Todavía llevaba la cuenta de ellos, y se encontraba a once días del cruce de caminos, es decir, en su décimo-tercer de viaje, cuando llegó al término del Hirand Road. Había llegado a un claro. Descubrió una senda entre extensos tramos de zarza salvaje y de espesos abedules, que llevaba a cuatro torres negras en ruinas que se elevaban por encima de la zarza y las enredaderas y los cardos; eran las chimeneas de una Casa derrumbada. Hirand ya no era nada, sólo un nombre. El camino terminaba en las ruinas.
Deambuló alrededor del lugar durante un par de horas, atraído, simplemente, por el helado rastro de la presencia humana. Movió algunos fragmentos de maquinaria herrumbrada, trozos de cacharros rotos, que sobrevivían a los huesos humanos, un fragmento de tela podrida que se hizo polvo entre sus dedos. Finalmente se arrancó del lugar y buscó una huella que condujera hacia el oeste, desde el claro. Atravesó un extraño paraje, un campo de media milla cuadrada, alisado en el mismo nivel y pulido con alguna substancia vidriosa, de obscuro color violeta, impoluta. La tierra se insinuaba en los bordes y las ramas y las hojas habían formado costras en su superficie, pero no se había roto ni rayado. Parecía que ese gran espacio hubiera sido anegado con amatista fundida. ¿Qué había sido: un campo de aterrizaje para algún vehículo inconcebible, un espejo para enviar señales a otros mundos, una base de maniobras? Fuera lo que fuese, había condenado a muerte a Hirand. Había constituido una gran obra que los Shing le permitieron realizar a los hombres.
Falk prosiguió su camino y penetró en la selva sin seguir, ya, senda alguna.
Aquí se alineaban limpios troncos que formaban pasillos. Siguió caminando con paso vivo durante el resto de ese día y la mañana siguiente. El paisaje nuevamente se ondulaba, las lomas corrían de norte a sur atravesando su camino, y alrededor de mediodía, al encaminarse hacia el punto que, desde una loma, parecía el más bajo de la otra, se encontró en medio de un pantanoso valle lleno de cauces de agua. Buscó vados y tropezó en cenagosas praderas anegadas, todo bajo una fría y tupida lluvia. Finalmente, cuando encontraba una salida del lóbrego valle, el tiempo comenzó a mejorar, y, al trepar la ladera el Sol se le adelantó por debajo de las nubes y envió una invernal gloria de rayos entre las desnudas ramas, haciéndolas brillar y también a los troncos y al suelo con dorada humedad. Eso lo alegró; prosiguió con denuedo, pensando en caminar hasta que terminara el día antes de acampar. Todo brillaba, ahora, y estaba completamente silencioso excepto por el goteo de la lluvia desde los extremos de las ramitas y el lejano silbido anhelante de un paro. Luego escuchó, como en su sueño, los pasos que lo seguían, hacia el lado izquierdo.
Un roble caído que había sido un obstáculo se convirtió en un instante en una defensa: se dejó caer detrás y, al par que apuntaba con el rifle, dijo en voz alta:
—Déjate ver.
Durante un momento largo nada se movió.
—¡Sal afuera! —dijo Falk telepáticamente, y se aprestó para la respuesta aunque tenía miedo de ella.
Tenía una sensación de extrañeza; había un olor ligeramente rancio en el aire.
Un jabalí salvaje salió de entre los árboles, cruzó sobre sus huellas y se detuvo para olfatear el suelo. Un chancho salvaje magnífico, grotesco, con un poderoso lomo, colmillos, patas cortas y rápidas cubiertas de suciedad. Por encima del hocico, de los colmillos y de las púas, los pequeños ojos brillantes miraban a Falk.
—Ah, ah, ah, hombre, ah —dijo la criatura resoplando.
Los tensos músculos de Falk saltaron y su mano se crispó sobre el gatillo de su pistola láser. No disparó. Un jabalí herido era terriblemente peligroso. Se agazapó y permaneció absolutamente inmóvil.
—Hombre, hombre —dijo el chancho salvaje, la voz espesa y opaca brotaba del hocico lleno de cicatrices— háblame telepáticamente. Háblame telepáticamente. Las palabras me hacen daño.
La mano de Falk, que empuñaba la pistola tembló. Súbitamente habló en voz alta:
—No hables, entonces. No hablaré telepáticamente. Sigue, sigue tu camino de jabalí.
—¡Aah, aah… hombre, háblame telepáticamente!
