Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Sin embargo, aunque fuera una sola y enorme organización, había ciertas facetas de él que eran de difícil explicación. ¿Por qué la chica sin nombre me había estado esperando en la casa de los Belmont, en vez del señor Atwood?

Nada sabíamos de ellos y no había tiempo para estudiarlos, o estudiarlo, lo que fuere. Y ese era un conocimiento que uno debía tener, porque con toda seguridad, la vida y cultura de este enemigo debía ser tan compleja y tan peculiar en sus muchas formas como la cultura humana.

Podían transformarse en cualquier cosa. Podían ver, aparentemente, en un sentido restringido, los sucesos del futuro. Y estaban ocultos y seguirían ocultos hasta que les fuera posible ¿Sería posible, pensé, que la humanidad llegara hasta su destrucción sin saber jamás lo que había causado su muerte?

Y yo, pensé yo mismo, ¿qué debía hacer?

No habría sido más que humano que el tirarles el dinero por el rostro, desafiarles cara a cara Quizás habría sido muy fácil de hacer. Sin embargo, recordé, en esos momentos había estado tan atemorizado que no hubiera podido responder de ninguna de esas formas.

Y, comprendí con sorpresa, yo pensaba en ellos, no como él o ella, no como Atwood, no como la chica que no tenía nombre porque jamás había necesitado de uno. ¿Significaba eso, pensé, que su disfraz humano era menos perfecto de lo que parecía?

Doblé el periódico y lo dejé sobre el asiento a mi lado y me puse tras el volante.

Éste no era el momento de grandes hechos heroicos. Era un tiempo en que el hombre hacía lo que podía, sin importarle lo que parecería. Si, al pretender que estaba de su parte, podía llegar a alguna pista, a algo desde su interior, algún hecho insignificante que pudiera ayudar a los humanos, entonces, quizás, eso es lo que yo debía hacer. Y si alguna vez llegaba hasta el punto en que debía escribir la publicidad de los extraterrenales, ¿no se les escaparía si yo escribiera algo que ellos no habían tenido la intención de hacerlo y reconocer en ello el diáfano cristal para los lectores humanos?

Puse en marcha el motor e introduje el coche en la fila del tráfico. Era un buen coche. Era l o más agradable que yo jamás había conducido. A pesar de su procedencia, a pesar de todo, me sentí orgulloso de conducirlo.

De vuelta en el motel, el coche de Quinn aún estaba estacionado frente a su unidad, y ahora, había dos coches más estacionados frente a sus unidades respectivas. Muy pronto, lo sabía, el motel estaría repleto. La gente llegaría hasta allí y se lo comunicaría a otras personas. Y los que ya se habían acomodado le dirían a los que llegaban que debían emplear una barra de hierro o un martillo, o ayudarles para que pudieran entrar. Por el momento, al menos, se mantendrían unidos. En la adversidad, se ayudarían unos a otros. Solamente más tarde se separarían, cada uno por su cuenta. Y más tarde aún, después de eso, quizás, volverían a unirse, comprendiendo una vez más que la fuerza de la humanidad reside en la unidad.

Al bajarme del coche, Quinn salió de su unidad y se acercó hacia mí.

—Es un gran coche el que lleva — dijo.

—Es de un amigo — le dije —. ¿Durmió bien?

Sonrió.

—La mejor noche en muchas semanas. Y mi mujer está feliz. No es mucho, verdaderamente, pero es lo mejor que hemos tenido desde hace mucho tiempo.

—Veo que tenemos algunos vecinos.

Asintió.

—Llegaron aquí y preguntaron. Yo se los dije. Fui a comprar un arma, tal como usted me dijo. Me siento un poco tonto, pero no me hará ningún daño el tenerlo. Quería un rifle, pero todo lo que pude conseguir fue una escopeta. Creo que es mejor. No tengo muy buena puntería con el rifle.

—¿Todo lo que pudo conseguir?

—Fui a tres armerías. Estaban todas cerradas. En la cuarta encontré esta escopeta. De manera que la compré.

