Christopher Priest - La máquina espacial

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Un encuentro casual en un sórdido hotel y un incidente comprometedor en un dormitorio conduce a una aventura imprevista en el tiempo y en el espacio. Es el año 1893, y la prosaica vida de un joven viajante comercial es animada solamente por su ferviente (aunque un tanto distante) interés por el nuevo deporte del automovilismo. Es a través de él como conoce a su amiga, y ella le conduce al laboratorio de Sir William Reynolds, uno de los más eminentes científicos de Inglaterra.
Sir William está construyendo una máquina del tiempo, y desde este descubrimiento hay, sin embargo, un pequeño paso al futuro. Cuando la joven pareja emerge en el siglo XX descubre que una feroz guerra devasta a Inglaterra. Realmente, la guerra mundial de 1903 es sólo el comienzo de una serie de aventuras que culminan en una violenta confrontación con el más cruel intelecto del Universo.

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—¡Pero grande o pequeña, no puedo creer que sea posible construir semejante máquina! —exclamé.

—Mírala tú mismo. Está sólo a unos diez metros de donde te encuentras.

Me puse de pie de un salto.

—¿Dónde está?

—En el laboratorio de Sir William. —Amelia parecía haberse contagiado de mi entusiasmo, pues ella también se había levantado con presteza—. Te la mostraré.

III

Dejamos el salón de fumar por la puerta que Sir William había utilizado, y caminamos a lo largo de un pasillo hacia lo que era a las claras una puerta de reciente construcción. A través de ella se llegaba directamente al laboratorio, que era, ahora lo comprendía, el anexo cerrado con vidrios que había visto, construido entre las dos alas de la casa.

No sé cómo había esperado que fuera el laboratorio, pero en mi primera impresión le encontré un considerable parecido con el taller de fresado de una fábrica metalúrgica que había visitado una vez.

A lo largo del cielo raso, de un lado, había un eje de transmisión accionado por vapor, el cual, por medio de varias correas ajustables de cuero, proporcionaba energía motriz a múltiples máquinas que veía dispuestas a lo largo de un enorme banco situado debajo de dicho eje. Varias de estas máquinas eran tornos para metal, y también había una prensa de estampar, un balancín, equipo para soldadura de acetileno, dos enormes tornillos de banco y gran cantidad de herramientas diversas desparramadas. El piso estaba generosamente cubierto de virutas y fragmentos de metal desprendidos durante los procesos, y en muchas partes del laboratorio había lo que daba la impresión de ser trozos de metal doblado o cortado abandonados desde hacía tiempo.

—Sir William realiza gran parte del trabajo de mecánica por sí mismo —explicó Amelia—, pero a veces se ve forzado a contratar la fabricación de ciertas piezas. Yo estaba en Skipton con uno de esos encargos cuando te conocí.

—¿Dónde está la Máquina del Tiempo?

—Junto a ti.

Me di cuenta de pronto que lo que yo había tomado en un principio como otro grupo de trozos de metal desechados se ajustaba, en realidad, a un esquema coherente. Veía ahora que se parecía en cierta medida al modelo que Sir William me había mostrado, pero mientras aquél tenía la perfección de la miniatura, éste parecía más tosco debido a su tamaño.

Sin embargo, en cuanto me incliné a examinar la máquina, vi que en realidad cada una de las partes componentes estaba torneada y pulida hasta brillar como nueva.

La Máquina del Tiempo tenía algo más de dos metros de largo y metro y medio de ancho. En su punto más alto alcanzaba cerca de los dos metros, pero, como su construcción era estrictamente funcional, tal vez una descripción en términos de sus dimensiones generales induzca a error. Gran parte de la Máquina del Tiempo medía menos de un metro de altura, y tenía la forma de un esqueleto de metal.

Todos sus mecanismos estaban a la vista... y aquí mi descripción se vuelve poco precisa por necesidad. Lo que vi fue una repetición in extremis de la misteriosa sustancia que había visto antes aquel día en la máquina voladora y las bicicletas de Sir William: con otras palabras, mucho de lo que al parecer era visible no se podía ver debido a la sustancia cristalina que distorsionaba la visión, en la cual estaban encerrados miles de alambres y varillas delgados, y por más que observé el mecanismo desde muchos ángulos diferentes, no me fue posible descubrir mucho.

Lo más comprensible era la disposición de los controles. Hacia un extremo del armazón, había un sillón forrado de cuero, redondeado como una silla de montar. A su alrededor había múltiples palancas, varillas y cuadrantes.

