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Clifford Simak: Caminaban como hombres

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Clifford Simak Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Observando el camino, imaginé, más que reconocí, el lugar adonde podríamos dirigimos. Después de esto, me fijé con mayor atención y me convencí que la suposición estaba acertada íbamos en dirección a la casa de los Belmont, de vuelta al lugar en donde todo esto había comenzado, en donde me estarían esperando, con los labios apretados y furiosos, quizás; si es que cosas como estas podían apretar los labios y enfadarse.

Y esto era el fin de todo, naturalmente. Esto cerraba el capítulo. A no ser, por supuesto, que hubiera alguien mas, quizás en otro lugar, que estaba trabajando sobre el problema; y trabajando solo porque nadie le creería. Era, me dije, muy posible. Y en donde yo había fracasado, él podría tener éxito.

Sabía, desde lo más profundo de mi ser, que esa esperanza era muy remota, pero era la única que restaba, y en un momento de fantasía me así a ella con fuerzas, tratando de transformarla en realidad.

El coche comenzó a tomar una curva, pero no la dio totalmente y frente a nosotros había un tupido cerco de pinos. Nos aproximábamos vertiginosamente hacia ellos, y las ruedas se salieron del camino. El coche comenzó a inclinarse, con el motor hacia abajo, al zambullirse en el espacio.

De pronto, el coche desapareció y yo estuve en el aire solo, en la oscuridad, sin el coche a mi alrededor, volando hacia los árboles.

Tuve tiempo solamente para lanzar un alarido de terror antes de estrellarme contra el árbol, que parecía que venía a mi encuentro, rápidamente, surgiendo de la oscuridad.

CAPITULO XXXVII

Hacía frío. Soplaba un viento helado por mi espalda y estaba oscuro. Tan oscuro que no podía ver nada. Bajo mí, sentía una fría humedad y me dolía todo el cuerpo y había un ruido muy lejano, de extraña intensidad que surgía de alguna parte desde la oscuridad.

Traté de moverme, y cuando lo hice me dolió, de manera que no me moví más, solamente me quedé allí tendido, bajo el frío y la humedad. No traté de pensar quién era yo ni dónde estaba, porque no importaba mucho. Estaba demasiado agotado y dolorido como para que me importara.

Me quedé tendido durante un tiempo y el sonido y la humedad se alejaron y la oscuridad se cerró sobre mí, y entonces, después de mucho tiempo, recobré el conocimiento y aun estaba oscuro y más frío que antes.

Traté de moverme nuevamente, y me dolió, pero cuando me moví, estiré una mano con los dedos abiertos, tratando de alcanzar, de coger, de cerrarse. Y cuando los dedos se cerraron lo hicieron sobre algo que reconocí algo suave y pulposo que estrujé en mi mano.

Musgo y hojas secas, pensé. Había estirado la mano en la oscuridad y se había cerrado sobre musgo y hojas secas.

Continué tendido unos momentos, dejando que el lugar donde estaba me penetrara; porque ahora sabía que me encontraba en algún lugar de un bosque. El sonido penetrante era el ruido del viento sobre la copa de los árboles, y la humedad que sentía bajo mi cuerpo era la humedad del musgo de la tierra del bosque y el aroma era el aroma del bosque en otoño.

' Si no hubiera sido por el frío y el dolor, pensé, no habría estado tan mal. Porque era un lugar agradable. Y me dolía sólo cuando me movía. Quizás, si pudiera apartar la oscuridad que estaba dentro de mí, todo volvería a la normalidad.

Traté, pero la oscuridad no salió, y ahora comenzaba a recordar acerca del coche que se había salido de la cerrada curva y cómo el coche había desaparecido y me había dejado solo, volando por la oscuridad.

Estoy vivo, pensé, asombrado que pudiera estarlo; recordando el árbol que había visto o sentido y que parecía venir a mi encuentro surgiendo de las tinieblas.

Abrí los dedos que se habían cerrado sobre el musgo y hojas y sacudí la mano para limpiarla de ellos. Traté de levantarme ayudándose con las dos manos. Moví las dos piernas, poniéndolas bajo mi cuerpo. Mis brazos y piernas se movían; por lo tanto no había nada roto, pero mi estómago era un conjunto de dolores y había uno en especial que trepaba hasta mi pecho.