Así que las armas, pensé, estaban siendo adquiridas. Muy pronto, quizás, no habría ninguna disponible. Más personas atemorizadas que se sentirían un poco mejor si tenían un arma al alcance de la mano.

Bajó la vista al suelo y dibujó algo con la punta de su zapato.

—Ha sucedido algo extraño — dijo —. No se lo he dicho a mi esposa por temor a preocuparla. Fui a comprar algunos comestibles y me aparté un poco del camino para ir a dar una ojeada a la casa, la que vendimos, me refiero. Primera vez que pasaba frente a ella desde que la habíamos vendido. Tampoco lo había hecho mi esposa. Ella me había dicho en numerosas oportunidades que deseaba verla, pero no lo hice, sabía que no le haría bien. Pero, sin embargo, hoy pasé frente a ella. Y allí estaba, deshabitada, tal como la dejamos. Y ya, en tan poco tiempo, había tomado un aspecto descuidado. Nos echaron de ella hace un mes y todavía no la han ocupado. Dijeron que la necesitaban. Nos dijeron que tenían que tenerla. Pero no la necesitaban. ¿Qué piensa usted de esto?

—No lo sé — dije.

Se lo podría haber dicho. Quizás se lo debiera haber dicho. Así lo deseaba. Porque, quizás, me habría creído. Había sido castigado durante semanas, estaba reblandecido, estaba dispuesto a creer. Y, Dios sabe, yo necesitaba alguien que me creyera; alguien que pudiera confortarme con un poco de piedad, temor y miseria.

Pero no se lo dije, porque de nada habría servido. Por lo menos, en estos momentos, estaría mucho más feliz si no lo sabía. Aun tenía esperanzas, porque podía culpar de todo lo que estaba sucediendo a una plaga económica. Una dolencia que él no comprendía, evidentemente, pero que era una dolencia que estaba dentro de un marco familiar y que el Hombre podría combatir.

Pero esta otra, la verdadera explicación de ello le habría dejado sin esperanzas y enfrentando lo desconocido. Y eso, sembraría el pánico.

Si pudiera tener un millón de personas que comprendieran, entonces todo estaría bien, porque dentro de ese millón habría unos pocos que lo habrían tomado con calma y objetivamente y hubieran sido los cabecillas. Pero, al decírselo a un pequeño grupo de personas de una ciudad, no tenía ningún sentido.

—No es lógico — dijo Quinn —. Todo esto no tiene nada de lógico. Me he quedado despierto toda la noche tratando de explicármelo y no hay forma. Pero no es esa la razón por la que salí. Nos gustaría que usted y su esposa vinieran a cenar con nosotros. No será mucho, pero tenemos asado y yo podría preparar uno o dos tragos. Podríamos sentarnos a conversar.

—Señor Quinn — le dije —. Joy no es mi esposa. Somos dos personas que han sido unidas por las circunstancias.

—Bien — dijo —, lo siento. Creí que era su esposa. Realmente, no hace ninguna diferencia. Espero que no le haya molestado.

—En absoluto — le dije.

—¿Y vendrá a cenar con nosotros?

—Otra vez — dije —. Gracias de todas maneras. Tengo mucho que hacer.

Se quedó observándome.

—Graves — dijo —, hay algo que usted no me ha dicho. Algo acerca de este asunto de que habló anoche. Dijo que la situación era la misma en todas partes, que no había dónde ir. ¿Cómo lo supo?

—Soy periodista — le respondí —. Estoy trabajando en un artículo.

—Y usted sabe algo.

—No mucho — dije.

Esperó y yo no se lo dije. Su rostro enrojeció y se dio vuelta.

—Hasta pronto — dijo, volviendo a su unidad.

No le culpaba en absoluto. Me sentía un canalla.

Entré en la unidad y no había nadie. Joy aún estaría en la oficina. Gavin, más que seguro, le habría encontrado algún trabajo.

Cogí gran parte del dinero que llevaba en los bolsillos y lo escondí bajo el colchón de mi cama. No era un lugar con demasiada imaginación o apropiado, pero nadie sabía que lo tenía y no me preocupaba. Tenía que dejarlo en alguna parte. No podía dejarlo en una parte donde todo el mundo lo viera.

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