Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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—Ya no dan botes o escabullen; no hay lugar para eso. Hay, solamente, una enorme masa de ellas, estremeciente, bullente, que se acumula en el cruce y que afluye por las calles, amontonándose frente a los coches atascados.

—Desde nuestra posición aquí, en lo alto del edificio McCandless, es una visión horrible y aterrorizadora. Nadie, repito, sabe qué son estas cosas o su procedencia o la razón por la cual están aquí…

—Ése fue el viejo Windy — dijo Higgins casi sin respiración —. Él fue quien puso en libertad a esos zorrinos. Y, por lo que parece, ha logrado escapar. Joy alzó la vista hacia mí.

—¿Eso es lo que tú querías? ¿Lo que está sucediendo ahora? Asentí.

—Ahora lo saben — dije —. Todo el mundo lo sabrá. Ahora nos escucharán.

—¿Pero qué está sucediendo? — gruñó Higgins —. ¿Nadie me lo va a explicar? Es otra de estas cosas de Orson Welles…

—Sube al coche — me dijo Joy —. Debemos encontrar un médico.

—Escuche, señor — suplicó Higgins —, yo no sabía en lo que me estaba metiendo. Me rogó que la acompañara. Y así lo hice. Dijo que tenía que encontrar al viejo Windy y rápidamente. Dijo que era de vida o muerte.

—Cálmese, Larry — le dije —. Se trataba de un asunto de vida o muerte. No le sucederá nada. —Pero ella incendió una casa…

—Esa fue una estupidez mía — dijo Joy —. Fue como un acto de venganza enceguecido. Pensándolo bien, ahora, no tiene mucho sentido. Pero tenía que hacerles daño en alguna forma, y era la única manera que yo conocía. Cuando me telefonearon diciendo que estabas muerto… —Les teníamos asustados — dije —. De otra forma, jamás habrían llamado por teléfono. Quizás temían que nosotros estábamos tramando algo que ellos no se podrían imaginar. Por eso trataron de eliminarme; por eso trataron de amedrentarte.—La policía — gritó el hombre por la radio — les pide, por favor, que no se aproximen al centro de la ciudad. Hay algunos atascamientos de tráfico y solamente contribuirán a aumentarlos. Quedarse en casa, calma…

Habían cometido un error, pensé. Si no hubieran llamado a Joy probablemente todo habría estado bien. Yo aún estaba con vida, evidentemente, pero no habrían tardado mucho tiempo en saberlo y ahora me podrían liquidar en la debida forma, esta vez sin fallos posibles. Pero se habían entregado al pánico y habían cometido un error, y ahora todo estaba terminado.

Una inmensa figura venía trotando por el camino. Una sombra alegre, feliz, que hacía cabriolas excitadamente aun al ir trotando. Era grande y deforme, y de su parte anterior colgaba una larga lengua.

Llegó frente a nosotros y sentó su trasero en el polvo. Golpeaba el suelo con entusiasmo con su gran cola.

—Amigo, lo ha hecho — dijo* el Perro —. Les hizo salir de su madriguera. Les ha expuesto ante todo el mundo. Les ha hecho visibles. Ahora su pueblo sabe…

—¡Pero usted! — le grité —… ¡Usted está en Washington!

—Hay muchas formas de viajar — dijo el Perro — que son más rápidas que sus aviones y mejores formas de saber dónde encontrar una persona que sus teléfonos.

Y estaba en lo cierto, pensé. Porque hasta esta misma mañana había estado con nosotros, y al amanecer había estado en Washington.

—Ahora soy yo el que estoy loco — dijo Higgins débilmente —. No existe nada parecido a un perro que hable.

—Por favor, calma — expresó el hombre de la radio —. No hay por qué darse al pánico. Nadie sabe lo que son estas cosas, evidentemente, pero debe haber una explicación, quizás una explicación muy lógica. La policía tiene la situación totalmente bajo su control y no hay necesidad de…

—Creo que he escuchado a alguien — dijo el Perro — que ha mencionado la palabra doctor. No sé qué es eso de doctor.

—Es alguien — dijo Joy — que sana el cuerpo de otras personas. Parker ha sido herido.

