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Ursula Le Guin: Ciudad de ilusiones

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Ursula Le Guin Ciudad de ilusiones

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El protagonista de esta dramática novela es un hombre maduro que se encuentra de pronto solo en una espesa floresta, y no puede llegar a saber de dónde ha llegado y quién es. Los ojos de este hombre no son humanos. Las gentes del bosque lo cuidan como si se tratara de un niño, le enseñan a hablar y le transmiten todo lo que saben. Pero nadie puede resolver el enigma de su pasado, y al fin él tiene que partir en una peligrosa búsqueda. Cuando logre llegar a la ciudad de Estoch, descubrirá su auténtica identidad y entrará en un peligroso universo.

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—No tenía derecho a pedírtelo —dijo él con la humildad del dolor.

Y ella sollozó:

—¡Oh, Falk, no te lo reprocho!

Estaban sentados uno junto a otro en la suave pendiente del Campo Largo. Cabras y ovejas pastoreaban en la extensión cercada que se extendía entre ellos y la Selva. Había potrillos que retozaban alrededor de las afelpadas yeguas. Soplaba un gris viento de noviembre.

Tenían las manos entrelazadas, Parth tocó el anillo de oro que él llevaba en la mano izquierda.

—Un anillo es algo que se regala —dijo ella—. Algunas veces lo he pensado. ¿Tú también? Quizás hayas tenido una esposa. Piensa… quizás haya estado esperándote —tembló.

—¿Y eso qué importa? —dijo él—. ¿Por qué debo preocuparme por lo que haya sido, por lo que fui? ¿Por qué tendré que irme de este lugar? Todo lo que soy ahora es tuyo, Parth, viene de ti, es tu don…

—Te lo di libremente —dijo la joven llorando—. Tómalo y vete. Vete… —Se abrazaron como si no pudieran separarse.

La Casa estaba lejos, detrás de negros troncos nevados y ramas sin hojas que se entrechocaban. La espesura se cerraba detrás de la senda.

El día era gris y frío, silencioso excepto por el silbido del viento entre las ramas, un susurro ininteligible y no localizable que no cesaba. Metock abría paso y dejaba tras de si una clara huella. Falk lo seguía y el joven Thurro marchaba atrás. Los tres vestían ropas livianas pero cálidas, camisas con capuchas y pantalones de un material no tejido llamado tela de invierno, sobre el cual no se necesitaba chaqueta, aun en medio de la nieve. Cada uno llevaba un liviano fardo de regalos y mercaderías, bolsas de dormir y suficiente comida concentrada como para soportar un mes entero de ventisca. Buckeye, que no había abandonado la casa desde su nacimiento, temía los peligros y demoras en la Selva y había abastecido sus bolsos de acuerdo con ello. Cada uno llevaba un fusil-láser; y Falk cargaba con ciertas provisiones extras —una o dos libras más de comida; medicinas, brújula, un segundo fusil, una muda de ropa, un rollo de soga, un pequeño libro que dos años antes le regalara Zove— todo sumaba unas quince libras de peso; sus posesiones terrestres. Fácil y sin fatiga Metock galopaba adelante, y unas diez yardas atrás, lo seguía él, y después de él venía Thurro. Marchaban con ligereza, hacían poco ruido y detrás de ellos, los árboles se aglomeraban, estáticos, por encima de la débil senda cubierta de hojas.

Tenían que llegar a Ransifeld el tercer día. El segundo, por la tarde, se encontraban en un paraje diferente al de las cercanías de la Casa de Zove. La selva era más abierta, el suelo escarpado. Grises claros se extendían en las colinas, alternados con malezas. Acamparon en uno de esos despejados terrenos, sobre una ladera que miraba al sur, porque el viento norte soplaba más fuerte aún, mordiente e invernal. Thurro trajo brazadas de leña seca mientras los otros dos arrancaban los grises pastos y construían un rústico hogar de piedra. Mientras trabajaban, Metock dijo:

—Cruzamos una vertiente, esta tarde. La corriente corre hacia el oeste. Hacia el Río Inland, al final.

Falk se enderezó y miró en dirección hacia el oeste, pero las bajas colinas se elevaban demasiado pronto y el cielo se cerraba de modo que no había perspectiva.

—Metock —dijo—. He estado pensando que no hay razón para que visite a Ransifeld. Mejor será que prosiga mi camino. Pareciera que una senda corre hacia el oeste, a lo largo del curso del río que vadeamos esta tarde. Volveré atrás y la seguiré.

Metock miró hacia arriba; no habló telepáticamente, pero sus pensamientos eran evidentes:

—¿Estas pensando en volver corriendo a casa?

Falk sí le envió una respuesta telepática:

—No, condenado sea, por cierto que no.

—Lo siento —dijo el Hermano Mayor en voz alta, con su modo torvo y escrupuloso. No había pretendido ocultar el hecho de que la partida de Falk lo alegraba. A Metock nada le importaba tanto como la seguridad de la Casa; todo extraño constituía una amenaza, aun ese extraño que conocía desde hacía cinco años, su compañero de caza y el amante de su hermana; pero prosiguió—: Te darán la bienvenida en Ransifeld. ¿Por qué no partir desde allí?