El control principal parecía ser una gran palanca situada delante del asiento. Adosado a la parte superior de esta palanca, había un manubrio de bicicleta, incongruente dentro de este entorno. Esto, creo yo, permitía al conductor tomar la palanca con ambas manos. A cada lado de esta palanca había docenas de varillas secundarias, todas ellas conectadas con diferentes articulaciones de rótula, de modo tal que al mover esta palanca, las otras entrarían en funcionamiento al mismo tiempo.

En mi abstracción había olvidado por el momento la presencia de Amelia, pero ahora comenzó a hablar y me sobresaltó.

—Parece sólida, ¿no es cierto? —dijo.

—¿Cuánto le llevó a Sir William hacer esto? —pregunté.

—Casi dos años. Pero, tócala, Edward... mira qué sólida es.

—No me atrevería —confesé—. No sabría lo que estaba haciendo.

—Sujeta una de estas barras. No hay ningún peligro.

Amelia tomó mi mano, y la llevó hasta una de las varillas de bronce que formaban parte del armazón. Apoyé los dedos con cautela sobre la varilla... luego los retiré de inmediato, pues al cerrar la mano pude ver y oír que toda la máquina se sacudía como un ser viviente.

—¿Qué es? —grité.

—La Máquina del Tiempo está atenuada; existe, digamos, en la Cuarta Dimensión. Es real, pero no existe en el mundo real tal como lo conocemos. Debes comprender que está viajando por el Tiempo, aún mientras estamos aquí.

—¡Pero no puedes hablar en serio... porque si estuviera viajando no estaría aquí ahora!

—Al contrario, Edward. —Señaló un enorme volante que se encontraba inmediatamente delante del asiento de cuero, que correspondía más o menos a la rueda dentada de plata que yo había visto en el modelo de Sir William—. Está girando. ¿Lo puedes ver?

—Sí, sí, puedo —dije, acercándome tanto como me atrevía. La gran rueda giraba casi imperceptiblemente.

—Si no estuviera girando, la máquina permanecería estacionaria en el tiempo. Para nosotros, como explicó Sir William, la máquina desaparecería en el pasado, puesto que nosotros mismos avanzamos en el tiempo.

—De modo que la máquina debe funcionar siempre.

Mientras estábamos en el laboratorio la noche se había cerrado, y la oscuridad se extendía por el misterioso lugar.

Amelia se apartó y fue hasta otro artefacto infernal, que tenía conectada una cuerda enrollada alrededor de una rueda externa, y luego tiró con fuerza de la cuerda. De inmediato la máquina se puso en marcha con unas pequeñas explosiones y, al tomar velocidad, se encendieron ocho focos incandescentes que colgaban de la parte superior de la estructura.

Amelia miró el reloj de la pared, que marcaba las seis horas y veinticinco minutos.

—Cenaremos dentro de media hora —dijo—. ¿Te gustaría dar un paseo por el jardín antes de cenar?

Aparté mi atención de las maravillosas máquinas fabricadas por Sir William.

La Máquina del Tiempo podía moverse lentamente hacia el futuro, pero Amelia se encontraba, a mi modo de ver, estacionaria en el tiempo. No estaba atenuada, y no era de ningún modo una criatura del pasado o del futuro.

Yo comprendía que mi permanencia en Richmond pronto llegaría a su fin, y dije:

—¿Quieres tomar mi brazo?

Amelia deslizó su brazo alrededor del mío, y juntos pasamos al lado de la Máquina del Tiempo y la ruidosa máquina de movimiento alternativo, atravesamos la puerta del otro lado del laboratorio y salimos a la fresca claridad nocturna del jardín. Sólo una vez volví la mirada y vi la radiante luz pura y blanca de los focos eléctricos que brillaban a través de las paredes de vidrio del anexo.

Capítulo 5

¡HACIA EL FUTURO!

I

Yo había averiguado que el último tren hacia Londres salía de Richmond a las diez y media, y sabía que para alcanzarlo tendría que partir a las diez. Sin embargo, a las ocho y media no sentía el ánimo dispuesto para regresar a mi alojamiento. Más aún, enfrentaba la perspectiva de volver a trabajar a la mañana siguiente con el mayor abatimiento. Esto sucedía porque luego de terminar la cena, que acompañamos con un vino seco y embriagante, y pasar del comedor a la intimidad semioscura de la sala, con un vaso de oporto adentro y otro a medio beber, y a causa del suave aroma del perfume de Amelia que embargaba mis sentidos, yo me encontraba propenso a las fantasías más perturbadoras.

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