—Vete o disparo —Falk se irguió, su arma apuntaba con seguridad; los pequeños ojos de cerdo observaron el caño.
—Es un error quitar la vida —dijo el cerdo.
Falk había recuperado sus facultades y no dio respuesta alguna, esta vez, seguro de que la bestia no entendería las palabras. Movió el arma ligeramente, afinó la puntería y dijo:
—¡Vete!
El jabalí dejó caer la cabeza, hesitó. Luego, con increíble rapidez, como si se hubiera roto una invisible cuerda se volvió y corrió hacia el lugar por donde había aparecido.
Falk permaneció inmóvil durante unos momentos, y mientras el animal huía su dedo se crispó, alerta, sobre el gatillo. Su mano tembló nuevamente. Existían antiguas leyendas de bestias que hablaban, pero la gente de la Casa de Zove consideraba que eran pura fantasía, experimentó una ligera náusea y un deseo, también breve, de reír en voz alta.
—Parth —susurró, pues tenía que hablar con alguien—, acabo de recibir una lección de ética de un cerdo… ¿Oh, Parth, saldré alguna vez de la selva? ¿Termina en alguna parte?
Prosiguió su camino trepando las laderas pronunciadas y cubiertas de maleza de las serranías. En la cúspide los troncos clareaban y, a través de los árboles, pudo divisar la luz del Sol y el cielo. Unos pasos más y se encontró afuera de las ramas, en el borde de una ladera verde que bajaba hacia una extensión cubierta de huertos y tierras aradas y, al final, hacia un río claro y ancho. Del otro lado del río un rebaño de cincuenta o más cabezas pastoreaba dentro de una pradera cercada y, por encima, campos de alfalfa y huertos se sucedían, cuesta arriba de la loma vecina. Poco más al sur de donde se encontraba Falk el río serpenteaba ligeramente alrededor de una pequeña colina, sobre cuyo barranco, dorada por el Sol poniente se elevaba la roja chimenea de una casa.
Parecía un fragmento de otra época de oro, encerrada en ese valle y respetada por los siglos, preservada del gran desorden salvaje de la desolada selva. Un puerto, compañía, y, por encima de todo, orden: el trabajo del hombre. Una especie de aflojamiento de tensiones embargó a Falk cuando divisó una columna de humo que se elevaba de la roja chimenea. Un hogar de leña… Corrió colina abajo y atravesó el huerto más bajo hacia un camino que serpenteaba a lo largo del cauce del río entre achaparrados alisos y sauces dorados. Nada vivo se veía excepto el rojizo ganado que pastaba del otro lado del agua. Un silencio de paz inundaba el invernal valle lleno de Sol. Aminoró la marcha y caminó, entre huertas, hacia la puerta más próxima de la casa. Cuando rodeó la colina, el lugar se elevó ante sus ojos, paredes de ladrillo colorado y piedra que se reflejaban en las rápidas aguas de la curva del río. Se detuvo, ligeramente acobardado y pensó que sería mejor llamar antes de ir más lejos. Un movimiento en una ventana abierta, justo encima de la profunda puerta de entrada, le llamó la atención. Sin avanzar, vacilante, miró hacia arriba y experimentó un súbito y profundo dolor, agudo y quemante, a través del pecho, debajo del esternón: se tambaleó y luego cayó, replegado como una araña al saltar.
El dolor había sido instantáneo. No perdió la conciencia, pero no pudo moverse ni hablar.
La gente se congregaba a su alrededor; podía verlos, obscuramente, a través de oleadas de ceguera, pero no podía escuchar las voces. Era como si se hubiera vuelto sordo y su cuerpo estaba totalmente entumecido. Luchó para pensar a través de la privación de sus sentidos. Era transportado hacia algún lugar y no podía sentir las manos que lo llevaban; un horrible mareo lo abrumaba, y, cuando se disipó, había perdido todo control sobre sus pensamientos, que corrían y susurraban y parloteaban. Las voces comenzaron a cotorrear y a zumbar dentro de su mente, aunque el mundo deambulaba al garete y se empequeñecía y se acallaba a su alrededor. Quién eres tú de dónde vienes Falk yendo adonde yendo vas no lo sé eres un hombre rumbo oeste yendo no lo sé donde el camino ojos un hombre no un hombre… Oleadas y ecos y vuelos de palabras como gorriones, preguntas, respuestas, estrechándose, superponiéndose, susurrando, gritando, muriendo en un silencio gris.
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