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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Rifle en mano, caminé silenciosamente por el sendero. Si mis perseguidores venían en mi busca, y ciertamente que lo harían, jamás llegarían a saber el sitio donde me encontraba.

Me moví por un mundo acallado y silencioso, con la fragante presencia del otoño. Vides de enrojecidas hojas brotaban a los lados del sendero, y había una constante lluvia de hojuelas teñidas por las heladas, cayendo suave y lentamente por entre el laberinto de ramas del bosquecillo. Excepto por un tenue ruido emitido por mis pies al aplastar una que otra hoja seca, caminaba en silencia Años y años de hojas caídas y suave musgo, formaban una alfombra que silenciaba todo ruido.

Llegué hasta el borde del bosquecillo y cuidadosamente me escurrí a lo largo de él hasta llegar a la cumbre del cerro. Encontré un zumaque de vivo color rojo y me oculté tras él. El arbusto aún tenía todas sus hojas y era un lugar espléndido para esconderse.

Hacia adelante, el cerro bajaba hasta un pequeño arroyuelo, no más que un hilo de agua que corría por entre las pendientes de los cerros. El bosquecillo giraba y continuaba hacia el camino, y más allá había una gran expansión de laderas cubiertas por altas y secas malezas, advirtiéndose aquí y allá el brillante fulgor rojo de otros zumaques.

El hombre venía por el arroyuelo, después comenzó a subir por la ladera del cerro, casi como si supiera que yo estaba oculto tras ese arbusto. Era una persona entre un millón, un hombre cualquiera que caminaba con los hombros ligeramente encorvados, con un sombrero viejo metido hasta las orejas y vestido con un traje oscuro, que aún a esa distancia, pude advertir que estaba muy desplanchado.

Venía en dirección recta hacia mí, sin alzar la vista. Como si pretendiera demostrar que no me veía, que no tenía la menor idea de dónde me encontraba. Caminaba vacilante, no muy rápido, trabajosamente, subiendo el cerro, con la vista clavada en el suelo.

Alcé el rifle y apunté el cañón por entre las hojas rojas. Lo sostuve firmemente contra mi hombro, con el punto de mira sobre la inclinada cabeza del hombre que subía el cerro.

Se detuvo. Como si supiera que el rifle le había estado apuntando, se detuvo y su cabeza giró sobre sus hombros. Estiró el cuello y se puso tenso, y de pronto, cambió el rumbo, a través de la ladera del cerro, hacia un pequeño prado cubierto de altas hierbas.

Bajé el rifle, y al hacerlo sentí llegar las primeras oleadas de aire maloliente.

Olfateé para asegurarme, y no cabía ninguna duda. En alguna parte, había un iracundo zorrino, en algún lugar de la ladera.

Sonreí. Se lo tenía bien merecido, pensé. Ese maldito se lo tenía muy merecido.

Ahora, le vi que caminaba rápidamente, tropezando, a través de la extensión de altas hierbas, hacia el prado, y entonces, desapareció.

Me restregué los ojos y miré nuevamente y ya no estaba allí.

Podría haber tropezado y caído entre la hierba, me dije, pero tenía el extraño presentimiento que esto yo ya lo había presenciado. Lo había presenciado en el sótano de la casa de los Belmont. Atwood había estado allí, sentado en su silla, y en un instante había quedado desierta y las bolas habían comenzado a rodar por el piso.

No había visto cómo había sucedido. No había apartado la vista. No podía haber dejado de verlo y, sin embargo, así había sucedido. Atwood, en un momento había estado allí, y luego, estaban las bolas de bolera.

Y esto era lo que había sucedido aquí, bajo el brillante sol de una tarde de otoño. Un hombre había estado caminando por entre la hierba y después ya no había caminado más. No se le encontraba por ninguna parte.

Me puse de pie cautelosamente, con el rifle preparado, y miré hacia la ladera del cerro.

Nada había que ver, excepto las ondulantes hierbas, y solamente en ese lugar, en el lugar donde el hombre había desaparecido, que las hierbas ondeaban. Todo el resto de la ladera del cerro estaba mortalmente inmóvil.

