Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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—No — dije —. No lo es.

Bebió un largo trago y me alcanzó la botella. Bebí de ella.

—Está bien, amigo — dijo —, estoy preparado y soy todo oídos. Largue su historia.

—Cuando haya comenzado — le rogué —, no me interrumpa y me detenga. Déjeme llegar hasta el final. Después puede hacer todas las preguntas que desee.

—Sé escuchar — dijo el viejo, cogiendo la botella que le había pasado y acariciando al zorrino.

—Quizás encuentra que es muy difícil creerla.

—Eso corre por mi cuenta — dijo —. Vamos, adelante.

De forma que así lo hice y se lo conté. Lo hice lo mejor que pude, con toda sinceridad. Se lo relaté tal como había sucedido y le dije lo que yo sabía y lo que había discurrido y que nadie me creía, pero que no les culpaba por ello. Le conté acerca de Joy y Stirling, lo del patrón y el senador y del hombre de la agencia de seguros que no podía encontrar un lugar donde vivir. No se me escapó ningún detalle. Se lo relaté todo.

Cuando hube terminado se hizo un largo silencio. Mientras yo había estado hablando, el sol se había puesto y el bosque se estaba cubriendo de sombras. Se había levantado una ligera brisa, un poco helada, y se sentía el fuerte aroma de las hojas caídas.

Sentado en la silla, me quedé pensando en lo estúpido que había sido. Había perdido la oportunidad al decirle la verdad. Había otras formas en que podría haberle convencido para que hiciera lo que yo deseaba. Pero no, había tenido que hacerlo de la forma más difícil, de la manera más honesta y verdadera.

Esperé. Escucharía lo que tenía que decirme, luego me pondría de pie y me iría. Le daría las gracias por su whisky, por su tiempo perdido, y después me marcharía, hacia el oscurecido ocaso, por el sendero de carromatos a través del bosque y hasta donde había dejado el coche. Volvería al motel y Joy ya tendría la cena preparada y se enfadaría conmigo por haber llegado tarde. Y el mundo caería en el abismo, como si nadie hubiera hecho nada para impedirlo.

—Usted ha venido para pedirme ayuda — dijo el viejo, su voz saliendo de la oscuridad —. ¿Qué puedo hacer para ayudarle?

Me atraganté.

—¡Me cree!

—Forastero — dijo el viejo —, yo me baso en los hechos. Si lo que me ha contado no fuera real, no sé por qué se habría molestado en llegar hasta aquí. Además, creo conocer cuando un hombre está mintiendo.

Traté de hablar, pero no pude. Las palabras vacilaban en mi garganta y no lograban salir. Creo que estaba muy próximo a llorar como no lo había estado desde hacía tiempo, mucho tiempo. Y dentro de mí surgió un sentimiento de agradecimiento y esperanza.

Porque alguien me había creído. Otro ser humano me había escuchado y me había creído y yo ya no era un estúpido y un loco. Había recuperado, en este misterio de la creencia, toda la dignidad humana que poco a poco me había estado abandonando.

—¿Cuántos zorrinos puede reunir? — le pregunté.

—Una docena — dijo el viejo —. Quizás una docena y media. Estas rocas están llenas de ellos, por toda la ladera. Vienen a visitarme todas las noches a comer el poco alimento que les tengo.

—¿Y podría encerrarlos y tener algo en que llevarlos?

—¿Llevarlos?

—A la ciudad — dije —. Al centro de la ciudad.

—Tom, que es el granjero en donde usted estableció el coche, tiene un pequeño camión. Seguramente me lo prestaría.

—¿Y no le haría ninguna pregunta?

—Sí, claro que las haría. Pero puedo pensar en unas buenas respuestas. Podría venir con su camión hasta la mitad del bosque.

—Está bien, entonces — dije — esto es lo que quiero que haga. Esta será la forma en que puede ayudarme…

Le dije con calma lo que deseaba que hiciera.

—¡Pero mis zorrinos! — exclamó, desmayadamente.