Después de todo, habían fracasado, pensé; los Atwood, estaba vivo, y estaba libre de ellos, y si podía llegar hasta las bolas de bolera, o como quiera que se llamaran. Aún hasta un teléfono, aún había tiempo para llevar a cabo mi plan.

Traté de ponerme de pie, pero no pude hacerlo. Lentamente, me fui afirmando sobre mis pies, mientras las oleadas de dolor recorrían mi cuerpo, y me quedé así unos momentos. Pero mis nervios cedieron y mis rodillas se doblaron y me deslicé hasta el suelo y me quedé sentado, con los brazos en torno al cuerpo, tratando de encerrar el dolor que se esforzaba por salir.

Me quedé sentado durante largos minutos y el clímax de dolor fue disminuyendo. Restó como una pesada bola de plomo, punzante, que se localizó en alguna parte de mi cuerpo.

Aparentemente, yo estaba sobre la inclinada ladera de un cerro, y el camino debía estar sobre mi cabeza. Tenía que llegar hasta el camino, lo sabía, porque si lo alcanzaba habría esperanzas que alguien pasara por allí y me encontrara. No tenía idea a la distancia que podría estar el camino; a la distancia que había sido arrojado antes que me estrellara contra el árbol o la distancia que podría haber rodado desde el momento que toqué tierra.

Tenía que llegar hasta el camino, y si no lo podía hacer caminando, lo haría caminando en manos y pies o arrastrándome. No podía ver el camino; no podía ver nada. Existía en un mundo de total oscuridad. No había estrellas. No había ninguna luz.

Logré afirmarme en pies y manos y comencé a gatear cerro arriba. No podía avanzar mucho trecho. Parecía no tener fuerzas. El dolor no era tan intenso como antes, pero casi me desvanecí.

Avanzaba con grandes dificultades. Corrí hasta un árbol y tuve que aferrarme a él. Llegué hasta frente a un matorral que yo tomé por zarzamora y tuve que dar un rodeo bastante amplio para pasarlo. Se cruzó en mi camino un tronco de un árbol caído, logré pasar por sobre él con grandes esfuerzos y continuar mi camino.

Hubiera deseado saber la hora que era y miré si aún tenía el reloj en la muñeca. Allí estaba. Me hice un corte en los dedos con el cristal roto. Lo llevé hasta un oído y escuché su tictac. No era que esto me hiciera un gran favor, porque no podía verlo.

Escuché un murmullo lejano, diferente al quejido del viento pasando por las copas de los árboles. Me quedé inmóvil y me esforcé por tratar de identificarlo. De pronto, se hizo más fuerte, y era, indiscutiblemente, un coche.

El ruido me sirvió como bálsamo y me arrastró furiosamente cerro arriba, pero era un desgaste de energías solamente. Avanzaba muy poco.

El ruido aumentó, y hacia mi izquierda vi el resplandor de las luces de la máquina que se aproximaba. La luz bajó y desapareció, luego volvió a aparecer, esta vez más cerca.

Comencé a dar grandes voces, no palabras, solamente gritos para llamar la atención, pero el coche pasó la curva sobre mi cabeza, y nadie pareció escucharme, porque continuó su camino. Por unos momentos, la luz y el bulto del coche cubrieron el horizonte sobre el cerro, y después desapareció, y yo quedé solo, arrastrándome por la ladera.

Cerré mi mente a todo excepto a que debía llegar hasta el camino. Tendría que pasar otro coche, a alguna hora, o el que ya había pasado, tendría que volver.

Después de un tiempo, que me pareció inmensamente largo, finalmente lo logré.

Me senté en la orilla del camino y descansé, después, cuidadosamente, me puse de pie. El dolor aún estaba presente, pero no tan intenso como antes. Podía estar de pie, no demasiado firme, pero con posibilidades de mantenerme así.

Había recorrido un largo camino, pensé. Había pasado mucho tiempo desde aquella noche en que había descubierto la trampa ante mi puerta. Y sin embargo, al retroceder, me di cuenta que no había transcurrido tanto tiempo. Unas cuarenta horas, más o menos.

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