El olor del zorrino llegó más penetrante hasta mí, extendiéndose por todo el cerro.

Y estaba sucediendo algo infernalmente extraño.

Las hierbas se movían furiosamente, como si hubiera algo que las estuviera aplastando, pero sin el menor ruido. No había ningún sonido.

Caminé cerro abajo, con el rifle aún preparado.

Y súbitamente, algo hubo en mi bolsillo, luchando por salir. Como si una rata se hubiera introducido dentro de él y ahora tratara de salirse.

Rápidamente, introduje una mano en el bolsillo, pero ya al hacerlo la cosa se escapaba. Era una pequeña bola negra, como una de ésas que tienen los chicos para jugar.

Surgió de mi bolsillo y escapó a mis manos, cayendo entre la hierba, deslizándose a gran velocidad por entre, ella hacia el lugar en donde las plantas se movían.

Me quedé observando cómo se alejaba y hubiera deseado saber de qué se trataba. Y de pronto, lo supe, todo a la vez. Era el dinero. Era esa parte del dinero que yo aún tenía en mi bolsillo; el dinero que me habían entregado en la casa de los Belmont.

Ahora se había transformado nuevamente en su forma original y acudía velozmente al lugar en donde esa otra cosa, la de forma humana, había desaparecido súbitamente.

Di un grito y corrí hacia las hierbas, dejando a un lado toda cautela.

Porque estaba sucediendo algo y yo debía descubrir de qué se trataba.

El olor a zorrino era inaguantable y, a pesar de mí mismo, me acerqué, y entonces, por el rabillo del ojo, pude ver lo que estaba sucediendo.

Me detuve y observé sin comprender demasiado.

Había gran cantidad de bolas de bolera entre las hierbas, girando enloquecidamente, en el mismo lugar, sin preocuparse de ser advertidas. Giraban, rodaban, saltaban por el aire.

Y de ese lugar, de ese prado de hierbas, emergía el olor irritante, fortísimo, dejado por un zorrino el cual había sido molestado por alguien.

No pude soportarlo. Me retiré, desesperadamente, en busca de aire puro.

Al correr hacia el coche, sabía, con algo muy semejante al triunfo, que al fin había encontrado el punto débil de la casi perfecta coraza de las bolas de bolera.

CAPITULO XXXIV

Adoran el perfume, había dicho el Perro. Una vez que se hubieran apoderado de la Tierra la entregarían a una consignación de perfumes. Era su razón de existir; era la única y sola fuente de placer para ellos. Era lo que valorizaban por sobre todo.

Y aquí en la Tierra, en un pequeño prado extendido sobre una otoñal ladera de un cerro, habían encontrado uno que les gustaba. Porque no había otra forma de interpretar el éxtasis de su alborozo. Y un perfume que, aparentemente, tenía el suficiente atractivo como para hacerles abandonar cualquier cosa que hubieran podido tener en mente.

Subí al coche y retrocedí hasta el camino y lo conduje hasta la carretera principal.

Al parecer, pensé, las bolas no habían dado mucha importancia a los otros perfumes de la Tierra, pero se habían vuelto locas por el olor a zorrino. Y mientras a mí no me hacía ninguna gracia, supuse que podría ser de gran atractivo para una bola de bolera.

Debía existir una forma, me dije, con que la humanidad pudiera emplear este nuevo descubrimiento a su favor, alguna forma en la cual se pudiera transformar en algo efectivo este amor que las bolas sentían por los zorrinos.

Mi memoria retrocedió hasta el día anterior, en que Gavin había publicado el artículo de Joy acerca de la granja de zorrinos en primera plana. Pero los zorrinos, en ese caso particular, eran de otra especie.

Mi mente trazó grandes círculos, pero de nada sirvió. Y, pensé finalmente, qué desesperante sería, que este único signo de debilidad de los seres de otro mundo no pudiera servir a la causa de la humanidad.

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