—¿Por qué no desde aquí?

—Tú sabrás por qué eliges esto —Metock puso la última piedra en su lugar, y Falk comenzó a encender el fuego—. Si había una senda por el lugar donde cruzamos, no sé de dónde viene ni adonde va. Mañana temprano cruzaremos un verdadero camino, el antiguo Hirand Road. La Casa Hirand queda muy lejos hacia el oeste, por lo menos a una semana de marcha; nadie ha ido allí durante los últimos sesenta o setenta años. No sé por qué. Pero la senda permanecía aun despejada la última vez que hice este camino. La otra debe ser, tan solo, la huella de algún animal y te extraviará o te conducirá a algún cenagal.

—Muy bien. Probaré el Hirand Road.

Hubo una pausa, luego Metock preguntó:

—¿Por qué te dirigirás hacia el oeste?

—Porque Es Toch se encuentra en el Oeste.

El nombre poco pronunciado sonaba opaco y extraño aquí, afuera, bajo el cielo. Thurro se acercaba con una brazada de leña y miró con inquietud en derredor. Metock no preguntó nada más.

Esa noche, junto al fuego del campamento, en la ladera, fue la última de Falk. A la mañana siguiente estaban en camino, nuevamente, poco antes de la salida del Sol, y mucho antes del mediodía llegaron a una senda amplia y cubierta de hierbas que conducía hacia la izquierda del camino a Ransifeld. Había una especie de entrada formada por dos grandes pinos. El lugar era umbrío y tranquilo bajo las ramas y allí se detuvieron.

—Regresa a nosotros, huésped y hermano —dijo el joven Thurro, perturbado, a pesar de sus preocupaciones de novio, por el aspecto de ese camino obscuro y vago que tomaría Falk.

Metock sólo dijo:

—Dame tu cantimplora, por favor.

Y, a su vez, le dio a Falk la suya, cincelada en plata. Luego partieron ellos para el norte, él para el oeste.

Después de haber caminado durante un rato, Falk se detuvo y miró hacia atrás. Los otros se habían perdido ya de vista; el camino a Ransifeld estaba casi oculto detrás de los árboles y malezas que cubrían el Hirand Road. La senda parecía hollada, si bien con poca frecuencia, pero no había sido arreglada ni despejada durante muchos años. Alrededor de Falk nada se veía sino selva, espesura salvaje. Se detuvo, solo, bajo la sombra de los interminables árboles. El suelo era blando con su alfombra de mil años; los grandes árboles, pinos y abetos, volvían el ambiente umbrío y tranquilo. Algún copo de cellisca danzaba en el viento agonizante. Falk aflojó la correa de su faltriquera y prosiguió. A la caída de la noche tuvo la sensación de haber dejado la Casa hacía mucho, mucho tiempo, de que quedaba inconmensurablemente atrás de él, de que siempre había estado solo.

Sus días eran iguales: luz gris de invierno; el viento que soplaba; colinas cubiertas de selva y valles, largas lomas, corrientes ocultas por la maleza, tierras pantanosas. Aunque muy cubierto de hierbas el Hirand Road era fácil de seguir, pues conducía a largos cañadones o a suaves curvas y evitaba los pantanos y las subidas pronunciadas. En las colinas, Falk advirtió que seguía el curso de alguna gran carretera antigua, porque el camino se abría a través de las serranías y dos mil años no lo habían borrado enteramente. Pero los árboles crecían en él y a sus lados, pinos y abetos, grandes macizos de acebos en las lomas, tramos de hayas, robles, nogales, alisos, fresnos y olmos, todos ellos superados y coronados por los imponentes castaños que ahora perdían sus hojas amarillo obscuro y sus frutos pardos a lo largo de camino. Por la noche cocinaba el gorrión o la liebre o la gallina salvaje que cazara entre la infinidad de caza menor que se escabullía y revoloteaba en este reino de los árboles; recogía nueces de haya y nueces de nogal y cocinaba las castañas sobre las brasas del fuego que encendía al acampar. Pero las noches eran malas. Dos sueños pesadillescos lo perseguían diariamente y siempre lo sorprendían a medianoche. En uno era perseguido furtivamente, entre las sombras, por una persona que no se dejaba ver. El otro era peor. Soñaba que había olvidado traer algo consigo, algo importante, esencial, sin lo cual estaba perdido. De este sueño despertaba y sabía que era verdadero: estaba perdido; era de él de quien se había olvidado. Entonces, si no llovía, encendía el fuego y se agachaba junto a éste, demasiado adormilado y perturbado por el sueño como para leer el libro que había traído, el Antiguo Canon, y buscar consuelo en las palabras que afirman que, cuando todos los caminos se han perdido el Camino se abre claramente. Un hombre completamente solo es una cosa miserable. Y él sabía que ni siquiera era un hombre sino, a lo sumo, una especie de ser a medias, que intentaba lograr su totalidad en su tentativa por cruzar, desamparado, un continente, bajo estrellas indiferentes. Los días eran todos iguales, pero significaban, sin embargo, un alivio, después de las noches.

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