—Oh — dijo el Perro —, de forma que es eso. Tenemos el concepto, también, pero los nuestros trabajan en forma muy diferente, sin duda. Es sorprendente, realmente, la cantidad de finalidades similares que son acometidas por técnicas muy diferentes.

—La masa de ellos aumenta aún más — gritó el locutor —. Ya se amontonan hasta las ventanas del sexto piso y penetran muy al interior de las calles. Y parece que siguen llegando en mayor cantidad. La montaña crece por minutos…

—Ahora — dijo el Perro — que la misión está terminada, debo decir adiós. No es que yo haya contribuido en gran forma, pero ha sido muy agradable mi visita aquí. Tienen un planeta encantador. De aquí en adelante, deben cuidar de mantenerlo en sus manos.

—Pero espere un momento — dije —. Hay muchas cosas…

Estaba hablando al aire vacío, porque el Perro se había ido. No se había dirigido a ninguna parte, solamente ido.

—Maldición — exclamó Higgins —. ¿Estuvo realmente aquí o fue que yo lo imaginé?

Y había estado, yo lo sabía. Había estado, pero ahora haba vuelto a su mundo, a ese lejano planeta, a esa extraña dimensión, a cualquier parte que perteneciera. Y no habría retornado, sabía yo, si ya no hubiera necesidad de su presencia.

Estábamos a salvo ahora. El mundo conocía la existencia de esas bolas y ahora estaría dispuesto a escuchar. El patrón y el senador y el presidente y todo el resto. Tomarían las medidas necesarias, las que fueran. Quizás, para comenzar, declararían moratoria todas las transacciones comerciales hasta que pudieran separar las puramente humanas de las puramente extraterrenales. Porque las transacciones de estos seres de otros mundos eran fraudulentas ante ellos por la clase de dinero que habían empleado. Y aunque no hubieran sido fraudulentas, no habría sido grande la diferencia, porque ahora la raza humana sabía, o sabría muy pronto, lo que estaba sucediendo y se moverían para detenerlo; bien o mal, harían lo que fuera necesario para ponerle fin.

Abrí la puerta trasera del coche e hice una seña a Joy para que entrara.—Vamonos — le dije a Higgins —. Tengo trabajo. Debo escribir una historia.

Podía ver la cara del patrón cuando entrara en la oficina. Ya estaba dando vueltas en mi cabeza lo que diría entonces. Y tendría que soportarlo y escucharme, porque era yo quien tenía la historia. Yo era el único que disponía del material y él tendría que escucharme.

—A la oficina no — dijo Joy —. Debemos ir en busca de un doctor primero.

—¡Doctor! — dije —. No necesito un doctor. Me quedé asombrado, no por haberlo dicho (porque en un momento, realmente había necesitado un doctor), sino con la calma con que lo' aceptaba, mi reconocimiento casual de algo que había sucedido sin que yo lo notara, y el darme cuenta de ello en forma tan gradual que no me causó ningún asombro.

Porque ya no necesitaba un doctor. Ya nada tenía. No había ese dolor en el pecho y la sensibilidad en el estómago había desaparecido, también el temblor en las rodillas. Moví los brazos para asegurarme que el pecho no me dolía, y estaba absolutamente en lo cierto. Si algo había habido roto allí, ahora ya estaba sanado.

Es asombroso, había dicho el Perro, en su típica e irónica manera, la cantidad de fines similares que pueden ser alcanzados por técnicas muy diferentes.

—Gracias, amigo — dije, alzando la vista al cielo, en forma tan irónica como el Perro —. Gracias, amigo. No olvides de enviar la nota.

CAPITULO XXXVIII

Lightning tiró el periódico sobre mi escritorio. Aún no estaba húmedo por la tinta. Había doble línea de tipos sobre el comienzo, que encabezaban mi artículo.

No lo recogí. Solamente, me quedé mirándolo. Después, sin tocarlo, me puse de pie y fui hasta la ventana. Allí, hacia el norte, estaba la movediza montaña, iluminada por baterías de reflectores, sobrepasando el horizonte y aún en continuo crecimiento. Horas antes se habían abandonado todas esperanzas de rescatar al personal de la radio que había sido encerrado y enterrado bajo la cumbre del edificio MacCandless. Todo lo que se podía hacer era, simplemente, quedarse inmóvil y observar.

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