—La raza humana — le repliqué —. Recuerde lo que le dije…

—Pero la policía… Me cogerán. No podría…

—No se preocupe por la policía — dije — Nosotros podemos cuidar de ella. Aquí…

Introduje la mano en el bolsillo y extraje el fajo de billetes.

—Con esto podrá pagar cualquier multa que le impongan, y aún le quedará mucho.

Miró fijamente los billetes.

—¡Eso es lo que le dieron en la casa de los Belmont!

—Parte de él — dije —. Es mejor que lo deje en la cabaña. Si lo llevara consigo, puede que desaparezca. Puede transformarse nuevamente en lo que era.

Bajó el zorrino que estaba sobre sus rodillas e introdujo el dinero en sus bolsillos. Se puse de pie y me alcanzó la botella.

—¿Cuándo debo comenzar?

—¿Puedo hablar con ese Tom?

—Sí, a cualquier hora. Yo iré donde él después y le diré que estoy esperando una llamada. Cuando la haya recibido, él podrá traer el camión. Se lo explicaré. No la verdad, evidentemente. Pero puede contar con él.

—Gracias — dije —. Muchas gracias.

—Vamos, beba un trago — dijo —. Después me pasa la botella. Creo que me vendría muy bien uno.

Bebí y le alcancé la botella y se bebió un largo trago.

—Comenzaré inmediatamente — dijo —. En una o dos horas más, tendré un saco lleno de zorrinos.

—Llamaré a Tom — dije —. Primero, volveré para asegurarme que todo marcha bien. Entonces, llamaré a Tom… ¿cómo se llama?

—Anderson — dijo el viejo —. Para entonces, yo ya habré hablado con él.

—Gracias nuevamente, amigo. Nos veremos.

—¿Desea beber otro trago?

Negué con un movimiento de cabeza.

—Tengo trabajo.

Di media vuelta y me alejé, bajando a largas zancadas la ladera, bajo la penumbra del ocaso, y por el sendero que llevaba al campo sembrado de trébol.

Había luces encendidas en la casa en donde había dejado el coche, pero el establo estaba silencioso.

Al aproximarme al coche, un gruñido surgió de la oscuridad. Era un sonido maligno que hizo que se me erizara el cabello. Me golpeó' como un martillo y me dejó helado e inmóvil. El gruñido estaba impregnado de temor y odio y se podía escuchar el entrechocar de los dientes.

A tientas, ubiqué la manilla de la puerta del coche, mientras el gruñido continuaba; un gruñido sollozante, ahogado, casi incesantemente emergiendo de la garganta.

Abrí violentamente la puerta y salté dentro, cerrando la puerta tras de mí. Desde fuera, aún se escuchaba el gruñido, aumentando y decreciendo en intensidad.

Puse en marcha el motor y encendí las luces. El haz de luz cayó sobre la cosa que había estado gruñendo. El amigable perro que me había recibido con tanta alegría y que me había pedido que fuéramos juntos a pasear. Pero la amistosidad había desaparecido. Sus orejas estaban erectas y sus dientes desnudos eran un fulgor de blancura que destacaba en su hocico. Sus ojos lanzaban verdosos reflejos a la luz de los faros. Se retiró, lentamente, moviéndose de costado, con el lomo arqueado y la cola entre las patas.

El terror hizo presa de mí y pisé el acelerador. Las ruedas patinaron, chirriaron y el coche dio un salto hacia adelante, pasando por encima del perro.

CAPITULO XXXVI

Había sido un perro alegre y amistoso cuando le había visto por primera vez. Nos habíamos hecho amigos. Mucho me había costado el hacerle quedarse en casa.

¿Qué le había sucedido en el transcurso de esas pocas horas?

O, quizás, más propiamente, ¿qué me había sucedido a mí?

Traté de encontrarle una explicación, mientras unos piececitos húmedos y vellosos me recorrían la espalda de arriba abajo.

Quizás era la oscuridad, pensé. Probablemente, durante el día era un perrillo amistoso, pero con la caída de la noche se transformaba en un peligroso guardián, cuidando el terreno de sus amos.

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