Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Recogí el rifle y lo llevé hasta el coche.

Después hice algo que tenía en mente desde que había salido de la casa de los Belmont.

Revisé el coche. Parte por parte. Levanté la tapa del motor y lo revisé. Me arrastré debajo del coche y también lo revisé totalmente. No se me escapó un detalle sin examinar.

Y cuando hube terminado, no había ninguna duda.

Era lo que yo había supuesto. Era un coche de mucho precio, pero absolutamente ordinario. No había nada diferente. No había ningún agregado ni faltaba nada. No había ninguna bomba, ningún fallo que pudiera encontrar. No era, podría jurarlo, algo confeccionado por la artesanía de las bolas que se habrían unido para reproducir el coche. Era de verdadero acero, cristal y cromo.

Me estuve a su lado, golpeando el guardabarros, pensando en lo que haría a continuación.

Y, quizás, lo que debía hacer, pensé, era llamar nuevamente al senador Roger Hill. Cuando estés sobrio, me había dicho, llámame nuevamente. Si aún tienes algo que decirme, llámame mañana.

Y yo estaba sobrio y aún tenía algo que decirle.

Y estaba bastante seguro de lo que me respondería, pero aun así mi deber era llamarle.

Fui hasta el pequeño restaurante para llamar al senador.

CAPITULO XXXII

—Parker — dijo el senador —, me alegro que hayas llamado.

—Quizás — le dije — me escucharás ahora.

—Ciertamente — dijo el senador con su acostumbrado y aceitoso tono —, si no insistes en esa estupidez acerca de la invasión de seres de otros mundos.

—Pero, senador…

—No me importa decirte — dijo el senador — que habrá mucho lío… Escucha, tú lo sabes, esto es extraoficial, evidentemente.

—Ya lo sabía — le dije —. Siempre cuando me dices algo interesante, es algo que no se puede publicar.

—Bien, tendremos bastantes líos el lunes por la mañana, cuando abra el comercio. No sabemos lo que ha sucedido, pero los bancos están faltos de dinero. No sólo un banco, maldición, sino casi todos los bancos. No hay uno solo que pueda igualar su liquidación en billetes. Cada banco, en estos momentos, tiene a todo su personal, con horas extraordinarias, tratando de averiguar dónde está el dinero en efectivo. Pero eso no es lo peor de todo.

—¿Qué es lo peor de todo?

—El dinero — dijo el senador —. En un comienzo había demasiado. Demasiado. Si tomas la caja efectuada el viernes en la mañana y las sumas, hay más dinero, grandes cantidades de dinero, más de lo que debiera haber. Te lo digo yo, Parker, no hay tanto dinero en todos los Estados Unidos.

—Pero ya no lo está.

—No — dijo el senador —, ya no hay. El dinero, por lo que podemos saber, ha vuelto a la cantidad normal que uno esperaría encontrar.

Esperé a que continuara, y durante el corto silencio pude escuchar como respiraba profundamente, como si estuviera luchando por captar el aire.

—Algo más — dijo —. Hay rumores. Todo tipo de rumores. Uno nuevo cada hora. Y no puedes atenderlos todos.

—¿Rumores acerca de qué?

Vaciló; después dijo:

—Recuerda, es extraoficial.

—Sí, seguro, es extraoficial.

—Hay cierto rumor de que alguien se ha apoderado, nadie sabe quién, de la Compañía de Aceros U. S. y otras industrias.

—¿Algunas personas?

—Dios mío, Parker, no lo sé. No sé si hay algo de verdad o no. Escuchas un rumor y al minuto ya te ha llegado uno nuevo.

Se detuvo unos momentos; después preguntó:

—Parker, ¿qué sabes tú de esto?

Podría haberle dicho lo que sabía, pero estaba seguro que no era la oportunidad. Solamente lograría que se enfadara, que me enviara al infierno y eso sería todo.

—Te puedo decir lo que puedes hacer — le dije —. Lo que tienes que hacer.

—Espero que sea una buena idea.

