Ursula Le Guin - Ciudad de ilusiones

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Ciudad de ilusiones: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista de esta dramática novela es un hombre maduro que se encuentra de pronto solo en una espesa floresta, y no puede llegar a saber de dónde ha llegado y quién es. Los ojos de este hombre no son humanos. Las gentes del bosque lo cuidan como si se tratara de un niño, le enseñan a hablar y le transmiten todo lo que saben. Pero nadie puede resolver el enigma de su pasado, y al fin él tiene que partir en una peligrosa búsqueda. Cuando logre llegar a la ciudad de Estoch, descubrirá su auténtica identidad y entrará en un peligroso universo.

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Un velo de oscuridad se corre sobre sus ojos. Un haz de luz la penetra.

Una mesa; el borde de una mesa. Luz de una lámpara en una habitación a obscuras.

Comenzó a ver, a sentir. Estaba sentado en una silla, en una habitación en sombras, junto a una larga mesa sobre la cual había una lámpara. Estaba amarrado a la silla; podía sentir la cuerda hundida en los músculos del pecho y en los brazos cuando se movía un poco. Movimiento: un hombre surgió a la existencia, a su izquierda, otro a su derecha. Estaban sentados como él, se apoyaban en la mesa. Se inclinaban hacia adelante y hablaban entre ellos, frente a él. Sus voces sonaban como si vinieran desde atrás de altas paredes y de muy lejos, y él no podía entender las palabras.

Tembló de frío. Con la sensación de frío entró en más íntimo contacto con el mundo y comenzó a recuperar el control de su mente. Su oído se aguzaba, su lengua se trababa. Dijo algo que quería decir:

—¿Qué me han hecho?

No hubo respuesta, pero el hombre que estaba a su izquierda acercó mucho su cara a la de Falk y dijo en voz alta:

—¿Por qué viniste aquí?

Falk escuchó las palabras; después de un momento las comprendió; después de otro momento respondió:

—En busca de refugio. La noche.

—¿Refugio de qué?

—De la selva. Solo.

Sentía que el frío lo penetraba más. Intentó levantar sus pesadas y torpes manos para abotonar su camisa.

Debajo de las correas que lo sujetaban, hundidas en la carne, debajo del esternón había un pequeño centro de dolor.

—Mantén las manos bajas —dijo el hombre que estaba a su derecha, desde las sombras—. Es algo más que un programado, Argerd. Ningún bloqueo hipnótico podría soportar de tal modo el penton.

El de la izquierda, rostro viscoso y ojos rápidos, corpulento, contestó con débil y sibilante voz:

—No puedes decir eso… ¿qué sabemos nosotros acerca de sus ardides? De todos modos, ¿cómo juzgas su resistencia… qué es él? Tú Falk, ¿dónde queda ese lugar de donde vienes, la Casa de Zove?

—Al Este. Me fui… —el número se le escapaba—. Hace catorce días, creo.

¿Cómo sabían el nombre de su Casa, su nombre? Recuperaba sus sentidos y no necesitó pensar demasiado en la respuesta. Había cazado venados con Metock utilizando dardos hipodérmicos, que podían hacer de un leve arañazo la causa de una muerte. El dardo que lo había derrumbado o una inyección posterior cuando estuvo inconsciente, debía haberle inoculado una droga que relajara el control aprendido y el bloqueo inconsciente primitivo de los centros telepáticos del cerebro, de modo que se abrieran para el cuestionario paraverbal. Habían escudriñado su mente. La sola idea de ello aumentaba su sensación de frío y malestar y se complicaba con el ultraje a que estuviera indefensamente expuesto. ¿Por qué esa violación? ¿Por qué suponían que mentiría antes siquiera de hablarle?

—¿Pensaron ustedes que yo era un Shing ? —preguntó.

El rostro del hombre sentado a su derecha, delgado, de pelo largo, barbudo, surgió súbitamente dentro del círculo de luz, los labios estirados hacia atrás, y su mano abierta le asestó a Falk un revés en la boca, que le sacudió la cabeza y lo cegó momentáneamente por el golpe. Le zumbaron los oídos; sintió el gusto de la sangre. Hubo un segundo golpe y un tercero. El hombre siseaba con persistencia:

—No digas ese nombre, no lo digas, no lo dirás, no lo digas…

Falk se debatió, indefenso, para protegerse, para liberarse. El hombre, a su izquierda, habló con voz cortante. Luego reinó el silencio durante un momento.

