Él la llamó por su nombre, intentando despertarla.
—Estrel, Estrel, vamos. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que andar un poco más. No será ya tan difícil. Vamos, despierta, pequeña, pequeño halcón, despierta… —desde su gran agotamiento le hablaba como acostumbrara hablarle a Parth, al amanecer, hacía mucho tiempo.
Ella finalmente lo obedeció, se puso dificultosamente en pie, con su ayuda y aferró la cuerda entre sus helados guantes y luego siguió, paso a paso, detrás de él, a través de la ribera, por riscos bajos, entre la infatigable y constante nevada.
Se plegaron al curso del río, en dirección sur, tal como ella le había dicho que deberían hacer cuando planearan su fuga. Él no tenía verdadera esperanza de encontrar algo en esta blancura tan sin rasgos como la tormenta nocturna. Pero, a poco, llegaron a un cauce tributario del río que habían cruzado y por él tomaron, caminando dificultosamente por lo abrupto del terreno. Siguieron luchando. A Falk le parecía que sólo le quedaba el recurso de echarse a dormir, pero no consentía porque había alguien que contaba con él, alguien que estaba muy lejos, hacía mucho tiempo, alguien que lo había enviado a hacer un viaje; no podía echarse porque era responsable ante alguien…
Hubo un graznido susurrante en su oído, la voz de Estrel. Adelante de ellos un grupo de altos troncos de álamos descollaban como hambrientos espectros entre la nieve, y Estrel tironeaba de su brazo. Comenzaron a recorrer a tropezones de arriba a abajo el lado norte del cauce lleno de nieve, hasta más allá de los álamos, en busca de algo.
—Una piedra —no dejaba de repetir ella— una piedra. —Y, aunque él no sabía por qué necesitaban una piedra, buscó y escarbó entre la nieve junto a ella.
Se encontraban ambos agachados sobre las manos y las rodillas cuando, finalmente, ella descubrió la señal en la tierra que buscaba, un bloque de piedra cubierto de nieve y de unos dos pies de altura.
Con sus guantes congelados limpió ella el lado oriental del bloque. Sin curiosidad, indiferente por la fatiga, Falk la ayudó. Escarbando lograron descubrir un rectángulo de metal, nivelado a la altura del suelo. Estrel intentó abrirlo. Un picaporte oculto chirrió, pero los bordes del rectángulo estaban cerrados con el hielo. Falk gastó sus últimas energías en levantar la tapa hasta que, por fin recuperó sus facultades y fundió el sello del helado metal con el rayo de calor del mango de su láser. Luego, levantaron la puerta y vieron, hacia abajo, el empinado declive de una escalera, misteriosamente geométrica en medio del abandonado lugar, que conducía a una puerta cerrada.
—Está bien —murmuró su compañera y bajó por las escaleras, de espaldas, como si se tratara de una escala, porque no podía sostenerse con firmeza sobre sus piernas, abrió la puerta y se volvió hacia Falk— ¡Ven! —dijo.
Él bajó, cerrando la puerta trampa como ella le ordenara. Abruptamente la oscuridad se cerraba y agachado en los escalones, Falk, con rapidez, presionó el botón de su arma y encendió su luz. Debajo de él, el blanco rostro de Estrel brilló. Siguió bajando y la escoltó, a través de la puerta, hacia un lugar muy obscuro y muy grande, tan grande que su luz sólo insinuaba el techo y las paredes más cercanas. Estaba silencioso y el aire muerto fluía junto a ellos en una débil corriente uniforme.
—Debe de haber leña por aquí —dijo la suave y débilmente tensa voz de Estrel, en algún lugar a su izquierda—. Aquí está. Necesitamos encender un fuego; ayúdame con esto…
Leña seca se encontraba almacenada en altas pilas, en un rincón cerca de la entrada. Mientras él preparó una fogata, dentro de un círculo de ennegrecidas piedras en el centro de la caverna, Estrel se arrastró hacia un rincón más lejano y volvió con dos pesadas frazadas. Se desnudaron y friccionaron, luego se acurrucaron en las frazadas, dentro de sus rollos de dormir Basnasska, muy próximos al fuego. Ardía como en una chimenea, una corriente alta operaba como tiraje y, al mismo tiempo, arrastraba el humo. No era posible calentar la enorme habitación o caverna, pero la luz del fuego y su tibieza los relajaron y alegraron. Estrel tenía carne seca en su bolso y la mascaron mientras permanecían sentados, aunque sus labios estaban lastimados por el frío y se sentían demasiado cansados para tener hambre. Gradualmente el calor del fuego comenzó a insinuarse dentro de sus huesos.
