejana orilla de colinas. Falk se remontó como una de las azules garzas de vuelo bajo que poblaban el río, por encima del lugar de convergencia de las aguas. Aterrizó en la orilla occidental y, por primera vez desde que tenía memoria, se encontró afuera de la Selva.

Hacia el norte, el oeste y el sur se extendía una tierra ondulada, donde se apiñaban muchos árboles, llena de pastos y malezas, pero campo abierto, ancho y abierto. Falk con ingenua ilusión miró hacia el oeste, y esforzó sus ojos para ver las montañas. Esta tierra abierta, la Pradera, se consideraba como muy ancha, mil millas quizás; pero nadie en la Casa de Zove lo sabía con certidumbre.

No vio montañas, pero esa noche vio el borde del mundo donde se cruza con las estrellas. Nunca había visto un horizonte. Su memoria estaba rodeada con una frontera de hojas, de ramas. Más, aquí, nada se interponía entre él y las estrellas, que brillaban desde el término de la Tierra hacia arriba, en un enorme bol, una bóveda negra bordada con fuego. Y debajo de sus pies, el círculo se completaba; hora tras hora el inclinado horizonte revelaba la ardiente trama que yace hacia el este y debajo de la Tierra. Pasó más de la mitad de la invernal noche despierto y nuevamente se despertó cuando ese declinante borde oriental del mundo se cruzó con el Sol y la luz del día se proyectó desde el espacio exterior a través de las llanuras.

Ese día prosiguió hacia el oeste, guiándose con la brújula, y lo mismo al día siguiente y al siguiente. Ya no sujeto a los meandros del río, andaba en línea recta y rápido. Correr con el deslizador no era el insulso juego que había sido sobre el agua; aquí el terreno desigual lo obligaba a corcovear y a ladearse en cada bajada y subida si no se concentraba constantemente en los controles. Le gustaba la vasta apertura del cielo y de la pradera, y descubría que la soledad era un placer cuando se disponía de una extensión tan inmensa para estar solo. El clima era templado, una tranquila luz de Sol denunciaba las postrimerías del invierno. Al pensar nuevamente en la Selva se sentía como si emergiera de una oscuridad asfixiante a la luz y al aire, como si las praderas fueran un enorme Claro. Ganado salvaje colorado en rebaños de miles de cabezas obscurecían las planicies como sombras de nubes. El terreno casi en su totalidad era obscuro pero había ciertos lugares, débilmente mezclados con verde, donde se abrían los primeros brotes de doble hoja de los pastos más duros; y por encima y por debajo de los pastizales hormigueaba y se escondía en sus madrigueras un submundo de pequeñas bestias, conejos, tejones, gazapos, lauchas, gatos salvajes, topos, antílopes, la plaga y los cachorros de civilizaciones caídas. El enorme cielo estaba surcado de alas. Al crepúsculo, a lo largo de los ríos, descansaban bandadas de blancas grullas y el agua que corría entre las cañas y los bosques sin hojas reflejaban sus largas patas y alas plegadas.

¿Por qué los hombres no siguieron viajando para ver su mundo? Falk se preguntaba esto, sentado junto al fuego que brillaba como un pequeño ópalo en la amplia bóveda azul de la crepuscular pradera. ¿Por qué hombres como Zove y Metock se escondían en los bosques, y jamás salían a contemplar el amplio esplendor de la Tierra? Ahora sabía algo que ellos, que todo se lo habían enseñado, no sabían: que un hombre podía ver como giraba su planeta entre las estrellas…

Al día siguiente, bajo un cielo encapotado y a través de un frío viento del norte, prosiguió; guiaba su deslizador con una destreza que ya era hábito. Un rebaño de ganado salvaje cubría la mitad de la pradera sur que atravesaba, y todos los animales, miles y miles, daban la cara al viento, blancas caras inclinadas por delante de los peludos hombros rojos. Entre él y las primeras filas de ganado, durante aproximadamente una milla, los largos pastos grises se mecían con el viento, y un pájaro gris voló hacia él; se deslizaba sin mover las alas. Lo observó y se extrañó ante su deslizamiento en línea recta… no del todo recta porque se movió hacia un costado sin aleteo alguno para interceptarle el paso. Se acercaba muy velozmente, derecho a él. Abruptamente se alarmó, y sacudió su brazo para espantar a la criatura, luego se tiró boca abajo y viró el deslizador… demasiado tarde. Un segundo antes del choque vio la ciega cabeza sin rasgos, el brillo del acero. Luego el impacto, un estallido de metal, una inconsciente caída hacia atrás. Una caída interminable.

Capítulo 4

—El anciano Kessnokaty dice que nevará —le susurró la voz de su amiga—. Deberíamos estar preparados por si se presentara la oportunidad de escapar.

Falk no respondió pero se sentó y escuchó con oído atento los ruidos del campamento: voces en una lengua extraña, amortizadas por la distancia; el seco sonido de alguien que raspaba un cuero; el débil vagido de un niño; el crepitar del fuego.

—¡Horressins! —lo llamó alguien desde afuera, y él se levantó con presteza, luego permaneció inmóvil.

En un instante la mano de su amiga se posó sobre su brazo y lo guió hacia donde lo convocaban, junto al fuego comunal, en el centro del círculo de tiendas, donde celebraban una cacería exitosa con el asado de un toro entero. Le pusieron entre las manos un trozo de carne. Se sentó en el suelo y comenzó a comer. El jugo y la grasa derretida corrieron por sus mandíbulas pero no se limpió. Hacerlo significaba situarse por debajo de la dignidad de un cazador de la Sociedad Mzurra de la Nación Basnasska. Si bien era un extranjero, un cautivo y un ciego, era un Cazador, y estaba aprendiendo a comportarse como tal.

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