—No pretendí hacer ningún daño al venir aquí —dijo Falk por último, tan serenamente como pudo a través de la ira, el dolor y el miedo.

—Está bien —dijo el de la izquierda, Argerd— adelante, cuéntanos tu historia. ¿Qué pretendías al dirigirte aquí?

—Pedir refugio para pasar la noche. Y preguntar si hay algún camino que lleve hacia el oeste.

—¿Por qué quieres ir hacia el Oeste?

—¿Por qué preguntan? Ya les he contado todo telepáticamente, y así no se puede mentir. Ustedes conocen mi mente.

—Tienes una extraña mente —dijo Argerd con su débil voz—. Y extraños ojos. Nadie viene aquí a pedir refugio para la noche o a preguntar el camino o a cualquier otra cosa. Nadie viene aquí. Cuando los siervos de los Otros vienen, los matamos. Matamos a los hombres instrumentos, y a las bestias que hablan, y a los Merodeadores y a los cerdos y a las sabandijas. No obedecemos le ley que dice que es un error quitar la vida, ¿acaso no es así, Drenhem?

El barbudo asintió con una sonrisa malévola que mostró sus ennegrecidos dientes.

—Nosotros somos hombres —dijo Argerd—. Hombres libres, asesinos. ¿Qué eres tú con tu mente a medias y tus ojos de búho, y por qué no habríamos de matarte? ¿Eres un hombre?

En el breve lapso de su memoria, Falk no se había encontrado directamente con la crueldad o el odio. La poca gente que había conocido, si bien no dejaba de ser temerosa, no estaba regida por el miedo; habían sido generosos y familiares. Entre estos dos hombres que ahora conocía estaba indefenso como un niño, y el saberlo lo espantaba y simultáneamente lo llenaba de odio.

Buscó alguna defensa o evasión y no encontró nada. Todo lo que podía hacer era decir la verdad.

—No sé qué soy ni de dónde vengo. Trato de investigarlo.

—¿Yendo adonde?

Paseó su mirada de Argerd al otro, Drenhem. Sabía que sabían la respuesta, y que Drenhem lo golpearía nuevamente, en caso de decirlo.

—¡Contesta! —murmuró el barbudo, levantándose a medias e inclinándose hacia adelante.

—A Es Toch —dijo Falk, y una vez más Drenhem lo golpeó en la cara y una vez más asimiló el golpe con la silenciosa humillación de un chico castigado por extraños.

—Esto no anda bien; no dirá ninguna otra cosa de lo que le sacamos con el penton. Levantémoslo.

—¿Después qué? —dijo Drenhem.

—Vino a pedir refugio para pasar la noche; se lo daremos. ¡Levántate!

La correa que lo sujetaba fue aflojada. Se puso de pie, tambaleante. Cuando vio la puerta y el declive de la escalera, lo empujaron hacia abajo, intentó resistirse y liberarse, pero sus músculos todavía no le obedecían. El brazo de Drenhem lo obligó a doblarse y lo empujó a través de la puerta. La puerta se cerró de golpe mientras él se volvía, tambaleante, para no rodar escalones abajo.

Estaba obscuro, negro obscuro. La puerta parecía sellada, no había picaportes de este lado, ni un punto ni un atisbo de luz se divisaba por debajo. Falk se sentó en el escalón de más arriba y apoyó la cabeza sobre sus brazos.

Gradualmente la debilidad de su cuerpo y la confusión de su mente se despejaron. Levantó la cabeza, se esforzaba por ver. Su visión nocturna era extraordinariamente aguda, una función, como lo señalara Rayna hacía mucho, de su dilatada pupila y extenso iris. Pero sólo manchas y fogonazos de imágenes alucinantes lo atormentaban; no podía ver nada porque no había luz. Se levantó y escalón tras escalón tanteó su lento camino por la estrecha e invisible escalera.

Veintiuno, dos, tres… nivel. Suciedad. Falk se adelantó lentamente, una mano extendida, atento.

Aunque la oscuridad era una especie de presión física, una constricción, una ilusión engañosa de que si sólo mirara concentradamente vería, no la temía en sí misma. Metódicamente, a pasos y tanteos y escuchando, concibió una parte del amplio sótano en el que se encontraba, primera habitación de una serie que, a juzgar por el eco, parecía continuar indefinidamente. Encontró el camino directo hacia la escalera, la cual, por haber sido el lugar de partida constituía el hogar básico: Se sentó en el escalón más bajo esta vez. Tenía hambre y mucha sed. Le había quitado su bolsón y no le habían dejado nada.

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