—¿Quién más ha utilizado este lugar?
—Todo el que lo conozca, supongo.
—Debe de haber habido una gran casa aquí, alguna vez, si éste era el sótano —dijo Falk, mirando hacia las sombras que se estremecían y espesaban en una negrura impenetrable a cierta distancia del fuego, y pensó en los grandes sótanos de la casa del Terror.
—Dicen que hubo una verdadera ciudad aquí. Es muy extenso, dicen. Yo no lo conozco.
—¿Cómo sabías que existía… eres una mujer Samsit?
—No.
No preguntó más pues recordó el código; pero ella dijo con su modo sumiso:
—Soy una Merodeadora. Conocemos muchos lugares como éste, escondites… supongo que has escuchado hablar de los Merodeadores.
—Un poco —dijo Falk, estirándose y mirando a su compañera a través del fuego.
El moreno pelo enrulado alrededor de su rostro, acurrucada en la informe bolsa y un amuleto de jade en su garganta, que reflejaba la luz de las llamas.
—Poco saben de nosotros en la selva.
—Ningún Merodeador llega tan lejos hacia el este como para alcanzar mi Casa. Lo que decían de ellos parece cuadrarles mejor a los Basnasska… salvajes, cazadores, nómadas —él hablaba adormecido, su cabeza sobre el brazo.
—Algunos Merodeadores podrían ser llamados salvajes. Otros no. Los Cazadores de Ganado son todos salvajes y no conocen nada más allá de sus territorios, los Basnasska y los Samsit y los Arksa. Nosotros vamos más lejos. Marchamos hacia el este, rumbo a la Selva, y hacia el sur, hacia la desembocadura del Río Inland, y hacia el oeste, allende las Grandes Montañas Occidentales, hasta llegar al mar. Yo misma he visto ponerse el Sol en el mar, detrás de la cadena de islas azules que yace alejada de la costa, más allá de los hundidos valles de California, sumergida por un terremoto… —Su suave voz se había deslizado a la cadencia de algún canto o plañido arcaico.
—Sigue —murmuró Falk, pero ella calló y, a poco, él se quedó profundamente dormido.
Durante unos momentos ella observó su rostro dormido. Finalmente amontonó las brasas, susurró unas pocas palabras, como si orara, al amuleto que pendía de su cuello y se enroscó para dormir, del otro lado del fuego.
Cuando él despertó ella estaba armando un soporte con ladrillos, encima del fuego, para sostener la marmita llena de nieve.
—Parece que ya es el crepúsculo afuera —dijo—, pero podría ser la mañana, o. el mediodía también. La tormenta no ha amainado. No podrán seguirnos. Y si lo hicieran, no encontrarían este lugar… Esta marmita estaba en el escondite junto a las frazadas. Y hay una bolsa de arvejas secas. Estaremos bastante bien aquí —la aguda y delicada cara se volvió hacia él con una débil sonrisa—. Sin embargo, es muy obscuro este lugar. No me gustan las paredes anchas ni la oscuridad.
—Es mejor que andar con los ojos vendados. Aunque tú me salvaste la vida con ese vendaje. El ciego Horressins era más que el muerto Falk —vaciló y luego le preguntó—: ¿Qué te indujo a salvarme?
Ella se encogió de hombros, aun con la débil y reticente sonrisa:
—Éramos compañeros de prisión… Dicen siempre que los Merodeadores son astutos para los ardides y los disfraces. ¿No escuchaste que me llamaban la Mujer Zorro? Déjame que mire esas heridas. Traje mi bolsito de instrumentos.
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