—Dicta una ley — le dije.

—Si dictamos cada ley…

—Una ley — dije — que prohíba la propiedad privada. Cualquier clase de propiedad privada. Hazlo de tal manera que nadie pueda poseer ni un palmo de terreno, una industria, un gramo de mineral, una casa…

— ¡Estás loco! — gritó el senador —. No se puede dictar una ley así. Ni siquiera se puede pensar en ello.

—Y mientras haces eso, piensa en un sustituto para el dinero.

El senador balbuceó sin que pudiera escucharse ninguna palabra.

—Porque — dije —, tal como está la cosa, estos seres de otros mundos están comprando la Tierra. Si no se hace ningún cambio, llegarán a ser los dueños de la Tierra.

El senador pudo recobrar la voz.

—Parker — gritó —, estás demente. Jamás he escuchado tales estupideces en mi vida, y he escuchado muchas.

—Si no me crees, pregúntale al Perro.

—¿Y qué demonios tiene que ver un perro con todo esto? ¿Qué perro?

—El que está en la Casa Blanca. Esperando para poder entrevistarse con el presidente.

—Parker — dijo secamente —, no me vuelvas a llamar. Tengo suficientes problemas como para estar escuchándote. No sé lo que te propones. Pero no me vuelvas a llamar. Si ésta es una broma…

—No es una broma — le dije.

—Hasta luego, Parker — dijo el senador.

—Adiós, senador — dije.

Colgué el receptor y me quedé en la pequeña cabina, tratando de pensar.

No había esperanzas, lo sabía. El senador, desde el comienzo, había sido la única esperanza que tenía. Era el único hombre con imaginación que yo conocía en las oficinas públicas, pero, creo, que no con demasiada imaginación como para escuchar lo que tenía que decirle.

Había hecho todo lo que podía, y no había servido de nada. Quizás, si lo hubiera hecho de otra forma, si me hubiera aproximado al tema de otra manera, quizás habría sido diferente. Pero un hombre siempre podía decir eso de todo lo que hacía. Y no había manera de saberlo. Ya estaba hecho y no había manera de saberlo.

Ahora, ya nada podía impedir que los seres extraterrenales continuaran con su plan. Y, aparentemente, el fin estaba llegando antes de lo que yo me había imaginado. La mañana del lunes llevaría el pánico a Wall Street y la economía comenzaría a derrumbarse. La primera grieta de nuestra base económica se abriría en el comercio y de allí se trasladaría rápidamente. En el espacio de una semana, el mundo estaría sumido en el caos.

Y más que seguro, pensé, con un helado escalofrío que recorrió la espina dorsal, estos seres de otro mundo sabían lo que yo había hecho. Era inconcebible que no estuvieran interfiriendo en alguna forma en los sistemas de comunicación. Sabrían que yo había llamado al senador aunque se suponía que yo estaba considerando su oferta. Era en algo que no había pensado. Había demasiadas cosas en las que pensar. Pero, aunque se me hubiera ocurrido, probablemente, de todas maneras habría efectuado la llamada.

Quizás eso no hacía una gran diferencia para ellos. Quizás esperaban que yo me moviera un poco antes de decidirme a aceptar el trabajo que me habían ofrecido. Y de esta forma, la llamada, una vez más tratando de demostrarme a mí mismo la imposibilidad de lo que deseaba hacer, podría, a su modo de ver las cosas, acercarme más a ellos, convencido finalmente que no había ninguna forma de resistirles.

¿Había otras soluciones? ¿Otros puntos de vista para un ser humano? ¿Había algo que el hombre pudiera hacer?

Podría llamar al presidente, o tratar de llamarle. Sabía que me sería casi imposible ponerme en contacto con él. Especialmente en momentos como éste, cuando el presidente tenía el mayor problema frente a sí que hubiera tocado enfrentar a alguien desde que existía la nación.

Ver al Perro, le diría, cuando y si podía comunicarme con él. Ver al Perro que le está esperando afuera.

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